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jueves 30 de junio de 2005

Lost & Found

La violación permanente de la ley como método de supervivencia nos ha envilecido. Así, los argentinos tomamos como normales actitudes que en otros países son consideradas ilícitos. Lo más grave es que estamos acostumbrados y ya no nos escandalizamos.

La expresión no necesita aclaración en algunos países. Con sólo mencionarla, todo el mundo sabe que se esta indicando la oficina de objetos perdidos u olvidados por sus dueños. El lugar que se ha dispuesto para que las personas que los encuentren los entreguen, en la esperanza de que el dueño vaya a recuperarlos.

¿Por qué no hay oficinas de “Lost & Found” en los lugares públicos argentinos? La primera respuesta es “porque nadie piensa en eso”.

¿Y por qué, cuando se construye un shopping center, una oficina publica, un museo, una escuela o una universidad, un supermercado o un parque temático, nadie piensa en reservar un sitio para que las personas puedan depositar cosas que encuentren olvidadas o perdidas por sus dueños? La primera respuesta es “porque cuando alguien encuentra algo no lo devuelve”.

La oficina de “Lost & Found” me ha salvado muchas veces de pérdidas que me hubiera reprochado largo rato. Olvidos tontos, pero costosos, que no pasaron a mayores porque la decencia de la gente hizo que no se quedaran con lo que no les pertenecía.

El “Lost & Found” da a conocer una filosofía. Es una huella digital de identidad. Si fuera un extranjero con interés en jugar algún patrimonio en un tercer país, lo primero que preguntaría sería si en ese país hay oficinas de “Lost & Found” en los lugares públicos. Si la respuesta fuera negativa, andaría con cuidado.

En la Argentina, por lo pronto, cada vez que alguien devuelve algo de importancia a su dueño o a alguna autoridad, aparece en los diarios. Otras, no sería extraño que se viera él mismo involucrado en un problema por haberse manejado con honestidad. Estas también son huellas digitales, calcomanías perennes que nos advierten los valores que reinan en la sociedad.

Con una buena dosis de razón, los argentinos señalamos a nuestra clase dirigente como la causante de una serie de males que no parecen querer abandonarnos. Es cierto que, lamentablemente, quienes nos dirigen –y no sólo desde el Gobierno– no se han caracterizado por honrar sus lugares de privilegio. Antes que eso, se han valido de ellos para enriquecerse personalmente a costa de aquellos que, además, soportan sus expensas. Este sistema de corrupción ha hundido al país. Y su absoluto desmadre (fuera de toda proporción internacional) lo ha hecho acercar a un punto de no-retorno. Pero, ¿puede concentrarse toda la culpa en la clase dirigente?, ¿cuál es la moral media de la sociedad en una escala de 1 a 10?, ¿con qué nota la calificaríamos?, ¿con qué nota la calificaría un extranjero que se enterara que no hay lugares para devolver las cosas que uno encuentra perdidas u olvidadas por otros?

¿No deberíamos empezar a poner nuestra propia moral en duda?, ¿dónde se educan los dirigentes que criticamos?, ¿al lado de quiénes crecen?

Aun aquellos que no dudarían en calificarse a sí mismos como absolutamente decentes, distarían de serlo cuando sometieran sus conductas a los estándares de otras sociedades. La violación permanente de la ley como método de supervivencia nos ha envilecido. Tomamos como normales actitudes que en otros países son directamente ilícitas. Muchas veces hacer lo lícito nos hunde en problemas. El país ha dado vuelta la tabla de valores de pies a cabeza: ha premiado a quien debía castigar y ha castigado a quien debía premiar. El resultado ha sido un país sumido en una semi-delincuencia generalizada. Algunas de menor cuantía, como no entregar, en alguna oficina dispuesta al efecto, un par de lentes de sol encontrados en un probador de una tienda. Otras mayores, como ocultar información en un contrato o quedarse con dinero proveniente de actividades directamente ilegales. No importa, en esta instancia, el grado. Lo que me interesa apuntar aquí es una cuestión actitudinal frente a lo ajeno. Luego sí podrían hacerse disquisiciones sobre el grado de degradación que implican los diferentes tipos de ilicitudes. Pero lo que quiero poner de relieve en este análisis es el acostumbramiento que hemos alcanzado en nuestro tuteo con lo que está mal.

No hace mucho, el sociólogo José Abadi escribió un ensayo cuyo título era por demás sugestivo: “No Somos Tan Buena Gente”. Si atendiéramos al tiempo que hace que nos va persistentemente mal, no podríamos evitar caer en el análisis del tipo de material humano con el que contamos. Hagamos ese análisis. Quizás encontremos no sólo la respuesta a por qué no hay oficinas de “Lost & Found” en los lugares públicos de nuestro país. Tal vez, si somos lo suficientemente sinceros con nosotros mismos, hallemos el camino de nuestro resarcimiento y de nuestra recuperación. © www.economiaparatodos.com.ar




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