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jueves 10 de julio de 2008

Los que más tienen, que más paguen

Esa sentencia esconde una falacia: en un régimen de sana competencia, con oportunidades abiertas a todos, nadie puede sostener que la “propiedad es un robo”.

Dos imágenes perfectamente ensambladas surgieron con nitidez el viernes 4 de julio, cuando la Cámara de Diputados aprobó la ratificación de las ilegítimas retenciones móviles contenidas en la resolución 125/08, por 129 votos a favor, 122 en contra y 2 vergonzantes abstenciones.

Una de esas imágenes era la del predominio del arrebato artero, propio de una “salidera bancaria”, ideado con total falta de escrúpulos por el defenestrado ministro Martín Lousteau y surgido de su increíble impericia técnica.

La otra imagen, más deplorable por cierto, fue la de una grosera manifestación de jarana manifestada por los legisladores de la mayoría oficialista que se regodearon de manera estentórea por la inminente repartija del botín, expresando el indigenista y bolivariano grito de ¡Patria Si, Colonia No!

Un perfecto collage sudaca para solaz y esparcimiento de quienes se relamen con nuestra vulgaridad.

El final de la sesión de los diputados, sin embargo era perfectamente coherente con una de las estrofas más iluminadas de la marchita partidaria que entona, a voz en cuello: ¡A la gran masa del pueblo, combatiendo al capital!

Liquidando el propio ser

Pero el estupor de cualquier observador imparcial, no contaminado por el histrionismo político argentino, consistió en ver cómo nuestro parlamento liquidaba en pocas horas una tradición a la que ese mismo parlamento debe su existencia.

Se trata de los derechos arrancados por los nobles ingleses al rey Juan sin Tierra, antipático hermano de Ricardo Corazón de León, uno de los más valientes y legendarios reyes británicos de toda la historia.

En el año 1215, viendo el enorme despilfarro de fondos públicos que producía este torpe monarca, sus vasallos y los barones se desligaron del juramente de lealtad y encerrándolo en el castillo de Windsor le obligaron a firmar una Carta Magna o Gran Carta, que hoy se custodia en la Torre de Londres, imponiéndole el otorgamiento de fueros a favor del pueblo.

A partir de ese instante, en todo el mundo civilizado, los jefes de estado –reyes o presidentes- no pueden legislar ni percibir impuestos sin la aprobación de un Consejo o Parlamento, integrado por los súbditos, porque “no hay impuestos sin que sean votados por los representantes y éstos dejan de serlo cuando oprimen a su pueblo”.

Para sostener esos fueros, nació hace 800 años la institución del Parlamento integrado por representantes de los “comunes” es decir la gente de a pie. Dicha institución, fundamental en la cultura política de occidente, fue agraviada insensatamente en Buenos Aires por 129 votos a favor de delegar poder confiscatorio a la presidente de la nación para que disponga a su antojo de los bienes, la fortuna y la honra de todos los productores agropecuarios argentinos. ¡Patético!

Castigar a los que más tienen

Pero, con todo, la muestra más acaba de incivilidad o de barbarie como diría Domingo F. Sarmiento, fue otra cuestión más preocupante que el reino de jauja en que se convirtió el Congreso.

Se trata de la confusión de ideas que predomina en nuestros dirigentes, expresada por la frase más repetida en los últimos tiempos por legisladores, el cónyuge presidencial en retiro activo y la propia presidente de la Nación: ¡Los que más tiene, que más paguen!

Hasta hubo un jefe de bloque que exageró la nota sosteniendo que “hay que castigar a los que más tienen” por el sólo hecho de tener de más.

Esta frase parece provenir de un profundo resentimiento o quizás de las venas abiertas de los malones indígenas, que no sabían hacer otra cosa más que secuestrar cautivas y ganarse la vida con saqueos y rapiñas.

Porque si la política de un gobierno consiste en instalar una guillotina horizontal para impedir que los que menos tienen, puedan llegar a competir y disputar el lugar de los que más tienen, entonces lo único que persigue dicha política es consolidar, blindar y aislar las grandes fortunas existentes del resto de los ciudadanos, asegurándoles que nunca, nadie intentarán alcanzar una fortuna como la que ellos disfrutan.

No hay consigna más repugnante que la de asegurar a los que más tienen que ninguno les disputará su lugar. Y para ello, expoliar a la clase media con impuestos, retenciones y cargas públicas tendientes a impedirles que acumulen un cierto capital, y repartiendo el dinero confiscado en miserables subsidios para que los más pobres sigan viviendo como parásitos.

El ascenso social se produce precisamente cuando las oportunidades y los canales para progresar no están vedados a nadie, ni impedidos por impuestos o retenciones y tampoco obstaculizados por trabas administrativas para mantenerlos impedidos.

El sistema destinado a obligar a los que más tienen, que deban competir libremente y sin privilegios con los que menos tienen, es el más justo y equitativo sistema a que se refieren constantemente las encíclicas papales.

En la doctrina social de la Iglesia se reclama que la propiedad de los medios de producción esté sometida a una “hipoteca social”. Pues bien, esa “hipoteca social” es la libre concurrencia, con la cual, la propiedad de los que más tienen queda justificada como un derecho legítimo porque está expuesta a sostener una competencia de eficiencia, productividad y laboriosidad con los que menos tienen, pero que aspiran a ascender escalones en la escala social.

En un régimen de sana competencia, con oportunidades abiertas a todos y sin guillotinas fiscales, nadie puede acusar que la “propiedad es un robo”, como decía el anarquista Pierre-Joseph Proudhon.

Pero cuando se impone el resentimiento social a través del eslogan de que “los que más tienen que más paguen” en realidad se está diciendo otra cosa muy distinta: que “los que menos tienen se resignen a seguir teniendo poco”, y que sus hijos y descendientes sigan siendo tan miserables como ellos.

Porque si por méritos o esfuerzos propios quieren levantar cabeza y empezar a ocupar los lugares que detentan los que han cristalizado una alta posición por herencia, privilegio u orígenes dudosos, serán irremediablemente condenados a soportar una terrible presión impositiva tan enorme que les hará imposible el ascenso social.

Con la política oficial tendiente a impedir que los que menos tienen puedan llegar a ser los que más tengan, aquellos que actualmente han sido enriquecidos por el dedo presidencial quedarán preservados de la competencia de los que menos tienen, porque ninguno de ellos podrá alcanzar a tocarles la punta de sus zapatos.

Este es el siniestro significado de la algarabía legislativa que contagió a ciertos diputados que celebraron precisamente el despojo de lo que honradamente corresponde a los agricultores y a los pueblos del interior del país.

Una jornada de tristeza y verdadero bochorno. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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