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jueves 3 de febrero de 2005

La política del sillón

Los políticos argentinos y latinoamericanos parecen sufrir de una extraña –y peligrosa– enfermedad que los hace aferrarse a sus puestos de mandatarios y querer mantenerse en ellos hasta que la muerte los separe. En casi todos los casos, la tendencia al absolutismo se hace siempre presente y los hechos de corrupción se vuelven una constante.

A diferencia de lo que ocurre en el primer mundo, en la Argentina y en gran parte de América Latina los políticos tienen la mala costumbre de continuar sus carreras políticas después de ya haber estado en la cima del poder. En muy pocas ocasiones han aparecido estrellas fugaces en la política. Podría citar los casos de Fernando Collor de Melo, Graciela Fernández Meijide, Mario Varga Llosa o Chacho Álvarez. Sin embargo, de estas personas nunca se podría decir que realmente detentaron el poder político en su país.

Pareciera que los sillones presidenciales, legislativos y provinciales contagian una enfermedad que trastorna el cerebro del mandatario de turno. Al poco tiempo de estar sentados, sienten que las investiduras y todo lo que ello trae consigo les pertenece. Confunden sus posesiones con las del Estado e incurren frecuentemente en bochornosos hechos de corrupción. Hacen lo imposible por dominar la voluntad popular al mismo tiempo que el populacho les perdona todo ya que no son más mandatarios, sino mesías.

Ya sean liberales, socialistas o comunistas, los mandatarios latinoamericanos tienden inevitablemente al absolutismo. No basta tener uno o dos períodos como gobernante para retirarse a la vida privada. La política es una vocación que no se abandona jamás. No importa si uno es un ejemplar desastre como administrador de la cosa pública. Ser político es un derecho universal.

Si bien Juan Domingo Perón, Porfirio Díaz, Santa Ana, Fidel Castro, Getulio Vargas y Alfredo Stroessner han sufrido (o aún la sufren si viven) de la debilidad del sillón en décadas o siglos pasados, los noventa y el siglo XXI han hecho renacer con aun más fuerza esta epidemia latina. Carlos Menem, Alberto Fujimori, Eduardo Duhalde, Adolfo Rodríguez Saá y Hugo Chávez, entre otros, sufren hoy de esta triste enfermedad. Han hecho todo lo posible para permanecer en el poder. Entre los instrumentos que utilizan para eternizarse en el sillón están: la reforma constitucional, el golpe institucional, la agitación de las masas, el miedo del populacho al imperialismo y el destino que Dios les ha dado. Cualquier otra razón es obviamente válida. Lo dijo Menem hace ya mucho tiempo: “La política es el arte de lo posible”.

Ahora bien, si uno mira por ejemplo a los Estados Unidos o a Canadá, va a ver que los políticos no tienden a perpetuarse en el poder. Una vez que alcanzan el sillón presidencial suelen desaparecer de la arena política para dedicarse a la filantropía, las convenciones, la caridad y la educación. Es esto lo que diferencia en concreto a nuestros políticos con los que hay en el “primer mundo”. Sólo algunos como Bush padre o Silvio Berlusconi tienen tendencias absolutistas. Bush justamente es amigo íntimo de Menem, Berlusconi es tan latino como cualquiera de nuestros ex presidentes. Esto lamentablemente sirve para explicar sus cotidianos desfiles por los palacios de justicia italianos.

Entre los políticos de alto vuelo que en el primer mundo dejaron el poder sin quejarse ni volver a entrometerse encontramos a Ronald Reagan, Bill Clinton, Richard Nixon, Jimmy Carter, Margaret Thatcher, John Major, Helmut Kohl, Felipe González, Valery Giscard d’Estaing, Charles De Gaulle, Brian Mulroney y muchos más. Nadie se imagina a alguno de estos personajes amarrándose al sillón ni mucho menos poniendo piedras en el camino de sus sucesores. Si bien en países como los Estados Unidos la reelección presidencial está limitada, el tema es más cultural que constitucional. Si en la Argentina la reelección estuviera prohibida, Ricardo Alfonsín y Menem aún harían de las suyas. Seguirían con aspiraciones de poder, candidateándose a lo que sea, liderando sus partidos y opinando sobre todo lo que se les ocurra.

Casi todos nuestros políticos creen que la realidad debe adaptarse a ellos y no ellos a la realidad. Es así como en América Latina hay dirigentes como Chávez y Néstor Kirchner que promueven una educación ideologizada. Es por ello que ahora es obligatorio enseñar los escritos de Arturo Jauretche en las escuelas argentinas y hablar de sueños panamericanos bolivarianos en las escuelas venezolanas. No hace falta ser Castro para ser dictador. El poder es el control de la información, el control de la mente.

Solamente piensen: ¿cómo estaría nuestro país si Menem se hubiese ido en 1999 a dar clases a Harvard o a la UBA junto con Cavallo, si en 1989 Alfonsín se hubiese vuelto para siempre a su pueblo de Chascomús, si Rodríguez Saá se hubiese dedicado hace ya tiempo a la industria del turismo en Cuyo y a la astrología? Mejor aún, pregúntense: ¿qué sería de los Estados Unidos si Nixon lo hubiese tenido a mal traer a Carter, si Clinton hubiese sido desestabilizado por Reagan, si Bush padre hubiese hecho un golpe al estilo Duhalde en Texas y saqueado los Wal-Mart de Dallas y Houston? No vale la pena seguir enumerando ejemplos. Es gastar pólvora en chimangos.

Evidentemente, en nuestro país los políticos sólo se retiran cuando dejan este mundo. Herminio Iglesias, Rodolfo Galimberti, Guido Di Tella, Juan Perón, Ricardo Balbín y Lorenzo Miguel son algunos ejemplos. La renovación de los nombres viene con la muerte. Sin embargo, la renovación de la cultura o forma de hacer política subsiste desde la época colonial. El feudalismo absolutista es nuestra forma de gobierno. La política del sillón resume nuestro pasado, presente y futuro. © www.economiaparatodos.com.ar



Francisco do Pico es licenciado en Ciencia Política.




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