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viernes 21 de junio de 2013

La aventura se acerca a su fin

La aventura se acerca a su fin

A partir de aquel triunfo apoteósico de octubre del 2011, Cristina está luchando desesperadamente por demorar el colapso que ve aproximándose

A partir de aquel triunfo apoteósico de octubre del 2011, Cristina está luchando desesperadamente por demorar el colapso que ve aproximándose. No sólo se trata de mantener a flote un modelo populista que hace agua congelando precios en supermercados, procurando restañar la sangría de divisas, rezando para que el frío o el calor no ocasionen apagones generalizados ya que, merced a lo hecho por su marido difunto, al país le falta energía, blanqueando el dinero de evasores impositivos consuetudinarios y, según sus críticos, el amontonado por narcotraficantes y otros prohombres del crimen organizado. También tiene que preocuparse, y mucho, por los pecados que fueron cometidos por su marido, con su complicidad, cuando ambos se creían impunes de por vida, de ahí la ofensiva frenética, pero previsiblemente inútil, contra el Poder Judicial que han emprendido Cristina y sus soldados leales.

¿Podrá continuar luchando así hasta diciembre del 2015? La mayoría de los políticos espera que sí, aunque sólo fuera porque no les gusta para nada la idea de tener que hacerse cargo de una crisis institucional y económica de proporciones alarmantes, pero hay muchos motivos para dudarlo.

De haber sido la Argentina un país de instituciones fuertes que la obligaran a respetar las reglas y delegar el poder, Cristina podría haber sido una presidenta bastante buena, pero aquellas que todavía funcionan son sumamente precarias. Por lo tanto, desde el primer momento Cristina se ha visto obligada a improvisar. No cuenta con la ayuda de asesores capaces y confiables, sólo con amigos personales, miembros de su propia familia y oportunistas como Amado Boudou que han logrado congraciarse con ella por motivos estéticos.

Puesto que todos le temen, ya que su propio futuro en el gobierno depende del estado de ánimo cambiadizo de la jefa, y por lo tanto son reacios a advertirle que ciertas iniciativas podrían tener consecuencias muy negativas, no es sorprendente que su gestión haya sido tan extraordinariamente ineficaz. Tampoco lo es que, ya agotados los beneficios proporcionados por el «viento de cola», por las inversiones que se hicieron en los años 90 cuando la Argentina era considerada un país emergente promisorio y por la madre de todos los ajustes que los mercados llevaron a cabo luego del derrumbe de la convertibilidad, el «modelo» económico haya empezado a caerse en pedazos.

El «proyecto» kirchnerista no ha cambiado desde que, hace varias décadas, Néstor Kirchner y su esposa comenzaron a «construir poder» por los medios coyunturalmente apropiados. Aunque, como políticos astutos, daban a entender que lo necesitaban para cambiar radicalmente el país, mejorándolo para que gracias a sus esfuerzos se transformara en un dechado de justicia social y prosperidad inclusiva, acumular cada vez más poder no tardó en convertirse en una obsesión, ya que nunca tendrían suficiente. Iban por todo, inflando así una burbuja política que, tarde o temprano, tendría que estallar.

El modus operandi que eligió el matrimonio para conseguir lo que tanto ansiaba era sencillo. Consistía en aprovechar las debilidades ajenas. Nunca vacilaron en hacerlo. Puede que al comienzo los dos abogados que se especializaban en perseguir a quienes no podían pagar sus deudas se hayan sentido sorprendidos de que tantos quisieran acompañarlos en su viaje desde un bufete humilde de Río Gallegos hasta la intendencia de la ciudad primero y después a la gobernación de Santa Cruz, en que repartían privilegios y oportunidades entre sus seguidores para finalmente alcanzar, con la ayuda imprescindible de Eduardo Duhalde, algunos años más tarde, la presidencia de la República, pero pronto aprendieron que el desprecio apenas disimulado por las opiniones y los intereses de los demás les brindaba una ventaja decisiva. En la jungla política, la arrogancia puede ser un arma letal, sobre todo en sociedades como la argentina en que las crisis ya son normales y millones de personas encuentran irresistible la tentación de ponerse al servicio de un caudillo.

Antes de verse catapultado a la Casa Rosada, Néstor Kirchner había sido un gobernador feudal bastante típico, un peronista de instintos conservadores que de vez en cuando insinuaba que sus «principios» eran en verdad progresistas, de tal manera manteniendo abiertas todas las opciones, ya que no sabía si en los años venideros le convendría más ser un «neoliberal» al estilo del compañero Carlos Menem o un paladín de la lucha contra el imperio yanqui como aquel venezolano histriónico Hugo Chávez.

Así, pues, al iniciarse su gestión, Kirchner pudo aliarse enseguida con distintos grupos de «indignados»: las organizaciones de familiares de desaparecidos que se habían apropiado de las banderas de los derechos humanos, los convencidos de que todos los males del país se debieron a la malignidad del Fondo Monetario Internacional, los «neoliberales» nativos, los inversores extranjeros, sobre todo los españoles, que habían prosperado en los años noventa, el ex «presidente mejor de la historia» Menem, los militares. Para muchos que habían respaldado con sus votos al régimen anterior, resultó reconfortante ser informados de que el gran desastre nacional no fue culpa suya sino la consecuencia de una conspiración perversa. Impresionados por la firmeza del flamante mandatario, millones que pocas semanas antes habían votado por Menem o por el «neoliberal» Ricardo López Murphy se encolumnaron detrás del nuevo salvador de la patria y flagelo de los siniestros designios foráneos.

Cristina, una señora que, a diferencia de Néstor, quería tomar en serio las cuestiones ideológicas que le habían fascinado cuando era una estudiante aplicada en La Plata, se resistió a desempeñar el papel que su marido le había reservado como presidenta periódica para que los dos pudieran alternarse en la Casa Rosada hasta las calendas griegas, y hubiera preferido dejar pasar el cáliz así supuesto. Con todo, una vez instalada en el rol que un destino caprichoso le había otorgado, se negó a abandonarlo a pesar de que, cuando con su voto no positivo en el senado el vicepresidente Julio Cobos frustró su plan para sacar aún más plata del complejo sojero y, mientras tanto, asestar un golpe a la odiada oligarquía rural, Néstor le ordenó regresar ya al sur, tirándole al traidor el gobierno del país con la esperanza de que el radical mendocino protagonizara un fracaso monumental. Por orgullo o porque se había acostumbrado a mandar, Cristina decidió seguir adelante. Ya no tiene más opción que la de continuar procurando «construir» cada vez más poder; lo necesitará porque, sin él, podría compartir el destino ingrato de Menem, otro presidente que disfrutó de años de «hegemonía» para entonces caer en desgracia.

Fuente: http://www.rionegro.com.ar/