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martes 21 de enero de 2014

No llores por mi, Argentina

No llores por mi, Argentina

Es un hecho que la Argentina no anda. Como suele decirse, ni para atrás ni para adelante, porque el país crece poco y no sale de sus problemas más agudos, pero tampoco está sumergido en una de esas crisis típicamente argentinas, tantas veces anunciada en los últimos años. El gobierno no ofrece ni diagnósticos ni prescripciones creíbles; más bien parece no saber qué hacer. La oposición, como es esperable, plantea que hay que cambiar el gobierno, pero no dice qué haría si llegara a ser gobierno; habla mucho de la corrupción y de la transparencia, pero habla poco de los problemas que preocupan a la gente y de las causas de la mala situación. Lo que funciona, esencialmente es porque la sociedad –y, en algunos casos, gobiernos locales- lo producen.

Una reciente encuesta de Ipsos Argentina -publicada en el diario Perfil días atrás- muestra que la oferta política está desabastecida. La presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, sostiene su imagen en la opinión pública, pero no así su gobierno; no hay confianza. Sólo dos políticos parecen hoy competitivos:Daniel Scioli y Sergio Massa -el primero habiendo optado por jugar sus cartas desde el oficialismo y el segundo desde la oposición-. Se diría que la sociedad no ha dado todavía por muerto a este gobierno ni tampoco ha otorgado un aval de confianza a sus opositores.

A la vez, la economía no despierta y los indicadores sociales siguen siendo inquietantes. El kirchnerismo demostró con creces, a lo largo de sus largos diez años de gobierno, que es muy hábil para administrar políticamente los períodos de bonanza y capitalizarlos construyendo poder, pero, del mismo modo, es sorprendentemente poco competente para manejarse en los malos momentos. Su hilo conductor ha sido siempre la redistribución del ingreso, pero suponiendo, sin mayor fundamento, que el crecimiento de la economía no se frena nunca. Cuando la economía crecía a tasas que hace diez años eran “chinas”, el gasto público se expandía sin límites, pero cuando el crecimiento se desacelera, como ahora, el gobierno no sabe cómo frenar el gasto. La consecuencia inevitable es una inflación que no cede.

La percepción generalizada en la opinión pública es que el Estado argentino no produce bienestar: no mejora la infraestructura ni el transporte, falta energía eléctrica, aumenta la delincuencia, se propaga la distribución de droga, fracasa la educación. La calidad de la vida cotidiana es notoriamente pobre. Muchos de esos problemas son universales, pero en cada sociedad la gente los vive como propios y espera de sus gobernantes respuestas específicas, no análisis académicos. Se llora por la Argentina, a pesar de Evita.

Crisis del consenso

Explicar la raíz de los problemas de la Argentina parece tan difícil como la cuadratura del círculo. En 1980, preguntándose lo mismo, Paul Samuelson propuso una clave: “el problema de ese país es una crisis del consenso social”. Un largo siglo no ha bastado a la sociedad argentina para lograr una articulación perdurable entre la dirigencia política, la dirigencia empresaria y la inteligencia tecnocrática.

Esa es la raíz del consenso que falta. Cada uno de esos sectores tiene problemas en sí mismos: los dirigentes políticos carecen de recursos de poder legítimos suficientes; los empresarios no encuentran las condiciones para alcanzar grados imprescindibles de competitividad; la inteligentzia con vocación política se mimetiza con la política o se mantiene al margen de ella. Pero además, en el agregado de los tres sectores, esa crisis de consenso genera el mayor de los problemas: desacuerdo fundamental -a veces visible, a veces oculto- que traba a las industrias más competitivas e incentiva la baja productividad de las que no lo son.

Esencialmente es un conflicto entre la agroindustria -sin duda muy competitiva-, que sólo demanda que no se le pongan frenos a su actividad, y las industrias que producen para el mercado interno y demandan protección en detrimento de la competitividad de las otras. Ese conflicto asomó algunas veces, incipientemente, en las primeras décadas del siglo XX, pero se instaló crónicamente desde la segunda guerra mundial. Hasta hoy, es uno de los grandes problemas argentinos, la mayor fuente de las recurrentes crisis económicas del país.

Los síntomas están a la vista para quien quiere verlos: los argentinos siguen ahorrando en dólares y no en pesos, las importaciones constituyen una pesadilla para los gobiernos y no una fuente de bienestar para la población, la inflación -la más universal de las “políticas de de parches”, ya abandonada en casi todo el mundo- sigue siendo el recurso de los gobiernos argentinos para paliar los problemas. Las industrias más competitivas no pueden abastecerse de insumos imprescindibles, porque el gobierno pone impedimentos. Las empresas extranjeras no pueden remitir utilidades, lo que desalienta sus inversiones. Obviamente el sistema no funciona, y las consecuencias las pagan los trabajadores y los consumidores y se refleja en la tendencia al estancamiento en la creación de empleos. La gente no está contenta.

La respuesta política podrá salir de este mismo gobierno, si encuentra la fórmula para definir la sucesión presidencial y, desde luego, si acierta a designar buenos candidatos. O podrá salir de la oposición, a la que le sobran dirigentes pero parece faltarle todavía una estrategia suficientemente flexible para articular políticas públicas innovadoras y buen diseño comunicacional. O podrá salir del curioso espacio electoralmente muy rendidor, que la opinión pública ha construido, donde se es a la vez poco oficialista y poco opositor -que es donde se ubican, en la percepción de la gente, los dos políticos hoy con mejor imagen, Daniel Scioli y Sergio Massa-.

Fuente: www.infolatam.com