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jueves 14 de diciembre de 2006

No saben lo que hacen

El Gobierno actúa en contra de sus propios intereses al instaurar un sistema de agresión institucional contra el libre ejercicio de la función empresarial.

El destacado economista español Jesús Huerta de Soto advierte que el significado etimológico de la palabra castellana “empresa”, tanto como las expresiones francesa e inglesa “entrepreneur” o la italiana “imprenditore” proceden del verbo latino “im-prehendi”, que significa descubrir, ver, percibir, darse cuenta, descubrir y atrapar.

Por eso, como lo dice el Diccionario de la Real Academia Española, la empresa debe ser entendida como “una acción ardua y dificultosa que valerosamente se comienza”. La empresa está necesaria e inexorablemente vinculada con una actitud “emprendedora”, que consiste en intentar continuamente buscar, crear y darse cuenta de que hay nuevos fines o nuevos medios para hacer cosas que los demás aprecian y valoran.

En la economía de un país, ésta es básicamente la gran función empresarial, consistente en que haya personas con la cualidad de descubrir y apreciar oportunidades que otros no ven para lograr alguna ganancia o beneficio si actúan de manera que esas oportunidades puedan ser aprovechadas.

El verdadero empresario no es el académico del management, graduado universitario que se empalaga con la lectura de lo que otros hacen, sino aquella persona práctica que tiene una especial perspicacia o agudeza para descubrir y darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor.

El estar alertas acerca de una información o de algún conocimiento muy particular es su principal papel en la economía. Ese rol no es precisamente el de un científico, ni tampoco el de un académico y muchísimo menos el de un funcionario público, cuyas funciones son rutinarias y predecibles

El empresario y la empresa se mueven dentro de un tipo de conocimiento práctico, no científico. Es un conocimiento subjetivo que el verdadero empresario comprende y que no es compartido con otras personas porque es privativo de él.

Se trata de un conocimiento tácito –callado y silencioso– que no se expresa formalmente porque se infiere y no es susceptible de análisis como el conocimiento articulado propio de los técnicos o de los científicos.

Además, el conocimiento propio del empresario es un conocimiento disperso en multitud de personas que es advertido por algunas de ellas, mientras que la gran multitud no se da cuenta del mismo.

Está creado de la nada, no puede ser procesado por ninguna oficina burocrática como pretende hacerlo la secretaría de Comercio interior y sólo es transmisible mediante un simple y eficaz dato: los precios y costos.

El conocimiento empresario varía con las circunstancias

Tanto se refiera a la oportunidad de sembrar y vender soja, como a la posibilidad de reemplazarla por trigo y maíz, o a la ocasión de exportar carne aprovechando una demanda mundial insaciable, como a la alternativa de producir gasoil sin azufre y cambiar la explotación ganadera por la agricultura sojera, el conocimiento empresario depende de acontecimientos únicos que se producen inesperadamente en la vida real, siempre y cuando circunstancias desconocidas se conjuguen misteriosamente para que así ocurra.

Pero tan pronto como pasa ese instante, se cambia de lugar o se modifican las condiciones, el conocimiento aprovechable se desvanece y se pierde para siempre.

Poder captar ese conocimiento práctico –disperso y tácito– que se presenta como un acontecimiento único e irrepetible, es una virtud superlativa que requiere una gran dosis de intuición y una enorme capacidad de percepción que no todos poseen.

El legendario barón de Rothschild, integrante de una dinastía financiera de fama internacional, solía decir a sus nietos: “Miren por la ventana de este edificio y díganme qué es lo que ven”. Uno de los niños le dijo que no había nada interesante. Otro le señaló que oía un gran ruido y había mucha gente. El tercer nieto le explicó al abuelo que podía distinguir automóviles pequeños rodando por la calle y personas que iban por la vereda.

Entonces, el barón les dijo: “¡No, niños, no! Allí abajo, hay miles de oportunidades ocultas y dispersas en diferentes lugares, pero son pocos los que las descubren. Esos pocos serán afortunados porque podrán ganar mucho dinero si saben aprovecharlas. Ustedes deben ver que las personas se protegen del excesivo sol recostándose sobre la vereda que tiene sombra porque ellas no tienen nada sobre sus cabezas. Por lo cual, si les vendemos unos sombreros frescos hechos con la fibra de la palma toquilla, podremos solucionarles ese problema y haremos un excelente negocio”.

Así importó desde Ecuador los famosos “sombreros panamá”, que se impusieron con furor en casi todo el mundo hasta que la moda de usarlos declinó en la década del 60 por el ejemplo del presidente John Kennedy, quien siempre se mostraba con la cabeza descubierta.

Agresión institucional contra las empresas

El supino conocimiento que el Gobierno tiene sobre estas cuestiones esenciales es de antología y, por eso, ellos mismos están obrando en contra de sus propios intereses al instaurar un sistema de agresión institucional contra el libre ejercicio de la función empresarial.

Con motivo del paro agropecuario que unificó las demandas de la Federación Agraria Argentina, Confederaciones Rurales Argentinas y la Sociedad Rural Argentina, el Gobierno lanzó una increíblemente torpe campaña publicitaria en contra de los empresarios agrarios.

Salvo los casos históricos aberrantes como la sangrienta dictadura de los khmer rojos de Pol Pot en Camboya (1975-82), la revolución cultural de Mao Tsé-Tung contra los agricultores de China (1966-76) y la brutal colectivización de las tierras con la eliminación de los kulaks o pequeños propietarios campesinos por el sanguinario Stalin en la Unión Soviética (1930-38), la historia no es pródiga en ejemplos donde los gobernantes haya obrado con encono y agresividad hacia aquellos empresarios que más arraigados están sobre el territorio de un país: los grandes, pequeños y medianos empresarios rurales.

Por ignorancia, por sectarismo, por apuros electorales, por miopía, por una visión de corto plazo o lo que sea, la gestación de un clima agresivo contra los empresarios no sólo agrícola-ganaderos es una cuestión que excede ampliamente la desesperación del Gobierno por impedir que el índice del costo de vida supere el dígito un año antes de las elecciones presidenciales.

Esas consecuencias consisten en impedir la aparición y el descubrimiento de la información práctica que sirve para ajustar y coordinar los comportamientos de las empresas, todo lo cual permite que el crecimiento económico se produzca espontánea y naturalmente.

Cuando el Gobierno emprende con encono y furia la acción antiempresaria que estamos viendo, e impide mediante actitudes y órdenes el libro ejercicio de la función empresaria, produce al cabo de un tiempo el resultado paradójico de que nadie se dará cuenta de que está actuando en forma ineficiente y descoordinada, por lo cual numerosos ajustes que ocurren en la vida diaria no pueden ser descubiertos y de ese modo es imposible poner remedio a casos de flagrantes agresiones contra la integridad económica del país.

Impedir el funcionamiento de mercados mediante una planilla de precios oficiales, creer que se puede calcular costos uniformes y obturar sin consecuencias el sistema de precios que sirve para detectar el conocimiento de oportunidades que pueden ser aprovechadas por las empresas, no sólo es erróneo desde el punto de vista económico, es una acción descabellada que se paga con fracasos seguros.

El Gobierno debiera recordar que aplicar malas doctrinas o suscitar enconos entre la población produce funestas consecuencias. Porque quien siembra vientos, inexorablemente recoge tempestades. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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