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miércoles 11 de septiembre de 2013

Chile: Los revolucionarios y el 11 de septiembre

Chile: Los revolucionarios y el 11 de septiembre

¿Cómo llegamos al 11 de septiembre de 1973? Esta es la pregunta clave que debiéramos ser capaces de responder a cuatro décadas del golpe militar. Es hora de entender cómo un día llegamos a odiarnos con tal frenesí que nos dimos el terrible derecho a destruirnos los unos a los otros. La muerte de nuestra democracia no fue un accidente inesperado, sino producto de una larga enfermedad que se había ramificado por todo el tejido social, destruyendo la convivencia cívica y convirtiendo a Chile en un país en guerra civil mental. Sólo faltaban los tanques en la calle, hasta que un día allí los tuvimos.

Posteriormente, esa historia se ha acallado. En parte sepultada por el horror de los crímenes de la dictadura, pero también por la manipulación de quienes se benefician de ese silencio. Pocas voces han sido tan sinceras como la de Radomiro Tomic, que en agosto de 1973 le escribía al general Carlos Prats: “Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero”. Y luego agregaba: “Como en las tragedias griegas, todos saben lo que va a ocurrir, todos dicen no querer que ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda”.

Sí, todos sabíamos que el país se encaminaba hacia el golpe militar, la guerra civil o, como creía Carlos Altamirano, la creación de un Vietnam chileno. Pero en lugar de hablar de esta verdadera tragedia se nos ha contado una historia de opereta, donde los infaltables imperialistas yanquis manipulan a unos generales traidores que ponen fin a los intentos democráticos de todo un pueblo por construir una sociedad mejor.

Al mismo tiempo, se nos bombardea con imágenes televisivas o museos recordatorios que nada explican, simplemente porque nada quieren explicar. Esas imágenes son necesarias, pero están allí para impactarnos y emocionarnos, no para desarrollar nuestra capacidad de entender y juzgar lo que realmente pasó.

Por mi parte, hace tiempo que llegué al convencimiento de que si algo le debíamos a Chile quienes participamos en los hechos que desembocaron en el golpe es justamente una reflexión sincera sobre ello. Especialmente si uno proviene de esa izquierda revolucionaria que apostó por la destrucción de la democracia y la lucha fratricida como medio para crear una sociedad acorde con sus ideales. Nuestra responsabilidad no fue pequeña por lo que ocurrió en Chile y de ella no nos exime el que después hayamos sido víctimas de las tropelías de la dictadura.

Es esa perspectiva autocrítica resaltan tres hechos. El primero es la determinación de Allende y la Unidad Popular de llevar adelante un proceso de transformaciones revolucionarias sin contar con el respaldo de la mayoría del país. Sólo la estructura defectuosa de nuestro sistema institucional y un uso mañoso de todo tipo de artimañas y resquicios legales permitió poner en práctica un propósito semejante. Lo que Allende pretendió fue volver las formas (manipuladas) de la democracia contra el verdadero espíritu de la misma y eso no podía terminar bien. Se trata de ese “gran desprecio por la democracia” del que Eduardo Frei Montalva hablaba en una carta de mayo de 1975.

A este hecho hay que sumarle el accionar del extremismo político, que hizo imparable la marcha de Chile hacia el abismo. Al respecto, cabe recordar que ya en 1967 el partido de Salvador Allende había adoptado, por unanimidad, una resolución estableciendo que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima” y “constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico”. Allí se declaraba, además, el carácter instrumental de “las formas pacíficas o legales de lucha”: “El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”. Este es el trasfondo nada folclórico de la “revolución con sabor a vino tinto y empanadas”.

La radicalización de los socialistas culmina en el Congreso de La Serena, de enero de 1971, donde Altamirano es elegido secretario general y los sectores provenientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN), creado por el Che Guevara, se hacen con el control de los órganos directivos del partido. Este es un dato clave para entender la dinámica de los años siguientes y la impotencia de Allende para contener la deriva extremista de sus propias fuerzas.

A su vez, también el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) se radicaliza. A fines de 1967 la dirección pasa al grupo de jóvenes liderado por Miguel Enríquez y la estrategia política se decanta por la “guerra revolucionaria, prolongada e irregular”. Por ello, en 1969 el MIR pasa, junto con otros grupos guerrilleristas (ELN, VOP y MR2), a la lucha armada. Hasta mediados de 1970, cuando el MIR suspende tácticamente sus acciones militares, se habían llevado a cabo una decena de asaltos a bancos, cuatro secuestros de aviones, tres asaltos a armerías y decenas de atentados con bombas.

En suma, fuimos muchos los “idealistas” que sembramos los vientos de la discordia y la violencia y cosechamos una dictadura muy distinta a aquella del proletariado con que soñábamos. Nada justifica las brutalidades cometidas por los militares, pero tampoco nada justifica nuestro aporte a la creación de un clima de odios fratricidas entre los chilenos. Es hora de ser honestos y, con las palabras de Ricardo Lagos, decir: “Para nunca más vivirlo, nunca más negarlo”.

Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).

Fuente: www.elcato.org