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jueves 19 de abril de 2007

Patentes de corso

La creación de fideicomisos constituidos con fondos públicos se ha convertido en la estrategia preferida por los políticos para escamotear todo control y evitar cualquier castigo frente a posibles actos de corrupción.

Todo acontecimiento humano tiene una historia, grande o pequeña. Algunas son de gran nobleza, pero otras son miserables raterías. Hoy, tenemos una de esas historias que comienza en 1571, después de la batalla naval de Lepanto, el gran combate entre la cruz y la medialuna donde Miguel de Cervantes Saavedra –el “manco de Lepanto”– se cubrió de gloria con la victoria de la flota cristiana. A partir de entonces, nació la hegemonía española con España convertida en el primer imperio global de la historia.

Sin embargo, la Inglaterra cismática de sir William Cecil no podía tolerar ese inmenso poderío y durante el reinado isabelino convirtió al pirata Francis Drake en héroe nacional porque encabezaba la lucha contra España. Así, unió curiosamente el patriotismo con la práctica de la piratería. Por ese inestimable apoyo, los reyes comenzaron a dar patentes de corso a otros piratas como Henry Morgan, Edward Teach (Barbanegra) y Bartholomew Roberts, a quien debemos la célebre frase de que “en un trabajo honrado lo corriente es trabajar mucho y ganar poco; en cambio, la vida del pirata es plenitud y saciedad, placer y fortuna y, además… poder”.

Desde entonces, la patente de corso fue una carta en blanco firmada por el rey donde se otorgaba inmunidad legal al pirata o bucanero para realizar robos y saqueos de barcos enemigos, lo cual constituía un delito para la gente común.

Esta pequeña historia parece revivir en nuestros días.

No sólo se trata del escabroso caso Skanska (ver artículo “La corrupción se hereda”) sino de un proyecto de ley denominado Régimen de la Industria Naval, presentado por un legislador oficialista (expediente 6348-D-2006, trámite parlamentario 160).

Modus operandi

No sabemos a ciencia cierta si el parlamentario autor de la iniciativa ha sido consciente de los alcances de su propio proyecto, pero descubrimos que éste ejemplifica el modus operandi de la corrupción institucionalizada en grado de tentativa.

A medida que algunos valientes jueces se animan a descorrer el sutil velo que la cubren, van surgiendo las líneas fundamentales del modo de actuar de la corrupción en esta etapa de la “nueva política”. Ella gira reiteradamente alrededor de un mismo pivote: los fideicomisos constituidos con fondos públicos para escamotear todo control y evitar cualquier castigo.

La Comisión de Usuarios del Transporte (CUT), entidad vinculada con la Cámara de Exportadores de la República Argentina, acaba de emitir un notable documento dirigido al presidente de la comisión de presupuesto y hacienda de la Cámara de Diputados, Carlos Daniel Snopek, en el que cuestiona la consistencia formal de este proyecto, aunque sin avanzar en sus posibilidades fraudulentas.

De a poco, todos vamos sabiendo que los fideicomisos donde interviene el Estado sirven para encubrir proyectos con sobreprecios, obras que no se terminan, trabajos que ni siquiera se empiezan y planes de promoción de ciertos funcionarios privilegiados. Tales fideicomisos hicieron su aparición pública en el año 2002 como una simple planilla anexa al presupuesto, que no se contabiliza ni se consolida con el resto de las cuentas públicas, y son recursos administrados sin supervisión ni control. Inicialmente, alcanzaron la suma de $ 4.900 millones anuales.

Un conocido tributarista, ex director general de la DGI, confesó en una entrevista periodística (diario La Nación, 29-04-2003) que “los fideicomisos son un desorden brutal, conocer los fondos que dan vuelta por el Estado es una misión imposible y eso facilita su total descontrol. Algunos figuran en el presupuesto, otros están ocultos y otros no pueden descubrirse. Hay de todo: existen fondos fiduciarios y fondos con asignaciones específicas”.

Uno de los escasos relevamientos de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) en el Ministerio de Economía descubrió, en 2003, la existencia de un presupuesto paralelo: 16 pseudoorganismos, financiados con fondos fiduciarios, que contaban con el doble de ingresos que la propia cartera ministerial.

Un fondo fiduciario para la industria naval

El Régimen de la Industria Naval es un proyecto de ley para fomentar el transporte por agua y la reconstrucción de la marina mercante argentina, que comienza con una sustancial incongruencia. Con el objeto de promover el desarrollo naval (artículo 1) impone a todos los fletes marítimos de importación un impuesto del 12% y del 5% a los fletes de exportación (artículo 6). Así, ignora que los países que tienen un gran tonelaje de buques de bandera nacional otorgan exención completa de impuestos al tráfico realizado por vía fluvial, lacustre o marítima porque la única forma en que se puede beneficiar a alguien consiste en no sacarle sus recursos con impuestos.

Luego, dispone otorgar créditos y subsidios a armadores, astilleros y talleres navales (artículo 2) mediante un Fondo Fiduciario para la Industria Naval (FOFINA) que es el pivote sobre el cual girarán las apetencias de los funcionarios con ínfulas de poder: administrar a discreción el dinero de terceros para beneficiar políticamente a quien ellos quieran.

Para que no queden dudas de que ese fondo fiduciario no estará sujeto a control alguno, se dispone textualmente que en ningún caso estará alcanzado por las normas y regulaciones del Banco Central (artículo 3), de manera que en ese fondo podrían colarse operaciones de lavado de dinero y hasta maniobras cambiarias que estarían exentas de todo control y de la autoridad de los magistrados.

El fondo fiduciario que se piensa constituir para promover la marina mercante nacional pretende establecer un extravagante impuesto al propio Estado, al disponer que se constituya con una carga anual del 0,5% del total de los recursos corrientes de la administración nacional, ya sean generales o específicos (artículo 5). Esta inocente disposición implica la transferencia de $ 650 millones desde un área de trabajo bajo control contable a otra área exenta de todo control.

Para constituir esa “cajita feliz” no sólo se establece este mecanismo, sino también el traspaso de las partidas previstas en el presupuesto, aportes especiales del Tesoro Nacional, los impuestos a los fletes mencionados y el importe resultante de un confuso programa de diferimiento impositivo (artículo 6).

Bien forrado con tales ingresos, el proyecto presenta un matiz de cierta delicadeza al autolimitar los aportes del Poder Ejecutivo por un período de 10 años sin rechazar la posibilidad de que pudiesen ser renovados por otros 10 años más (artículo 7).

Resta por saber quién será el administrador de esta “cajita feliz”. Para eso se establece que la autoridad de aplicación será un funcionario fiduciario que, específicamente, debe pertenecer a la Secretaría de Transporte del Ministerio de Planificación Federal (artículo 8).

A fin de disipar las dudas sobre la amplia libertad que gozará ese ciudadano fiduciario, se establece claramente que será ajena a él cualquier obligación de rendir cuentas en términos de rentabilidad o de condiciones establecidas por el Banco Central (artículo 9), lo cual equivale a decir que tiene carta blanca para hacer lo que se le ocurra.

Dentro de los deberes de ese ciudadano fiduciario se encuentra la obligación de destinar el 15% de los recursos anuales para subsidios o regalos graciables que privilegien los proyectos que él decida, siempre y cuando pueda alegar que combinan emprendimientos productivos (artículo 10, inciso e).

Pero, como todavía se conserva algún resto de pudor, el ciudadano fiduciario tendrá el deber de conformar un balance anual y confeccionar un informe de gestión sin plazo de vencimiento (artículo 10, inciso i). Por supuesto, como no se trata de ofender su sensibilidad, no se le impone que ese balance sea controlado por auditores independientes y tampoco se le obliga a someterlo a consideración o aprobación de ninguna autoridad terrenal (artículo 10, inciso h). De todas maneras, una copia del balance tendría que ser elevada a ambas Cámaras del Congreso Nacional sin que deba ser publicado en el Boletín Oficial ni en diarios capitalinos (artículo 10, inciso j).

Si algún malintencionado quisiera inmiscuirse en el control o supervisión de las operaciones de este Fondo para la Industria Naval mediante algún ardid, el funcionario fiduciario tiene la más amplia atribución de rechazar esos aportes y donaciones que vengan condicionados con cláusulas restrictivas que puedan menoscabar la funcionalidad de su tarea, como ser el control financiero concomitante o la auditoria de los estados contables (artículo 11, inciso c).

Para no asumir solitariamente tamañas funciones, exentas de control, el funcionario fiduciario deberá nombrar un Consejo Asesor –sólo para emitir opiniones y sugerir medidas– que se integrará por tres trabajadores propuestos por el gremialismo sindical y tres representantes de la industria naval sugeridos por la corporación que agrupe a los empresarios. Este consejo estará excluido de cualquier función directa, ejecutiva o de control (artículo 12).

Como vemos, se trata de un proyecto oportunamente iluminador. Nos muestra al desnudo el modo de actuación para soslayar el debido contralor de los fondos públicos y la posibilidad cierta de manejarlos con una arbitrariedad tal que justifique la advertencia que hiciera en vida el premio Nobel de Economía Milton Friedman, recientemente fallecido: “Cuando un funcionario tiene facultades para distribuir el dinero de terceros entregándolo discrecionalmente a sus amigos o favorecedores, no podrá resistir la tentación de justificarse a sí mismo si se queda con una parte proporcional de ese dinero. Ello corrompe a los funcionarios implicados porque los coloca en la posición de decidir lo que es bueno para otros y eso les hace adquirir, por un lado, la sensación de poder casi divino y, por otro, una dependencia casi infantil. El resultado final corroe completamente el tejido moral que mantiene unida a una sociedad decente”.

Que los magistrados judiciales tomen nota de estas historias grandes o pequeñas, de nobleza o de raterías y obren, en consecuencia. Si no lo hacen, que Dios y su conciencia se lo reprochen. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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