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jueves 6 de agosto de 2009

156 años al divino botón

La Argentina vuelve al punto de partida como en el Juego de la Oca y regresa a métodos que ya probó y desechó por ineficaces.

La semana pasada en mi programa de radio la diputada Diana Conti adelantó que luego de la experiencia del Consejo de la Magistratura desde la reforma del ’94, ella volvería al sistema de selección de jueces anterior, al original de la Constitución. Luego, la presidente anunció la limitación de los superpoderes mientras que la oposición pugna por eliminarlos definitivamente, junto con la capacidad del Ejecutivo de emitir decretos de necesidad y urgencia (DNU).

Toda esta discusión es directamente esquizofrénica en un país como la Argentina. Porque resulta francamente increíble que un país, 156 años después de sancionada una Constitución que se suponía había resuelto todos esos temas, esté de nuevo discutiéndolos.

Que la Argentina no podía conceder todo el poder del Estado a un solo hombre ya había sido decidido el 1 de mayo de 1853 cuando en Santa Fe se juró una Carta Fundamental que en su artículo 29 no solo prohibió ese extremo sino que lo transformó en un delito y en delincuentes, infames traidores a la Patria, a quienes lo cometiesen. La organización nacional había estado demorada casi 50 años por el hecho de que el país seguía tolerando las veleidades de dictadorzuelos de cuarta, que reclamaban para sí todas las atribuciones del Estado. El atraso y la miseria que el país soportó en esos años fruto de la arbitrariedad y de la total ausencia de la institucionalidad iba a contrastar con el formidable progreso que siguió al establecimiento de las instituciones.

La Constitución había declarado solemnemente que ni el Congreso, ni las legislaturas provinciales podían otorgarle al PE o a los gobernadores de provincia “facultades extraordinarias” bajo ningún concepto, en ninguna circunstancia. Hoy estamos de nuevo con lo mismo.

El artículo 29 de la Constitución quizás sea, por sí solo, el que explica con mayor facilidad el extraordinario progreso argentino de fines del siglo IXX y de comienzos del siglo XX. Quienes desde el poder intentan hoy ensuciar todo aquel periodo de oro -tal vez el único del que haya gozado verdaderamente el país en toda su historia- solo deberían responder el acuciante interrogante acerca de por qué personas de todo el mundo, de todas las nacionalidades, llegaban a las fronteras argentinas en busca de un futuro: si aquello hubiera sido tan denigrante y tan falaz, nadie habría venido, ni siquiera los antepasados de los que hoy se suben a una caballo tan crítico como resentido.

Respecto de la otra cuestión -la selección de jueces- la Constitución había establecido un sistema sencillo de nominación por parte del Presidente con necesidad de acuerdo del Senado, luego de que éste examinara al candidato. Se trataba de una copia del sistema de la Constitución norteamericana que, por supuesto, sigue funcionando tal cual después de 222 años y del que tenemos históricas sesiones que hasta hemos visto por televisión.

Está probado que se puede tener un poder judicial ultraindependiente siguiendo ese sistema sin que la política arruine toda la distancia que deben tener los jueces respecto de los poderes ejecutivo y legislativo.

Que el país se empecine en experimentar sistemas que su propia historia ya había condenado es claramente enfermizo. Lo normal sería que cuando uno aprende por la experiencia y toma medidas para evitar lo que ya definió como un mal, empiece a progresar a partir de allí. Pero no. La Argentina vuelve al punto de partida como en el Juego de la Oca y regresa a métodos que no hundieron a un tercero extraño y desconocido, sino a ella misma.

Resulta notablemente paradójico que el camino más seguro que el país puede tomar para caminar hacia el futuro sea volver a su pasado; a ese pasado en el que rigió una Constitución que ya probó ser capaz de transformar una tapera en un vergel. © www.economiaparatodos.com.ar

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