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miércoles 9 de abril de 2014

El arte de posponer

El arte de posponer

Los políticos contemporáneos se han  esforzado en desarrollar cierta envidiable habilidad que  les permite no resolver problema alguno pero siempre bajo  la premisa de conservar intacto su poder

Muchas  veces no tienen las soluciones a mano, no saben muy bien  qué hacer al respecto, no disponen de plan alguno,  ni mucho menos de alternativas para seleccionar, no tienen  tampoco ideas demasiado creativas para poder aplicar con  algún criterio a esa secuencia interminable de inconvenientes  que la sociedad identifica con total claridad y que son  parte del paisaje.

Es justo decir, que no siempre  se trata de eso, sino que muchas veces es simplemente la  deliberada decisión de no hacer lo correcto, ni lo  necesario siquiera, ya que un eventual intento de recorrer  ese sendero, podría significar para ese sector político,  perder demasiados adeptos y hasta espantar a los potenciales  votantes, y de ese modo socavar los pilares centrales de  su poder real, poniendo en riesgo su esmerado respaldo popular.

En ambos casos, ya sea porque las ideas son escasas  o cuando deciden expresamente no aplicarlas, es demasiado  evidente que se ven motivados, empujados e incentivados  a desplegar su ingenio al máximo, ese que solo utilizan  en casos extremos como estos, para hacer lo que en realidad  mejor saben, es decir, postergarlo todo.

Los  dirigentes políticos y la sociedad tienen mucho en  común. De hecho, se parecen bastante en situaciones  como estas. Ninguno quiere sufrir las consecuencias negativas  de enfrentar los verdaderos dilemas que parecen preocuparlos.  Aunque por diferentes motivos, tanto unos como otros, prefieren  gozar de los tangibles y elocuentes beneficios del corto  plazo y hacerse los distraídos para pasarla mejor.

Los políticos saben que prorrogar los nefastos  impactos que irremediable se plantearán, les ahorra  innumerables dolores de cabeza en el presente. Ellos tienen  la ingenua esperanza de que los inconvenientes no se notarán  demasiado en lo inmediato y que todo lo malo recaerá  finalmente en «otro» periodo de gobierno, en el siguiente,  o inclusive porque no en alguno más lejano aún.

La sociedad también tiene una ilusión  bastante parecida, aunque igualmente cándida. Son muchos  los que creen que si el efecto nocivo no aparece pronto,  tal vez, con algo de suerte, termine diluyéndose lentamente  y nadie tome nota de lo que ha ocurrido, como si los hechos  pudieran evaporarse casi mágicamente.

Pese  al deseable optimismo que se pretenda ostentar, la realidad  siempre se impone y se ocupa inexorablemente de hacerse  notar lo suficiente. Los problemas solo desaparecen en serio,  cuando son resueltos con criterio, y las más de las  veces, si no se toman medidas adecuadas a su debido tiempo,  sus consecuencias son absolutamente indisimulables y se  presentarán, mas tarde o más temprano, con mayor  contundencia y ferocidad.

Toda esta dinámica  solo muestra la escasa sagacidad de una sociedad que se  cree muy inteligente pero que peca de infantil. A su lado  progresa y evoluciona una clase política equivalente,  que se corresponde con lo que percibe, pero que le agrega  a sus componentes naturales, esa imprescindible cuota de  perversidad manipuladora que la caracteriza y la distingue  sin disimulo.

Postergar el impacto de los problemas,  no resulta un acto demasiado racional. Es en vano intentar  esquivarlos, no vale la pena prodigarse en la inmensa e  interminable tarea de eludirlos, pero por sobre todas las  cosas, no habla nada bien de una sociedad que definitivamente  muestra más cobardía que coraje. Rige en este  ruin esquema la absurda moral de no asumir con hidalguía  los propios errores, para suponer luego que el presente  es producto de una mera casualidad y no la irremediable  consecuencia de la suma de los desaciertos del pasado.

El círculo vicioso está haciendo su parte.  Nada hace pensar que pueda interrumpirse pronto. Una dirigencia  política irresponsable, que vive de la coyuntura, que  hace una gimnasia casi profesional de sus hábitos y  rutinas, que se ocupa de no hacer lo adecuado y pone la  totalidad de sus energías en engañar a la gente,  ha decidido seguir sus propios pasos y no modificar ni su  accionar ni su estilo ya conocido.

Del otro  lado del mostrador, están los partícipes necesarios  de esta farsa, los ciudadanos, que son funcionales a esta  parodia montada. Ellos también hacen su tarea para  que el presente no cambie el rumbo. Sin esa actitud nada  de lo que sucede sería posible.

Mientras  tanto los problemas gozan de buena salud. Nadie se ocupa  en serio de ellos. La leyenda sostenida por unos y repetida  por otros, dirá que nada ocurre, que no sucederá  ningún hecho relevante, que la vida continuará  sin consecuencia alguna y que una mañana al despertar  cuando todo ya sea inocultable, solo habrá que buscar  culpables a quienes responsabilizar de lo que pudiera estar  pasando.

Los problemas están ahí,  a la vista de quien quiera observarlos, son demasiado evidentes  y ni siquiera tienen interés propio en ocultarse. Los  discute la gente a diario, se queja la sociedad casi cotidianamente.  Después de todo, los políticos están allí,  firmes en su postura, siempre dispuestos a aportar en la  línea habitual, a colaborar con su histórica tradición,  a amplificar lo que mejor hacen, el arte de posponer.