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jueves 16 de marzo de 2006

Caripelas

La reciente ceremonia de asunción presidencial chilena fue una excelente oportunidad para comparar los diferentes estilos que impregnan a las clases políticas de uno y otro lado de la cordillera de los Andes.

La asunción de Michelle Bachelet como presidenta de Chile nos dio la oportunidad de ver por TV no sólo el impecable escenario de la ceremonia sino también las caras, el físico y el lenguaje corporal de los protagonistas.

Allí vimos la jura de los distintos ministros del gabinete. Aparecían Alejandro Foxley, Andrés Velasco, Karen Poniachik, Vivianne Blanlot, Eduardo Bitrán y Álvaro Manuel Rojas Marín, todos con carreras de grado o posgrado terminadas en los Estados Unidos; todos, como los otros 14 ministros entrantes, impecablemente vestidos, con una sobriedad ajustada a la solemnidad del acto. Trajes oscuros, camisas blancas. Las mujeres con modales medidos y vestimenta sobria.

Estábamos enfrente de una “clase”. En el mejor sentido de la palabra, los que tomaban las riendas del gobierno, así como quienes las dejaban, pertenecían a un círculo especial preparado para gobernar. Su lenguaje corporal, hasta su estado físico –no alcancé a ver a nadie fuera de forma- nos indicaban que Chile tiene en el gobierno a gente con categoría. No desafía la elegancia ni la considera un elemento de demérito para el ejercicio del poder. Al contrario, el hecho de encontrar a tantas personas de aspecto agradable hace pensar que los gobernantes o los aspirantes a serlo dedican parte de su tiempo a cuidar su apariencia porque presumen que la sociedad premiará esa preocupación.

La escenografía de la ceremonia había sido preparada de modo acorde. La sede del Congreso, en Valparaíso, jamás se arrimó al desborde o a la desorganización. Oficialistas y opositores compartían la alegría de un momento festivo para la democracia. No había reclamos de revanchas, ni caras -más apropiadas para las penitenciarías- encarnando odios del pasado.

Chile sufrió una dictadura militar durísima. Hubo allí torturas, desaparecidos, muertos. Pero el tiempo fue cicatrizando las heridas y reemplazó la furia de los rostros sin otro rumbo que el rencor por caras de esperanza en una dirigencia honrada y preparada para gobernar. Chile no ha estigmatizado ni la inteligencia, ni la formación, ni la prosapia, ni la buena educación. “Chile ama el orden”, dijo la flamante presidenta en su discurso inaugural; abajo, en la calle, miles de voces la vivaron. En ningún momento, tanto viendo las imágenes del exterior como del interior del Congreso, me vino a la mente esa porteña expresión que resume el concepto inicial que tomamos de una persona cuando la vemos por primera vez: “¡Qué caripela!”.

El acontecimiento parecido más cercano en el tiempo que la Argentina ha entregado para ensayar una comparación fue la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso el último primero de marzo.

Desde temprano, la Plaza de los Dos Congresos se fue copando con huestes piqueteras afines al gobierno. Carteles aluvionales, puro grito. El paneo de la TV entregaba caras y gestos más afines a la delincuencia que al acompañamiento de una jornada democrática. La imponente arquitectura interior del Congreso también había sido invadida por manadas de impresentables.

Los funcionarios que participaban de la ceremonia, electos o designados, eran compatibles con la escenografía exterior. El buen gusto, ausente con aviso. Ciertas vestimentas burdas, cuyos chillones colores eran un imán para las lentes de la televisión, parecían más acordes con un palco de La Bombonera que con uno de los eventos institucionales más importantes previstos en el funcionamiento de la Constitución.

Esta versión exterior, superficial y hasta frívola, del paisaje de una y otra ceremonia, entrega, empero, una vía regia al interior de un proceso mental de toma de decisiones y de preferencias de la sociedad. El hecho de que un país premie la prolijidad, la limpieza, el buen gusto, el acicalamiento, la buena presencia y hasta esas características faciales que uno relaciona con la honradez, no es neutro a la hora de comparar su performance con la de otra sociedad que prioriza el grito, la fuerza bruta, la chabacanería, el mal gusto y el premio a unas cuantas “caripelas” cuyo aspecto inicial las debería poner más cerca de las celdas que de la política.

Esta escasez de roce y de clase también se aprecia en algunas decisiones. El gobierno que se pliega a la acción directa de un grupo de ciudadanos que, en abierto desafío a la ley y a la Constitución, corta los pasos internacionales que conectan al país con su vecino, no da la pauta de guiarse por la mesura y por el apego a las formas. El “ir al toro” con una suspensión por 180 días de la exportaciones de carne habla, asimismo, de gente o bien con poca sofisticación en el proceso de toma de decisiones, incapaces de discernir los costos y los beneficios de semejante medida en el corto y en el mediano plazo, o bien con cegueras vengativas que aún resuelven por el odio lo que deberían solucionar con el raciocinio.

La Argentina ha decidido privilegiar el mal gusto. Ha decidido llevarse mal con la elegancia, con la categoría y con la clase. Ha creído que la chabacanería refleja mejor su “preocupación” por los que tienen menos que inclinarse por los modales civilizados. Lamentablemente esa preferencia no se agota en los ribetes de un disfraz exterior sino que cala en los pliegues íntimos del Estado, donde la falta de afinamiento es la regla que define las decisiones del gobierno. © www.economiaparatodos.com.ar




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