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jueves 19 de mayo de 2005

Elegir lo peor, con entusiasmo

Algunas sociedades han decido seguir el ejemplo de los Estados Unidos e incorporar los principios que les permitieron a los norteamericanos convertirse en un país próspero y rico. La Argentina, por el contrario, se empeña en no admitir las ventajas de un modelo de vida que nos permitiría salir de la pobreza y el subdesarrollo.

Guy Sorman acaba de presentar su último libro, “Made in USA”, en donde, como un Tocqueville moderno, intenta elaborar una guía para entender a los Estados Unidos. Y la pretensión es procedente porque, como Sorman dijo en su paso por la Feria del Libro, en Buenos Aires, nadie entiende a ese país.

Como hemos dicho en esta columna en otras ocasiones, los Estados Unidos constituyen un fenómeno completamente original en la historia del mundo. Nunca, ni antes ni después de su nacimiento como república independiente, un proyecto nacional se propuso la epopeya norteamericana. Una epopeya que, justamente, consiste en la negación del esquema que la historia mundial ha conocido por doquier, esto es, que sólo un puñado de iluminados tiene acceso a la verdad y que, desde allí, su deber consiste en traducírsela ya digerida al “pobre” hombre común. Esto sí es épico para el mundo: un conjunto de cruzados deshaciéndose por la felicidad de los demás.

El proyecto norteamericano no tiene nada de épico y allí, justamente, reside su grandiosidad. El proyecto norteamericano son, hoy en día, casi 300 millones de proyectos. La arrogancia pública se derrumba frente a la original frase de la Declaración de la Independencia: “Sostenemos estas verdades como autoevidentes: que todos los hombres son creados iguales y dotados por el Creador con ciertos derechos inalienables, entre ellos, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Esta referencia a la felicidad individual, de acuerdo a cómo cada uno la defina, es el más poderoso misil jamás lanzado a la creencia de que los perfiles de la vida pueden ser definidos por alguien ajeno a nuestra propia persona. Esta es la gran contribución norteamericana a la filosofía de la vida.

Pero el mundo siempre vivió según los patrones contrarios. Hasta se puede suponer que resulta más cómodo esperar que nos digan cómo tenemos que vivir que decidirlo por nosotros mismos. Y hasta se puede concluir que es normal, entonces, que la enorme mayoría de la humanidad se haya inclinado por la comodidad. Pero el mundo no tiene derecho a enojarse por la diferencia entre lo conseguido por uno y otro modelo, porque la elección ha sido voluntaria: en uno y otro caso, unas sociedades eligieron la comodidad del modelo impuesto de arriba hacia abajo de modo general y otra –la norteamericana– eligió desembarazarse al mismo tiempo de la cálida mano que todo dice resolver y de los verdugos de la libertad.

El resultado de las distintas preferencias está a la vista. Los Estados Unidos han inventado el mundo moderno. Como dice Sorman, todo lo contemporáneo es norteamericano, nos guste o no. Y ese resultado fue conseguido por menos del 0,5% de la población mundial y en menos de 300 años.

El mundo puede tener frente a este fenómeno distintas aproximaciones. Lo único que no puede hacer es negar un esfuerzo de entendimiento. Y de hecho, a pesar de la “exageración explicativa” –como diría Ortega– de Sorman, cierta parte del mundo ha hecho ese esfuerzo. Seguramente sorprendidas por el catálogo de realizaciones norteamericanas, algunas sociedades han aceptado algunos principios de la filosofía estadounidense. Algunas lo han hecho con alegría, sin los complejos de la imitación, como la australiana o la canadiense. Otras, como las “socialdemocracias” europeas, lo han hecho como quien traga aceite de ricino, porque saben que, a pesar del mal trago, obtendrán los resultados que desean. Otras, como algunas latinoamericanas –Chile, ostensiblemente, Brasil, de un modo embrionario– lo han hecho por la fuerza de los acontecimientos, conscientes de que oponerse al sentido común sólo les puede augurar miseria.

Pero hay otras que aún reivindican una rebeldía inútil, un “cruzadismo” incompetente y envidioso que prefiere someter a enormes masas de personas al subdesarrollo y a la pobreza, a cambio de no dar el brazo a torcer frente a la preponderancia norteamericana. La Argentina se inscribe entre estas últimas.

Los argentinos no sólo no entienden los principios en que están fundados los Estados Unidos, sino que, con un entusiasmo digno de mejores fines, se han propuesto contrariar todo lo que este teñido de la filosofía norteamericana.

Año tras año han visto descender sus sueños y sus aspiraciones individuales. Se hunden cada vez un poco más en la miseria de la escasez, pero altaneramente siguen defendiendo el modelo del medioevo: entregar a una nomenclatura corrupta el destino de sus vidas, apostando a una comodidad improductiva y resentida que cada vez reparte menos producto entre menos personas.

¿Se puede elegir voluntariamente vivir peor, y no sólo eso, sino hacerlo con entusiasmo? La Argentina es la viva prueba de que sí. Cada vez que ha tenido la oportunidad libre de elegir un modelo de vida diferente que saque al país de la postración, la sociedad ha ratificado el modelo fracasado. No me extrañaría caer en la conclusión de que semejantes decisiones han sido tomadas a cambio de no admitir la superioridad de un modelo de vida encarnado por los Estados Unidos.

Siempre es posible volver de la obcecación. Y allí radica la esperanza. De donde no se vuelve es del ridículo y de la miseria que reparte. © www.economiaparatodos.com.ar




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