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lunes 20 de febrero de 2012

La verdadera guerra es interna

¿Por qué puede renunciar el presidente alemán y los alemanes ver ese acto con normalidad? O quizás la pregunta deba ser: ¿por qué nosotros nos asombramos? Y es que en Argentina la corrupción no resulta penada, sino que, a esta altura, pareciera que el sistema mismo la avalara.

“Cuando la guerra son los demás,
la paz no somos nosotros mismos.”
Friedrich Nietzsche

La renuncia del presidente alemán, Christian Wulff, es una de esas noticias difícil de comprender en esta geografía, máxime si además se tiene en cuenta que estaba siendo investigado por la fiscalía de Hannover a raíz de una serie de viajes pagados por amigos y por un préstamo de 500 mil euros, otorgado también por una allegada. ¿Cómo se explica? Y es que detrás del mandatario hay un pueblo, simplemente, educado.

No entran en juego los vaivenes de la economía coyuntural, ni la crisis que está jaqueando la región. Ese marco puede agitar el avispero político acá. Allá, los alemanes, continúan con su ritmo de vida sin alterarlo. No encuentran extraña la dimisión de Wulff por cuanto estaban informados de los entretelones del caso, a través de medios audiovisuales y gráficos.

Hay una lógica en la trama: denuncia, fiscalía en acción, renuncia, vía libre para una más exhaustiva investigación. No hay un Norberto Oyarbide mostrando un diamante por televisión, ni hay motivo para dudar de la seriedad de la noticia, menos aún de la imparcialidad de la Justicia.

Cabe reconocer entonces que el pueblo germano está a años luz del nuestro. No por comparaciones tediosas y antojadizas, sino por la construcción de un sistema que expulsa la manzana podrida y una cultura basada en la teoría popperiana de ensayo y error. Aquello que experimentaron como negativo no vuelve a tener cabida en las opciones que se les presentan a la hora de una elección. Hubo un solo Hitler en su cronología política. Conocen el costo de la locura, lo pagaron con ancestros y descendientes muertos.

Después de la guerra, el país no quedó a la deriva sino hundido, en ruinas. De ahí en más, aprendieron que la única salida era unirse, no en un pensamiento único, sino en la voluntad consensuada de reconstruir Alemania. No es una tierra privilegiada donde todo les fue dado de la nada, ni es el paraíso terrenal. “En todos lados se cuecen habas.” Alemania se levantó a fuerza del aprendizaje que les dejaron las heridas más lacerantes.

Por el contrario, la Argentina no experimentó jamás la destrucción absoluta de sus raíces aunque así lo creamos. A lo profundo del pozo no se llegó. Siempre estuvimos “a punto de”: a punto de una guerra civil, de un régimen de horror; en definitiva, a punto de tocar fondo, pero no tocándolo. La dictadura tuvo importante aval social aunque no sea políticamente correcto afirmarlo, la guerra de Malvinas encontró a un pueblo ovacionando en Plaza de Mayo…

Por esa razón, posiblemente, no se haya podido aunar criterios en torno a lo que significa el destierro, ni acerca de la magnitud del dolor. Estuvimos divididos hasta en el horror. Hablamos de generalidades que son injustas, pero es a fin de intentar entender por qué en la Argentina la corrupción pasa desapercibida o no termina en la Justicia con los responsables condenados. Nos codeamos en la calle con ellos a diario.

Es de un simplismo poco feliz creer que el país del Muro de Berlín es la panacea, y este suelo la antítesis de esa tierra. Hay que ir más allá de los hechos, y atender no sólo las causas sino también las consecuencias, y la regulación del sistema.

En casi todas las situaciones de nuestra vida política hubo escisiones tan innecesarias como incomprensibles porque no fueron sustentadas en torno a ideologías o creencias férreas, sino a líderes de ocasión. Hemos tenido providenciales tan efímeros como falaces. El fanatismo nos cegó. Recibimos etiquetas por herencia, no por libre opción. Fuimos y somos pasionales. Albert Camus decía que “la pasión se encamina gradualmente hacia las lágrimas”. Al parecer, tenía razón.

La historia nacional puede contarse como una sucesión de superclásicos dominicales. Adoración y falsos pedestales nos separaron e impidieron lo esencial: comprender, aceptar, asumir, y a partir de allí resolver sin melodramas ni búsqueda inútil de culpables. Avanzar sin perder tiempo analizando a quién le duele más. En síntesis, faltó madurez y educación. Lo canjeamos por comodidad y distracción.

¿Por qué nos resulta extraño un presidente dando la cara y un paso al costado? ¿Qué nos falta? O mejor dicho, ¿por qué no entender el cambio?

Los argentinos estamos voluntariamente sometidos a conductas incoherentes e irracionales. Hay dos prototipos de hombres, señalados en su oportunidad por Pascal Bruckner, que se ciernen a la perfección al modelo de compatriota de hoy: el mártir autoproclamado y el inmaduro perpetuo. Entre ambos modelos nos movemos pero no avanzamos.

Los mártires se dedican a llorar sus infortunios en búsqueda de benefactores que les otorguen soluciones. Soy fruto de la marginalidad, de la desigualdad, de una sociedad estigmatizante, etcétera. Sufro, por ende, deben atenderme y soportarme. Me libero, de ese modo, de tener que resolver yo ese sufrimiento. Si acaso progreso, se acaban las posibilidades de quejarme. Por esta razón, los planes sociales hacen furor. ¿Cuántos han renunciado a una asistencia estatal porque lograron reingresar al mercado laboral? Algo similar acontece con gran parte de los subsidiados.

Ese mártir se define a sí mismo como víctima. Víctima de los militares, víctima del peronismo, víctima de las debilidades radicales, de la izquierda de los 70, de la derecha de los 90; del capitalismo, del consumismo, o los “ismos” que sean. Cualquier encasillamiento es bueno a la hora de desligarse de las responsabilidades inherentes al rol de ciudadanos.

Los inmaduros a perpetuidad, por su parte, se regocijan con sus conductas infantiles. Exigen la libertad del adulto, pero sin las obligaciones que acarrea ser grande. La proclama sería: “Soy mayor a conveniencia”. Grande para disfrutar las bondades del sistema, pero pequeño y débil para resolver por mí mismo sus problemas. Para eso hay un Estado. Un Estado al que deleznar cuando se entromete en la vida privada, pero buscado cuando hay carencias y faltas. Es él quién debe saciarlas.

Sintetizando: hago lo que quiero, pero cuando tropiezo vuelvo corriendo al seno paterno donde encuentro consuelo. Es más, merezco y es deber del padre encarnado, generalmente en el gobierno o en el Estado, cobijarme, ahuyentar mis penurias y hacerse cargo de mis actos.

Los argentinos nos movemos entre esos dos modelos. Según convenga somos mártires autoproclamados o inmaduros perpetuos. Presos de esos parámetros, votamos. Si lo hacemos mal, otro se hará cargo y servirá el error para regocijarnos, sentirnos pobrecitos y perseguidos, cuando en rigor no hay nadie detrás de nosotros mismos.

Somos las víctimas del engaño. ¿Qué engaño? De segundos o terceros, el engaño siempre ajeno. Nunca se acepta que se trata de autoengaños. Si el gobierno me defraudó, es el gobierno quien debe congraciarse. De allí el famoso consuelo: “Que sigan los mismos aunque sean malos, así se hacen cargo de la crisis que generaron”. O, peor incluso, aquello de: “El pueblo nunca se equivoca”. ¿Cómo que no? ¿No se equivocó el pueblo alemán votando a Hitler acaso? Pues bien, los alemanes se hicieron cargo.

No sólo justificamos el error pasado, sino también el volver a equivocarnos. ¿Cambiarlo? Es inútil. Cuando el calzado aprieta, no cambiamos el pie sino el zapato. Pues bien, para los argentinos, si el calzado aprieta no es a causa del crecimiento de mi pie, sino que es culpa del zapatero que no confeccionó un calzado capaz de adecuarse a mi cambiante tamaño.

Los alemanes, sin embargo, con todos los defectos que pueden atribuírseles, cuando reconocen el error, no lo repiten, vuelven sobre sus pasos y cambian el zapato; estamos generalizando, claro.

Si las Malvinas no están bajo la órbita argentina es culpa del inglés, sea éste un príncipe, un futbolista, un músico o un ignoto británico. Lo solucionamos con algún cántico de barricada: “El que no salta es un inglés”. Lo coreó hasta la Jefe de Estado. Somos unos vivos bárbaros. Pero, ¿qué ganamos?

No consideramos si acaso faltó la persistencia de hacer un reclamo sistemático, en lugar de acordarnos del tema después de 9 años. Tampoco analizamos si la causa de que ese territorio esté bajo dominio foráneo no se debe a una elección errónea del modo para recuperarlo.

Por lo dicho, para no sorprendernos con un Premier abandonando el cargo tal vez debamos mirarnos a nosotros mismos, asumir cómo somos y entender que si debemos cambiar de zapatos no es por la impericia del artesano, sino porque nosotros hemos cambiado de tamaño.

De lo contrario, seguiremos ad eternum con el mismo zapatero, culpándolo del dolor de nuestros pies apretados… © www.economiaparatodos.com.ar

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