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jueves 26 de octubre de 2006

La gravedad social de la deformación de la historia

Los esfuerzos por reescribir la historia, de espaldas a la verdad, son cada vez más obvios y, al mismo tiempo, más avasalladores. La sociedad, como resultado, recibe una memoria mutilada y empobrecida.

Un año atrás, el 11 de noviembre de 2005, la Conferencia Episcopal Argentina emitió una notable Carta Pastoral, titulada “Una luz para reconstruir la nación”.

En ella, nuestros obispos dijeron: “A 22 años de la restauración de la democracia, conviene que los mayores nos preguntemos si transmitimos a los jóvenes toda la verdad sobre lo acaecido en la década del 70. O si estamos transmitiendo una visión sesgada de los hechos, que podría fomentar el encono entre los argentinos”. Esto, afirmaron, porque existe un claro empeño en “callar los crímenes de la guerrilla” y en “no abominarlos debidamente”, cuando lo cierto es que ellos “aterrorizaron a la población y contribuyeron a enlutar a la Patria”.

Lo realmente grave es que desde el poder se intente reescribir la historia de espaldas a la verdad, con enfoques parciales y antojadizos. Mendazmente, entonces, como nos han advertido nuestros obispos, con el coraje del caso. Y que nadie reaccione.

Lo cierto es que, lamentablemente, el esfuerzo por reescribir la historia continúa, de espaldas a la verdad, que nunca es parcial, como si nada hubiera pasado.

Mario Vargas Llosa, en un libro escrito hace ya 16 años (“La verdad de las mentiras”), aporta algunas reflexiones que –creemos– resulta importante desempolvar.

En primer lugar, los esfuerzos por desfigurar la historia –nos advierte– no son nuevos. Vienen de muy atrás. Hasta los propios incas los llevaban a cabo sistemáticamente con una metodología a la que Vargas Llosa denomina “contundente y teatral”. En efecto, cada vez que moría un emperador, no solamente morían con él sus mujeres y concubinas, sino también sus asesores intelectuales, a los que entonces se denominaba “amautas”, esto es “hombres sabios”. La sabiduría que tenían se aplicaba a tratar de convertir la ficción en historia. Por esto, cada nuevo inca asumía el poder con una flamante corte de “amautas”, cuya misión exclusiva era la de rehacer la memoria oficial, dibujar y corregir el pasado, de modo tal que todas las hazañas, conquistas y logros que se atribuían antes a su antecesor fueran, a partir de la asunción del poder por el nuevo inca, transferidas a su currículum vitae. De esta manera, a los predecesores se los iba tragando el olvido, razón por la cual, recuerda Vargas Llosa, el Imperio Incaico es una sociedad casi sin historia, aunque con una elevada cuota de ficción.

Ocurre que, como escribiera en su momento Valle Inclán, “las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”. Por esto, nos dice Vargas Llosa, “una sociedad cerrada es aquella en la que la ficción y la historia han dejado de ser cosas distintas y pasado a confundirse y suplantarse la una a la otra, cambiando constantemente de identidades, como en un baile de máscaras”. En esas sociedades, el poder no sólo “se arroga el privilegio de controlar las acciones de los hombres –lo que hacen y lo que dicen–; aspira también a gobernar su fantasía, sus sueños y, por supuesto, su memoria. En una sociedad cerrada el pasado es, tarde o temprano, objeto de una manipulación encaminada a justificar el presente. La historia oficial, la única tolerada, es escenario de esas mágicas mudanzas que hizo famosa la enciclopedia soviética: protagonistas que aparecen o desaparecen sin dejar rastros, según sean redimidos o purgados por el poder y acciones de los héroes y villanos del pasado que cambian, de edición en edición, designo, de valencia y de sustancia, al compás de los acomodos y reacomodos de las camarillas gobernantes del presente. Esta es una práctica que el totalitarismo moderno ha perfeccionado, pero no inventado”. Clarísimo y actual.

Pero, ocurre también que “cuando un Estado, en su afán de controlarlo y decirlo todo, arrebata a los seres humanos el derecho de inventar y de creer las mentiras que a ellos les plazcan, se apropia de ese derecho y lo ejerce como un monopolio a través de sus historiadores y censores. Y hombres y mujeres padecen una mutilación que empobrece su existencia”. Es así, y las elites se agachan.

Lo que nos sucede ante una administración que sigue empeñada en reescribir y desfigurar el pasado es particularmente grave, porque nuestra sociedad, como la italiana, es proclive a lo que Tobías Jones llama la “dietrología”, que es la manía de mirar hacia atrás buscando el revés de todo para tratar así de explicar lo que uno ve. Como si ninguna realidad fuera tal. Como si todo fuese engañoso, esto es, diferente de lo que se percibe con los sentidos.

Los argentinos somos afectos al análisis crítico de todo, con esfuerzos alambicados que procuran detectar “oscuros designios” que, para muchos, están siempre detrás de la mayor parte de las conductas. Quizás porque amamos la cultura de la sospecha y la filosofía de la desconfianza. Por esto nos cuesta separar la realidad de la fantasía y estamos siempre dispuestos a comprar la última. Quienes reescriben la historia lo saben y, por eso, suelen tener éxito en sus esfuerzos por desfigurar.

Para nosotros, historia puede tanto ser la descripción de lo que efectivamente ha sucedido, como también un cuento imaginario, o hasta una explicación mentirosa. No es extraño entonces que la devaluemos y deformemos.

Condenados socialmente al mal de Lampedusa, que a veces llamamos “gatopardismo”, insistimos en que las ideas y las personas cambian, cuando debiéramos saber que en muchos casos ellas sólo se disfrazan.

Por todo esto, nuestra pasión por el espectáculo, por lo fantasioso, por el complotismo y hasta por las visiones paranoicas. El riesgo de actuar de ese modo es obvio: es el de enamorarse de caminos que no van a ninguna parte y nos obligan constantemente a volver a empezar. © www.economiaparatodos.com.ar

Emilio Cárdenas se desempeñó como representante permanente de la Argentina ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

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