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jueves 21 de septiembre de 2006

Las instituciones son reglas y conductas

La existencia de pésimas reglas redactadas por los mismos que pueden cambiarlas cuando les conviene y el acceso al poder de individuos inescrupulosos son las verdaderas y auténticas razones del desprestigio y decadencia de nuestras instituciones.

De vez en cuando, en el escenario político y económico surgen nuevas palabras para expresar ideas de cierta complejidad y una de las que ha adquirido inusual intensidad es el vocablo “instituciones”. Se habla tanto de la degradación de las instituciones y de su empleo subalterno que la Justicia y el Congreso aparecen en las encuestas de opinión con altísimos índices de desprestigio popular.

Los integrantes más influyentes del Gobierno utilizan las instituciones para conseguir algo indebido: el intento de acumular poder a cualquier costa. Mientras, la oposición cuestiona el socavamiento de su prestigio señalando la acción disolvente llevada a cabo por el Gobierno cuando presiona o intenta comprar voluntades. Por eso, es importante una reflexión sobre estas cuestiones.

Qué son las instituciones

Las instituciones son órganos fundamentales de la sociedad y del Estado y, por eso, constituyen algo más que un mero grupo con capacidad política o una asociación basada en un contrato. El contrato no puede engendrar más que una relación jurídica entre las partes y los terceros involucrados, pero la institución manifiesta su eficacia cuando existe una voluntad colectiva que se evidencia sin necesidad de una base contractual.

Esto vale para las instituciones del Estado, como la Cámara de Diputados, el Senado Nacional, el Poder Ejecutivo, la Corte Suprema o el Consejo de la Magistratura. Pero, además, vale para otras instituciones tan importantes como: la sociedad conyugal, la familia, el vecindario, las asociaciones profesionales, la policía, las fuerzas armadas, el mercado, el dinero, el capital, el crédito, el sistema de precios libres, la propiedad privada, el salario, la tradición moral, la religión y la ciencia.

Todas ellas pueden cumplir su función indelegable y alcanzar el esplendor de su plenitud, aunque también pueden verse afectadas por la declinación que marca su decadencia.

En realidad, los ciudadanos pertenecemos a una pluralidad de instituciones, de las cuales el Estado es tan sólo una categoría, y no la suprema. Dicha pertenencia es el resultado de la natural vocación que las personas tenemos por vivir en sociedad y no recluirnos en un aislamiento huraño. De allí que el factor que infunde vida a las instituciones o les quita vitalidad sean las personas físicas que las integran.

Por eso, así como el Estado no es la única institución, tampoco es quien puede atribuirse derechos por encima de las demás instituciones y, de este modo, la libertad del hombre se expresa en la desobediencia al tirano y en el derecho a resistir cuando éste pretende imponer leyes inicuas.

Importancia de las reglas

En última instancia, las instituciones se resumen en dos elementos esenciales: las reglas que las rigen y la conducta de quienes las integran.

Veamos primero el tema de las reglas.

El premio Nobel de Economía James M. Buchanan relata que, cuando estaba concluyendo sus estudios del doctorado, ingresó a la biblioteca Harper de Chicago. Por casualidad, su escritorio estaba contiguo a una colección de economía y, fortuitamente, tomó un libro muy viejo y empolvado del economista sueco Knut Wicksell, del que sólo había tres ejemplares: uno en Chicago, otro en la universidad de Illinois y el tercero en Harvard. Buchanan nos cuenta que: “sabía algo sobre Wicksell porque varios libros habían sido traducidos al inglés, pero nadie se había fijado en este librito en particular publicado en 1896. Llevé el desvencijado ejemplar a mi escritorio, lo abrí y fue como si las escamas cayeran de mis ojos porque este hombre había escrito exactamente lo que yo intuía pero no alcanzaba a expresar correctamente”.

Wicksell se dirige a los ministros y economistas que asesoran a los gobiernos diciéndoles: “Dejen de actuar como si estuviesen aconsejando a un déspota benévolo. Los políticos no los van a escuchar, así que deténganse, no desperdicien su tiempo, ni malgasten sus fuerzas. Si quieren mejorar los resultados de la acción de los gobernantes, tienen que conseguir el cambio de las reglas bajo las cuales funcionan. Nunca van a lograr que hagan otra cosa más que beneficiar los intereses de sus secuaces. Así que si tienen una cámara legislativa, sólo deberán esperar que sancionen leyes que gocen del apoyo de la mayoría que los elige. De ellas podrá obtenerse algún resultado eficiente o surgir algún proyecto que valga la pena, pero será pura casualidad. ¿Cómo pueden cambiar esto? Solamente cuando el pueblo entienda que hay que cambiar las reglas sobre las cuales actúan los políticos y haciendo que: 1º, en las reglas de mayoría simple se avance hacia el criterio de unanimidad; 2º, se elimine toda posibilidad de reelección; 3º, el costo fiscal de las ventajas y subsidios que gozan algunos grupos sean soportados por ellos mismos y no por otros”.

Dignidad en las personas

Además de la calidad de las reglas, la otra condición imprescindible para que haya buenas instituciones es la dignidad de las personas que las integran. En el peor de los casos, si los hombres que forman parte de las instituciones se comportan correctamente, aun cuando obedezcan reglas inadecuadas, el resultado será infinitamente superior a que adopten un comportamiento deshonesto inspirado en las mejores intenciones.

Lo que afecta a la sociedad es la conducta indecorosa de sus dirigentes políticos y por eso es fundamental que quienes integran las instituciones del Estado no sean personas mediocres, es decir seres chatos de espíritu; ni mentirosos que medran con falsas promesas que ellos saben no van a poder cumplir, y mucho menos miserables, es decir resentidos que gozan impulsando actos vengativos abusando del poder que les confiere la institución.

Cada vez es más notoria la necesidad de contar con un puñado de referentes que den un tono vital a la vida pública y que en nombre de todos nosotros se sientan responsables de las normas y los valores que conforman una sociedad de hombres libres.

Hoy necesitamos una auténtica aristocracia de espíritu, cuyos títulos de nobleza no vengan dados por el dinero sino que deriven de sus talentos, virtudes y de un insuperable ejemplo moral. Necesitamos de ese puñado de hombres justos que se cubren con el manto de la dignidad natural que brinda una vida irreprensible.

Nuestros países necesitan imperiosamente que haya políticos, empresarios, jueces, agricultores, banqueros, pastores religiosos y militares capaces de ver los grandes problemas de la política y la economía con ojos limpios, no enturbiados por el interés inmediato, ni el corto plazo de sus negocios.

También necesitamos dirigentes sindicales honestos que estén capacitados para comprender que las relaciones laborales no son de enfrentamiento ni lucha sino de colaboración entre el capital y el trabajo.

Necesitamos periodistas que sepan guiar la opinión pública con moderación y capacidad de juicio, sin adulaciones para satisfacer la morbosidad de las masas ni sucumbir a los intentos de soborno del poder político.

John Adams, uno de los redactores de la constitución americana y sucesor de George Washington en la presidencia de EE.UU., había escrito que “pertenecen a esta aristocracia natural de virtudes y talentos, aquellos que no sólo disponen de su voz para hablar en nombre de los que no tienen voz, sino también aquellos que pueden influir en los destinos del país con su ejemplo, su autoridad moral y su elocuencia”.

Las reglas que rijan nuestras instituciones tienen que ser reglas que inspiren confianza, que impidan eludir responsabilidades individuales, que no permitan cometer injusticias y, mucho menos, encubrir los delitos de quienes las integran o de sus seguidores.

La existencia de pésimas reglas redactadas por los mismos que pueden cambiarlas cuando les conviene y el acceso al poder de individuos inescrupulosos, carentes de todo recurso moral e intelectual, son las verdaderas y auténticas razones del desprestigio y decadencia de nuestras instituciones.

Ello no se arregla con picardía, ni con intrigas o enredos, sino con buenas reglas y con personalidades que sepan llevar una vida ejemplar, que sean aceptadas voluntariamente por la sociedad y a las que se les tribute el respeto que merecen. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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