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jueves 5 de junio de 2014

El Salvador: El final

El Salvador: El final

El final es el momento más difícil para los que detentan el poder

Gradualmente primero, cuando el fin se ve venir, y de sopetón cuando éste llega, la imagen que ellos habían formado de sí mismos durante sus años en el poder deja de coincidir con la realidad. Luego, poco a poco, comienza a filtrarse la realización de que no es que esa imagen dejara de coincidir con la realidad sino que nunca coincidió con ella —que el poder, todo poder, es efímero y breve para el que lo ha detentado—. Los que llegan a creer que el poder está en ellos, de pronto ven que no es que el poder se haya terminado. Sigue, pero los ha abandonado a ellos.

Ya las decenas de guardaespaldas ya no corren al menor movimiento del que ha sido abandonado por el poder, las grandes caravanas de carros, motos, sirvientes y subsirvientes ya no se apuran a sonar sirenas y a apartar de mala manera a carros y peatones para que ellos pasen. Lo siguen haciendo, pero para otro.

Con estas realizaciones viene la percepción de que las adulaciones, las declaraciones de admiración y eterna fidelidad eran todas falsas y que ahora las personas que se las brindaban se han volteado en contra suya, o al menos se han vuelto totalmente indiferentes y se desviven por otros.

Esto le pasa aun a los gobernantes que realmente han sido grandes, que saben que sus años de mando cambiaron la historia. En ellos la exaltada imagen propia se ha formado solo en parte por las adulaciones. Otra parte se ha formado por la consciencia de sus logros reales, no inventados. Le pasa muchísimo más a los mediocres, que han formado una imagen exaltada de sí mismos basados solo en la adulación de los que querían que les hicieran favores, o les dieran privilegios, y en las ceremonias también adulantes y en las caravanas y los carros de lujo y las botellas de whisky caro.

Este proceso comenzó para Napoleón el 25 de junio de 1815, cuando dejó el Palacio de las Tullerías por última vez y se encaminó a Malmaison, la mansión que había compartido con su exesposa, Josefina, de la que se divorció para casarse con una princesa de sangre real, María Luisa de Austria, creyendo que eso le daría legitimidad y caché ante su pueblo y ante los demás soberanos europeos. Pero con él en la ruta a Malmaison solo iban chaneques. No iba María Luisa, ni su hijo el Rey de Roma, ni sus cuatro hermanos a los que había hecho reyes de varios países en Europa, ni los generales y mariscales y funcionarios que él había cubierto de honores y dinero, ni sus tres hermanas que él había hecho princesas y reinas. En Malmaison lo estaba esperando solo Hortensia, hija de Josefina y esposa de Luis Bonaparte. Josefina no podía esperarlo porque estaba muerta. La mayor parte de los otros no lo esperaban porque estaban viendo cómo conservaban sus posiciones con el nuevo gobierno y con las potencias que habían derrotado a Napoleón.

Pocos días después Napoleón huyó a la costa atlántica, en donde se refugió en un buque británico, es decir, en un buque de los enemigos más despiadados que había tenido. Los ingleses lo mandaron a Santa Helena, en donde murió sin que ninguno de su familia y ninguno de los que él beneficiara durante sus años en el poder lo visitara en los seis años que le quedaron de vida. María Luisa nunca llegó porque se consiguió un amante noble. Como signo de desprecio, los que Napoleón creyó que lo iban a aceptar por haberse casado con María Luisa le cambiaron el certificado de nacimiento a su hijo para que dijera «hijo de padre desconocido».

Y ese era Napoleón.

Por supuesto, el infierno es mucho peor para los que han sido más soberbios y para los que no hicieron nada más con el poder que buscar sentirse superiores. Los entrantes y salientes del primero de junio en El Salvador deben meditar sobre esto. El poder es prestado, y es para hacer el bien. Si no se usa así, o si se piensa que es para siempre, el precio que cobra es terrible.

 

Fuente: www.elcato.org