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jueves 22 de marzo de 2007

El abuso de poder fiscal

El poder de recaudar impuestos es una facultad que tiene que ser limitada por las leyes ya que, de lo contrario, las libertades individuales y la declaración de los derechos humanos sólo resultan palabras vacías o argumentos de circunstancias pasajeras.

Ahora que un programa televisivo de baja estofa ha trepado en la escala del índice de audiencias, no son pocas las personas que han descubierto el concepto del siempre presente y vigilante Gran Hermano. Este depravado personaje, desde una notoria habitación, espía el pensamiento de la gente y crea un “neolenguaje” para que la historia sea repensada de la manera antojadiza que él disponga.

El Gran Hermano constituye la síntesis de un libro que el escritor inglés Eric A. Blair, más conocido como George Orwell, editó en 1949. Se trata de una novela de política ficción, en la cual describe al Estado omnipotente, que obliga a cumplir las normas dictadas por el partido único mediante el adoctrinamiento, la mentira, la propaganda, el temor y el castigo despiadado.

Originariamente, la obra se llamaba “El último hombre libre de Europa”, pero la editorial optó por denominarla “1984” y con ese título se ha convertido en un paradigma de las actitudes totalitarias y represoras que tienen lugar en muchas sociedades políticas actuales donde los gobernantes pretenden imponer el relativismo filosófico denominado “socialismo siglo XXI”.

Esta introducción nos sirve para señalar que, inadvertidamente, los ciudadanos van siendo cercados, de a poco, por una rigurosa e invisible red de control fiscal digna del Gran Hermano.

El cerco fiscal

Basado en un poderoso centro de procesamiento de datos, que dispone de la más moderna tecnología de computación, se ha producido un maridaje entre los impuestos y la informatización de las transacciones. De manera que, hoy, el Estado dispone de una inmensa capacidad para saberlo todo sobre los ciudadanos y controlarlos hasta extremos increíbles.

En este sentido se inscriben las últimas disposiciones para completar el cerco. En primer lugar, la captación de todas las operaciones bancarias, las compras efectuadas con tarjetas de crédito o débito y los viajes al exterior.

Ahora se produce la apropiación de los datos relacionados con los registros catastrales, completados con la obligatoriedad de que los administradores de edificios se conviertan en informantes fiscales para saber cuánto valen los departamentos, cuánto se paga por expensas mensuales, quiénes viven en forma permanente y quiénes lo ocupan de modo transitorio, individualizándolos según el CUIT o CUIL pertinente.

Lo mismo acaba de disponerse en materia de automóviles nuevos y usados, para saber quién vende, quién compra y a qué precio, cada automóvil o rodado usado que se transfiera en el país.

En ambos casos, el sistema es bien simple: si no hay suministro de datos confidenciales se prohíbe la transacción.

De este modo, no sólo se violenta la privacidad de los datos personalísimos (artículo 43 de la Constitución Nacional), sino que se impide el ejercicio de los derechos garantizados por la Carta Magna como el de propiedad y la libertad de ejercer todo comercio, industria o profesión útil.

Pero allí no termina todo. Simultáneamente se impone una norma que debiera surgir del Código de Comercio, que es el cuerpo normativo que determina las cualidades de los papeles comerciales, y que lo reemplaza por una simple resolución fiscal que impone manu-militari la emisión de facturas electrónicas a muchas empresas, entre ellas las que proporcionan servicios de Internet y comunicaciones.

La finalidad implícita de esta medida consiste en saber quiénes y por qué montos contratan servicios de conexión con bases de datos e Internet.

Junto con este cerco sigiloso se desarrollan batallas mucho más cruentas, como la derivada de la prepotente e ilegítima aplicación de un impuesto a la riqueza en la provincia de Buenos Aires, para lo cual se utiliza como base de liquidación del impuesto la declaración jurada de todos los bienes y activos personales que se posean en la provincia, en otras localidades y en el exterior.

Para controlar esta declaración jurada, seguramente la provincia dispondrá de los datos derivados de los registros impuestos por el organismo recaudador nacional.

Qué es en realidad el impuesto

El principio de la sabiduría consiste en reconocer que todo impuesto es un acto de desapoderamiento de bienes ajenos, amparado por leyes formales. Desde este punto de vista, es un despojo porque el cobro de impuestos consiste en quitar a uno lo que es suyo propio, bajo amenazas de aplicar sanciones y hasta de disponer la pérdida de la libertad.

Es claro que para ello el Estado se justifica diciendo que este desapoderamiento se hace con el objeto de asegurar la prestación de ciertas funciones necesarias que garantizan la existencia de un orden social. Pero ello no desvirtúa la esencia de que se trata de una apropiación por la fuerza y de que la facultad de cobrar impuestos es una facultad para quitar y apoderarse de lo ajeno, es decir para confiscar y destruir.

Por esta evidente razón, el poder fiscal es una facultad que tiene que ser limitada por las leyes.

Cuando las leyes no establecen claramente esta limitación, podemos pensar que el Estado tiene el derecho a quedarse con el 10% de la renta de cada uno y… ¿por qué no la quinta parte?, ¿o quizá la mitad? Y, finalmente, ¿porque no tendrá el derecho a expropiar toda la renta de las personas para distribuirla como los políticos quieran hacerlo?

Hoy, hemos perdido la clara conciencia de que el impuesto es una expropiación, un expolio, basado en la intimidación y la fuerza sin obligación alguna de contraprestación.

El célebre economista americano Kenneth Boulding (1910-1993) dice que las transacciones económicas no sólo son intercambios de bienes basados en el interés de las partes, sino que también están motivadas por el amor y el temor.

Por amor, cuando un padre regala sus bienes a los hijos, cuando se donan fortunas en obras de caridad, cuando se compran regalos para festejar un nacimiento, cuando se celebra una boda, cuando se obsequian juguetes el día de los Reyes Magos o cuando se agasaja a los amigos con una cena bien servida. Todas estas son transacciones inspiradas en el amor.

También hay otras basadas en el temor: cuando el Estado nos intima a pagar impuestos excesivos amenazándonos con penas y sanciones que pueden llegar a la pérdida de la libertad si no entregamos el dinero que él pretende.

Por eso, la tributación desmedida transforma al hombre en un ser indefenso frente a la maquinaria fiscal. La informatización de las transacciones, mediante los innumerables registros que controlan nuestras vidas, nos está convirtiendo en meros insectos.

Hay muy poca gente que no haya pasado por la experiencia de haber omitido alguna vez pagar algún tributo y luego sentirse inerme frente a la maquinaria fiscal.

El Estado moderno puede amenazar y apretar a cualquier persona contra la que lance una inspección fiscal. Claro que este poder para intimidar no se utiliza en el caso de los poderosos caciques sindicales ni con los altos funcionarios, mientras estén ocupando cargos influyentes.

El pensamiento de un sabio

Ante tal peligro, las libertades individuales y la declaración de los derechos humanos sólo resultan palabras vacías o argumentos de circunstancias pasajeras.

Por eso, resultan de una impresionante claridad y de una lógica impecable las reflexiones que nos dejara Wilhelm Röpke (1899-1966), uno de los más grandes y lúcidos economistas humanos de los últimos tiempos y que fue denominado el padre intelectual del milagro alemán después de la Segunda Guerra Mundial.

Poco antes de morir, este excelso defensor de la sociedad libre, dejó escrito en una revista alemana el siguiente juicio que denominó “The bank in our time”, cuya sutileza es importante percibir para saber dónde estamos parados:

“Para un político demagógico, es fácil despertar el resentimiento contra quienes tienen algún dinero ahorrado y, peor aún, si tienen la osadía de mandarlo al extranjero para impedir que se lo apropien con impuestos o no se lo devuelvan si lo deposita en bancos locales.
Y, avanzando un poco más, también es muy fácil extender ese resentimiento contra el país y los bancos que reciben dichos ahorros y que no sólo le conceden asilo, sino que también le brindan la seguridad jurídica de protegerlos con reserva y discreción.
Estas reflexiones quizá no sean muy populistas, sin embargo son necesarias para sacudir la dogmática creencia de que la fuga de capitales es siempre algo delictuoso.
En ciertos países, cuyos gobernantes fingen defender los derechos humanos, las leyes atan cada vez más a los individuos al yugo del Estado.
Por eso, es vital para que los derechos humanos sean efectivos y no mera propaganda política, que las personas y sus capitales tengan la oportunidad de moverse internacionalmente y, cuando sea absolutamente necesario, la de poder escapar a las arbitrariedades de los gobiernos por puertas traseras secretas.
Esta es sin duda la clave de porqué, aun bajo condiciones adversas y desalentadoras, todavía en esos países queden restos de libertad y todavía subsistan individuos que no se someten al poder político de turno.”

Después de estas palabras de Wilhelm Röpke, nada más se puede añadir. Sólo esperar que sean leídas por jueces que se animen a poner límites al Estado y legisladores que todavía entiendan lo que es el bien común. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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