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jueves 29 de abril de 2004

La transición española contada por Adolfo Suárez

La transición española contada por Adolfo Suárez

Adolfo Suárez fue quien tuvo que conducir la transición entre el régimen franquista y la democracia en España. En esta nota publicada en Cambio 16, cuenta los problemas que debió afrontar en ese proceso: la legalización del Partido Comunista, la aceptación de la reinstauración de la monarquía y la auto-disolución de las instituciones heredadas del franquismo.

APUNTES SOBRE LA TRANSICIÓN POLÍTICA
Por Adolfo Suárez


Resumir, con la brevedad que requiere un artículo periodístico, la transición española, constituye para mí no sólo dar cuenta de un proyecto político que, bajo el impulso de la corona, hube de conducir, sino también relatar mi propia experiencia política como presidente del Gobierno desde julio de 1976 a enero de 1981.

El período que se conoce como transición política está integrado por tres años que cambiaron políticamente a España: 1976, 1977 y 1978. El primero fue el año de la Reforma Política; el segundo, el de las primeras elecciones generales libres después de 40 años; el tercero, el año de la Constitución.

El proyecto de cambio de un sistema autoritario a una democracia plena, su articulación y desarrollo, constituyó una operación política de gran calado, arriesgada y difícil.

Era necesario, en primer lugar, plantear rotundamente el protagonismo político de la sociedad civil. En el anterior régimen las Fuerzas Armadas, consideradas vencedoras de la guerra civil de 1936, asumían el papel de vigilante de la actividad pública y garante de los llamados Principios Fundamentales del Movimiento. Era preciso reinstaurar el carácter civil de la política, al mismo tiempo que iniciar una modernización de los ejércitos, que les situara en la posición que tienen los ejércitos en cualquier país democrático, y los convirtiera en instrumentos aptos para garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad y respetar la libre expresión de la voluntad popular.

Había que conectar, con la moderna sociedad española, formada sin los prejuicios y dogmatismos que habían llevado a las generaciones anteriores a un sangriento conflicto civil, y lograr que, como pueblo, expresase su voluntad política con absoluta libertad. Después había que respetar esa voluntad y articularla institucionalmente.

En España la Corona constituyó el punto de apoyo imprescindible para llevar a cabo el cambio político. Para ello utilizamos los poderes que las Leyes Fundamentales del Régimen atribuían al Rey para, renunciando a ellos, establecer una monarquía parlamentaria y moderna que se convirtiera en referencia común de todos los españoles. Bajo la Corona había que introducir, como principio legitimador básico, el principio democrático de la soberanía nacional.

El proyecto político de la transición tuvo como meta ese gran objetivo que, en julio de 1976, describí como “la devolución de la soberanía al pueblo español”, de modo que los gobiernos del futuro fueran el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles.

Ese objetivo pasaba necesariamente por la implantación de las libertades de expresión e información, la regulación democrática de los derechos de asociación y reunión, la legalización de todos los partidos políticos, la amnistía de todos los llamados delitos políticos o de opinión, la celebración de unas elecciones generales libres -las primeras después de 40 años- y la regularización y aplicación de un sistema electoral que permitiera, en el Parlamento así elegido, la presencia de todas las fuerzas políticas que tuvieran apoyo significativo en el electorado a fin de que con todas ellas se pudiera elaborar una Constitución válida para todos.

La realización de este proyecto implicaba una dificultad formal importante, ya que debía hacerse a partir de la legalidad vigente y para cambiar esa misma legalidad. La prudencia política y hasta las exigencias éticas requerían que el conjunto de decisiones políticas que instauraban la democracia fueran aprobadas por las Cortes Orgánicas, informadas por el Consejo Nacional del Movimiento, que reunía a la elite del régimen, y ratificadas por el pueblo en referéndum nacional. Era previsible que Cortes y Consejo reaccionaran ante un proyecto de ley que implicaba su propia disolución.

La apuesta política era muy arriesgada y se producía en momentos de serias dificultades interiores: desórdenes, pretensiones involucionistas, secuestros de personalidades políticas como don Antonio María de Oriol y el general Villaescusa, asesinatos como el de los abogados laboralistas de la calle de Atocha que pertenecían al PCE, etc. Había que hacer frente al acoso terrorista sin dejar de progresar en la reforma política.

Esta exigía dos tácticas distintas: una para convencer a los grupos que pretendían la continuidad del régimen de la necesidad de la reforma; otra, para las fuerzas políticas de la entonces llamada oposición para convencerles también de que la reforma abriría los caminos de la libertad que ellos demandaban. Ambas debían converger en la aprobación de una Constitución elaborada entre todos y que para todos sirviera.

La primera suponía la aceptación, por los grupos del régimen, de tres órdenes de decisiones: la amnistía más completa que permitiera la reconciliación de todos los españoles; la legalización de todos los partidos políticos y todos los sindicatos, y la celebración de unas elecciones generales libres, único medio para que el pueblo español recobrase su soberanía y expresara su voluntad.

La amnistía se articuló a través de tres textos legales de similar rango normativo: el Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976, el Real Decreto-Ley de 14 de marzo de 1977, y -aprobada ya por las nuevas Cortes Generales- la Ley de 15 de octubre de 1977. Todos los exiliados políticos pudieron volver a España.

La legalización de todos los Partidos políticos -considerados por el anterior régimen como “intrínsecamente perversos”- se llevó a cabo a través de la ley reguladora del derecho de asociación política -que yo mismo defendí ante las Cortes Orgánicas, como ministro del primer Gobierno de la monarquía- y por el Real Decreto de 8 de febrero de 1977, y por otras normas posteriores siendo yo presidente del Gobierno.

La devolución al pueblo español de su soberanía se consiguió con la aprobación por las Cortes Orgánicas, el 18 de noviembre de 1976, del Proyecto de Ley para la Reforma Política. En su breve articulado se establecía que, en el Estado español, la democracia se basaba en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo, y se consagraban los derechos fundamentales de la persona como inviolables y vinculantes para todos los órganos del Estado; se creaba un Congreso y un Senado, elegidos por sufragio universal, directo y secreto y se atribuía al Congreso la iniciativa para la reforma constitucional.

La Ley para la Reforma Política fue ratificada por el pueblo español en el referéndum nacional del 15 de diciembre de 1976. Desde su convocatoria hasta su celebración, los partidos y grupos de la oposición pudieron llevar a cabo, libremente, su campaña a favor del NO o de la abstención.

Aprobada la Reforma Política era preciso desarrollar un diálogo constructivo con las fuerzas políticas que emergían de una clandestinidad de casi 40 años. En todo momento me esforcé en comprender los puntos de vista de sus líderes, aunque éstos interrumpieran las conversaciones o plantearan posiciones maximalistas.

La clave de la credibilidad interna y externa del proceso político de cambio era el reconocimiento del Partido Comunista. La propaganda anticomunista de los 40 años había conseguido que amplios sectores del régimen y, desde luego, las Fuerzas Armadas, vieran con enorme recelo su legalización. No es éste el lugar apropiado para dar cuenta de todas las conversaciones y gestiones que hube de llevar a cabo. El resultado fue que, ante la inhibición de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, decidí asumir la responsabilidad del reconocimiento del Partido Comunista que quedó legalizado el 9 de abril de 1977.

Reconocidos todos los grupos políticos, el Gobierno, recogiendo las garantías y aspiraciones de la oposición, promulgó el Decreto Ley de 18 de mayo de 1977, que establece las bases del régimen electoral, y convocó las primeras elecciones generales libres después de 40 años, para el 15 de junio de 1977.

El año 1977 constituyó, sin duda, el ecuador de la transición. El 1º de abril de ese mismo año se promulgó la ley que decretaba la libertad de sindicación de empresarios y trabajadores, complementada después por el Decreto Ley de 2 de junio que dejaba sin efecto la sindicación obligatoria. También el 1º de abril de 1977 se decretaba la supresión de la Secretaría General del Movimiento, pasando al Estado su patrimonio y sus funcionarios. El 30 de abril y el 11 de mayo de 1977 se ratifican los pactos internacionales de derechos civiles y políticos, los de derechos económicos y sociales, el de la libertad sindical y protección del derecho de sindicación y el de aplicación de los principios del derecho de sindicación y de negociación colectiva.

El 15 de junio de 1977 los españoles pudieron expresar libremente sus preferencias políticas. A estas elecciones concurrí con la creación de una oferta política de Centro -la UCD- que, en mi opinión, respondía a las necesidades de la moderna sociedad española y constituía una firme garantía para el establecimiento de nuestra joven democracia. En las elecciones generales, UCD consiguió el 34 por ciento de los votos, lo que significó el respaldo de seis millones de votantes y el resultado de 165 escaños en el Congreso de los Diputados. Más tarde, UCD revalidó estos resultados en las elecciones generales de 1979.

La constitución de las Cortes democráticas vertebró la vida pública española a través de los partidos políticos y normalizó las relaciones Gobierno-oposición en el marco de una nueva legalidad. La misión fundamental de las nuevas Cortes consistía en la elaboración de una Constitución desde el mayor acuerdo posible entre todos los partidos que habían alcanzado representación parlamentaria. No era la dialéctica del enfrentamiento político, sino la práctica del consenso, del común acuerdo en las cuestiones fundamentales de Estado, lo que, en mi opinión, podía asentar con firmeza las bases de una democracia moderna y, por tanto, la elaboración de nuestra norma fundamental.

El año 1977 es de una fecundidad política extraordinaria. Es en este año cuando se dan los primeros pasos hacia el Estado de las autonomías. En este campo se adoptan, con carácter provisional, dos decisiones de gran magnitud: la restauración de las Juntas Generales de Vizcaya y Guipúzcoa y el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. En este año se inicia el sistema de las preautonomías para toda España que, en la Constitución, daría lugar al Estado de las autonomías como fórmula de autogobierno para todas las nacionalidades y regiones.

También 1977 es el año de los Pactos de La Moncloa que extendieron el consenso entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria a las medidas de ajuste que debían adoptarse para hacer frente a la crisis económica que padecíamos. Los efectos de los Pactos no se hicieron esperar. La tendencia de la inflación se rompió y al iniciarse 1978 se consiguieron tasas que reducían a menos de la mitad la inflación vigente en los meses centrales de 1977. El déficit previsto en la balanza de pagos para 1977 se redujo a la mitad. Con todo ello se evitó el caos económico y los actores sociales demostraron sentido de la responsabilidad ante el proceso económico.

En 1977, en el campo internacional, España concluyó su apertura al exterior e inició su incorporación a los organismos e instituciones que agrupan a los países democráticos. En febrero se establecen relaciones diplomáticas plenas con todos los países del Este (Unión Soviética, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Polonia, Yugoslavia y Bulgaria). Un mes más tarde se reanudan las relaciones diplomáticas con México, y en el mes de noviembre España se convierte en miembro de pleno derecho del Consejo de Europa. Es también en este año cuando el Gobierno solicita de la Comunidad Europea -y ésta acepta- que se inicien las negociaciones que, más tarde, habrán de desembocar en la plena integración de España en la CEE.

El siguiente año, 1978, es, ante todo, el año de nuestra Constitución. En ella los representantes del pueblo, libremente elegidos, encauzaron las grandes cuestiones nacionales, algunas tradicionalmente irresueltas, entre ellas:
– la organización de la convivencia española en un moderno Estado social y democrático de Derecho,
– la forma de Estado,
– el carácter no confesional del Estado,
– el autogobierno de las nacionalidades y regiones que integran España.

Pronto va a cumplir nuestra Constitución 12 años de vigencia (Nota del Editor: el artículo fue publicado en 1991), período suficiente para comprobar su eficacia como norma fundamental de nuestra convivencia. Pese a las ambigüedades e imperfecciones que se han imputado a su texto, puede afirmarse que ha cumplido satisfactoriamente su función y sigue representando el compromiso público de todos los españoles para ordenar la convivencia nacional desde los valores de la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.

Nuestra convulsa historia constitucional nos había dado numerosos ejemplos de constituciones que representaban la imposición de unos españoles sobre otros, como consecuencia de una revolución, una guerra civil o un pronunciamiento militar. Esta vez no podía suceder lo mismo. La democracia era el resultado de un entendimiento común y la Constitución que la consagraba debía ser el resultado de un consenso generalizado. El acuerdo final con los partidos nacionalistas que se articuló en los Estatutos de Sau y Guernica, en 1979, y la aceptación de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado fueron, entre otros, frutos de ese consenso.

A partir de la Constitución era necesario sustituir un Estado centralista por el Estado de las autonomías; pasar de una economía fuertemente intervenida a una etapa de liberalización como complemento de nuestra integración en el mundo libre; modificar el sistema de relaciones sociales, organizar un poder judicial independiente, más rápido y eficaz; modernizar las fuerzas armadas, estructurar un nuevo sistema educativo y, en definitiva, conseguir que toda la sociedad española hiciera de la libertad, igualdad y solidaridad los valores humanos y políticos más transcendentes.

Los gobiernos que presidí, los del señor Calvo Sotelo y, a partir de 1982, los gobiernos socialistas de Felipe González, tuvieron que afrontar muchos de estos retos. Hoy España es un país con una democracia consolidada que tiene un lugar destacado en la Europa Comunitaria y que se ha proyectado plenamente al exterior, de manera especial en sus relaciones de vecindad y hacia Latinoamérica.

El presente artículo fue publicado en la revista española Cambio 16, el 16 de enero de 1991.

 

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