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jueves 16 de julio de 2009

Los fallos del estado empresario: el caso ENTEL

Los peores fracasos de nuestra historia económica se relacionan precisamente con ese “capitalismo estatal” que ensalzan los Kirchner y que, quizás mejor, debiera llamarse “capitalismo de secuaces”.

Los progresistas de última generación, que actualmente ocupan el gobierno nacional, intentan asociar la palabra mercado con capitalismo salvaje para poder denigrarlo. Señalan que su libre funcionamiento sólo sirve para impedir que se produzca algún derrame de riqueza hacia la sociedad. De allí deducen que el Estado -donde están atrincherados y bien forrados- sea el mítico ente que reemplace al mercado para redistribuir la renta con mayor justicia.

Este es el credo oficial que la presidente Cristina de Kirchner recita en todas sus declamaciones públicas.

En apoyo de esta afirmación ideológica, suele mencionar “los fallos del mercado”. Fallos, es decir aquellos fracasos o deficiencias que se aprecian en el desempeño del mercado para lograr resultados socialmente aceptables.

Pero la progresía en el poder nunca menciona los fallos de las deplorables intervenciones del Estado cuando intenta organizar la economía en base a empresas públicas o regulaciones absurdas. Los peores fracasos de nuestra historia económica se relacionan precisamente con ese “capitalismo estatal” que auspicia el cónyuge presidencial en las sombras y que, quizás mejor, debiera llamarse “capitalismo de secuaces”.

El caso ENTEL

La telefonía fue instalada en Argentina con 20 abonados iniciales, por la empresa franco-suiza Sociètè du Pantelephone de Loch en mayo de 1881 bajo la presidencia del Gral. Julio A. Roca. A los pocos años el grupo inglés The River Plate Telephone Union compró las acciones y pronto convirtió a nuestro país en uno de los primeros del mundo en poseer servicios telefónicos, antes que Canadá y Australia. Hacia 1929 los inversores británicos vendieron la empresa a la compañía americana ITT, cuyo primer director ejecutivo, C.S. Parker la manejó con un dinamismo extraordinario para esa época. Tenía a su cargo sólo 30 personas, y en pocos años consiguió instalar 600 mil aparatos.

Cuando accedió el peronismo al poder, el Estado intentó entrometerse en la Unión Telefónica, creando la EMTA (Empresa Mixta Telefónica Argentina) donde el estado tenía 51 %. Pero en 1948 se quedó con todo y la transformó en dependencia del Ministerio de Comunicaciones. En 10 años la empresa elevó la cantidad de aparatos a 1.047.858 y en 1956 mediante la ley 13.656 se transformó en ENTEL, cuyo patrimonio era íntegramente estatal. Mientras tanto en varias provincias la telefonía seguía siendo un servicio brindado por la compañía privada Ericsson, de origen sueco, que representaban el 10 % del volumen de telecomunicaciones. Sucesivos gobiernos civiles y militares siguieron incrementando la dotación de personal de ENTEL y en 1983 llegó a un plantel inmanejable de 47.200 agentes efectivos y 780 contratados. La consecuencia era ineludible: el 85 % de las cobranzas se destinaban a pagar sueldos y no existían excedentes para invertir en la ampliación, mantenimiento y automatización de líneas.

El desorden administrativo llegó ser de tal magnitud que a fines de 1984 estaban instaladas 2.582.103 líneas, pero 252.992 estaban muertas y no funcionaban. Se denominaban “líneas vacantes” porque llegaban hasta la puerta de las nuevas centrales telefónicas compradas a firmas japonesas y alemanas sin poder conectarlas. ENTEL no tenía capital para instalar los cables que llevaban las líneas hasta los usuarios. También tenía insalvables deficiencias en los cables subterráneos, el cableado aéreo y los distribuidores de manzana. La facturación fallida por tantas líneas sin funcionar equivalía a u$s 500 millones anuales, lo cual hubiese sido suficiente para cubrir dos años de desarrollo del plan de inversiones. Pero además de las “líneas vacantes” existían 1.161.140 solicitudes de instalación que inútilmente esperaban durante 15 años que se les instalara un aparato. Este increíble atraso se producía porque los ingresos se destinaban a pagar sueldos y ENTEL no podía instalar más de 77.400 líneas por año. Muchas personas adineradas compraban departamentos y locales comerciales con la única condición de conseguir líneas habilitadas.

El déficit del servicio público en manos del Estado estaba, además, agravado por los sistemas manuales para comunicaciones de larga distancia. Una llamada de Capital Federal a Rosario y Córdoba debía esperar entre 4 y 6 horas para conectarse. Para hablar con Mendoza y Salta se tardaban entre 8 y 12 horas. Muchas veces las llamadas se cancelaban por lluvias y tormentas eléctricas, debiendo postergarse para el día siguiente. Ante tal calamitoso servicio, la japonesa Fujitsu Argentina se ofreció para instalar en menos de un año 1.000.000 de teléfonos en la provincia de Buenos Aires, pero la burocracia sindical y los legisladores justicialistas lo impidieron porque pondría en “manos extranjeras el sistema telefónico nacional”.

En medio de esta desastrosa situación fue presentado, como un hecho sorprendente, la admisión de contratistas privados porque la empresa no podía atender ningún plan de mantenimiento, ni pagar a proveedores o depositar las cargas sociales. El sistema de clavijas manuales y magnetos a manivela se vino abajo por vetustez. A ENTEL no le quedó otro recurso que pedir el aval irrestricto de la Tesorería, pero se encontró con que las otras 345 empresas estatales hacían lo mismo y no alcanzaba para todos.

Tímidamente, los administradores estatales tuvieron la ocurrencia de introducir planes de privatización periférica. Se encontraron con que los intereses gremiales y de contratistas que succionaban fondos a ENTEL no querían perder el control de la compañía. El sindicato denunció como contrarios al interés nacional los planes de privatización periférica, que inocentemente consistían en: a) mantenimiento y restablecimiento de comunicaciones dentro del radio céntrico de Capital y municipios del conurbano, b) introducción de la presión neumática en la cañería de cables subterráneos para evitar la acción de la humedad, c) reacondicionamiento de cables en cámaras y reparación de pares de cables en las líneas de oficinas. Por la tenaz oposición sindical nada pudo hacerse.

En 1982 el entonces ministro Roberto Alemann propuso lanzar un plan de privatización parcial de ENTEL para reducir el control sobre el suministro telefónico, limitándolo al tráfico internacional y las conexiones interurbanas. Esa privatización pensaba dividir el país en 5 regiones donde firmas nacionales y extranjeras se haría cargo de la estructura pública de ENTEL que seguiría operando como empresa cabecera de un holding junto con las firmas adjudicatarias. Las empresas privadas podrían establecer libremente las tarifas por los nuevos servicios a brindarse, comprometiéndose a reducir las demoras de instalación que se prolongaban por 15 años. Pero esta modificación legislativa nunca fue aprobada por el gobierno militar y ello determinó la muerte automática del proyecto justo en la misma fecha en que Argentina se embarcaba en la desdichada operación bélica del Atlántico Sur. Tal era la situación de atraso tecnológico, de incapacidad para ampliar las redes y de incomunicación entre los abonados, ocasionados por la peregrina idea de que la empresa ENTEL era la base de la soberanía nacional. En esos días el periodista Bernardo Neustadt fue atacado físicamente por sostener la conveniencia de la privatización.

A partir de 1984, el gobierno de Alfonsín intentó llevar adelante el ambicioso plan Megatel, para instalar un millón de líneas telefónicas, cediendo su realización a contratistas privados, mediante el procedimiento financiero del ahorro previo. En 1987, desde el Ministerio de Obras y Servicios Públicos a cargo de Rodolfo Terragno, se impulsó un acuerdo de privatización con la empresa Telefónica de España. Pero nuevamente la alianza entre el sindicato y los legisladores peronistas, logró bloquear la iniciativa en el Parlamento Nacional.

Así llegamos a una situación desesperada. El sistema telefónico colapsó y se hizo absolutamente necesario proceder a una privatización sui-generis que excluía toda posibilidad de competencia asegurando mercados cautivos en dos grandes sectores del país. En noviembre de 1990 se adjudicó el 60% del paquete accionario de ENTEL; el Estado argentino se reservó un 30% que fue vendido en el mercado bursátil dos años después; un 10% fue cedido a los empleados mediante el programa de propiedad participada.

En la puja fue misteriosamente dejada de lado la oferta de la más eficiente operadora telefónica americana Bell Atlantic Corp. por cuestiones de dudosa transparencia.

ENTEL fue divida en dos sectores: la Sociedad Licenciataria del Norte y la Sociedad Licenciataria del Sur, entregados a dos consorcios que operarían en forma monopólica durante el transcurso de 7 años, con opción a 3 años más. Los adjudicatarios fueron la empresa Telefónica de Argentina que asoció, principalmente, a Telefónica de España con el Citibank y el grupo local Pérez Companc; y la empresa Telecom, cuyos accionistas fueron empresas estatales de teléfonos de Francia e Italia, junto a la Banca Morgan y Techint

El pago de ENTEL se realizó con u$s 214 millones en efectivo y u$s 5.028 millones en títulos de la deuda externa, comprados bajo la par pero valuados al valor nominal El efectivo lo aportaron grupos económicos locales, repatriando parte del dinero fugado al exterior. Las compañías licenciatarias procedieron a instalar nuevos cables de fibra óptica, digitalizaron las líneas telefónicas e instalaron centrales automáticas de última generación. Con ello fue posible pasar de un período de instalación de 15 años a sólo 1 día, los abonados tuvieron acceso a Internet y las comunicaciones de larga distancia se hicieron mediante telediscado tan simples como las intraurbanas.

Esta fue una de las primeras y más importantes privatizaciones en la década de los ’90 dirigidas por el entonces ministro de Obras y Servicios Públicos José Roberto Dromi. El proceso de licitación, sospechado de fuerte contenido de corrupción fue conducido por María Julia Alzogaray.

Como puede verse, los fallos reales del Estado-empresario son peores, más destructivos y dañinos que los aparentes fallos del mercado, pero además inexorablemente llevan encima el estigma irredimible de su carga de corrupción y despilfarro. Sin embargo los progresistas de última generación que se abroquelan en el poder se resisten a reconocer esta realidad. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

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