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jueves 2 de marzo de 2006

El peso irresistible del nombre: Cristina

La senadora nacional por Buenos Aires, Cristina Fernández de Kirchner, elabora, utiliza y agranda su proyección pública con la constancia de una profesional. Su nombre no juega un papel menor en esa estrategia.

Cristina Fernández de Kirchner es una de nuestras más activas y encumbradas mujeres ubicadas en el mismo centro de nuestro feo mundo de la política. Adora, con verdadera pasión, las candilejas y las cámaras de todo tipo. Explota, como pocas, a los medios, que la siguen por todas partes. Elabora, utiliza y agranda su proyección pública con la constancia de una profesional.

Está claro que a diferencia de, por ejemplo, Michelle Bachelet, su prestigio no es mérito propio. Ha sido -siempre- el cuidadoso “reflejo” de la imagen política de su marido, hábilmente magnificada, de manera que se refleje -siempre- en la de ella, a la manera de un elaborado espejo.

Ambiciosa, suele caer en la sobreactuación, en busca de tratar de “lucirse”, más allá de sus posibilidades reales.

Ama sentenciar, como si estuviera en poder de la verdad absoluta, que gusta predicar apasionadamente a los demás. Como si de la exageración saliera la verdad.

Visiblemente afectada, cuando de exhibir sus “cualidades” se trata, exagera los rasgos de su propia personalidad, pero no le sale nada bien. Se nota que lo que muestra “no es ella”, una mujer sin demasiada preparación, que desconoce cómo funciona el mundo y lo está aprendiendo, a los tumbos, partiendo de una visión a la vez pueril y radical, que no termina de advertir que era equivocada. Por orgullo, quizás.

Pero nuestra “capitana” tiene un nombre irresistible: Cristina. Nada menos que el femenino de Cristo. Toda una responsabilidad. Pero qué diferentes actitudes. El Señor, un manso; la Senadora, una audaz que persigue incansablemente el poder material. Todo un contraste. Y Cristina no parece amar demasiado a la Iglesia, ni a sus prelados, precisamente.

En idioma griego, Cristina significa “la ungida”. ¿Será verdad? El nombre viene cargado de promesas, pero está visto que no es necesariamente una garantía de calidad.

Su más conocida antecesora, Santa Cristina, la hija de Urbano, que alguna vez fuera prefecto de Tur, una pequeña ciudad a orillas del lago Bolsena, luego de abrazar el cristianismo repartió -de pronto- entre un grupo de cristianos pobres los ídolos de oro de su padre, causándole un disgusto de proporciones. Por ello murió a flechazos, mártir, a la manera de San Sebastián. La nuestra, en cambio, no tiene aspecto de “repartir lo suyo”. Lo de los demás, es probable que sí. Prefiere gastar en una interminable cadena de compras y excursiones a los shoppings más diversos, que ya ha adquirido abierta notoriedad. También en pelo falso, para complementar el propio, presumiblemente escaso; en trajecitos de todo tipo, de colores “soft”; en zapatitos de taco alto, haciendo juego… Nada parecido a la Santa. Nada.

Tiene algunas otras tocayas de las que puede aprender mucho, como Cristina de Dinamarca, sobrina de Carlos V, prodigio de auténtica belleza e inteligencia; o Cristina de Francia, Duquesa de Saboya, mujer de alcurnia, de clase exquisita que asumió responsabilidades de gobierno con toda altura; Cristina de Suecia, madrina de las ciencias y las letras (costado que luce particularmente precario en la curiosa “personalidad” de nuestra Cristina del Sur); la Reina María Cristina, de España, la que diera origen a la famosa canción “María Cristina me quiere gobernar”, que seguramente se aplica también a la que nosotros, los sufridos argentinos, nos supimos conseguir; y, finalmente, Cristina Sánchez, una famosa matadora de toros española, de todas, la más parecida a la nuestra.

Antes de dejarlos, déjenme que sugiera un gigantesco “golpe de efecto” publicitario, de los que la senadora por la provincia de Buenos Aires ama con notoria fruición: que Cristina cambie su nombre por la versión vasca del mismo, Kristiñe o Kristin. Todo así haría juego con el apellido de su marido (no ciertamente con el suyo). Todo sería entonces una larguísima KKKKKK, ideal para que aquellos muchos que, es obvio, no piensan absolutamente en nada al tiempo de votar (y lo hacen con el corazón y la mente en su propio bolsillo, para que, para ellos, “lo bueno” no cambie) no se equivoquen. La apuesta es simple, a una sola e inusual letra, la K. Imposible errarle al tiempo de depositar la tramposa lista “sábana” que lamentablemente exterioriza el voto de los ciudadanos en nuestro país. © www.economiaparatodos.com.ar




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