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jueves 10 de mayo de 2007

Se perdió la vergüenza

El análisis aislado de las variables económicas pierde relevancia cuando los actores de la escena política despliegan conductas fraudulentas, corruptas y deshonrosas.

Desde hace un tiempo –que no podríamos decir cuánto- los ciudadanos de este maravilloso país estamos siendo deslumbrados por una especie de sucesivos destellos luminosos, como si miles de cámaras fotográficas estuviesen disparando sus fogonazos de flashes electrónicos sobre nuestra cara.

Es interesante reseñar varios de esos resplandores:

– Por una revuelta de los docentes, el presidente no puede regresar a su casa particular en Río Gallegos.
– Ningún funcionario ha sabido explicar el fracaso en la búsqueda del desaparecido Jorge Julio López.
– El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, León Arslanian, asegura que no hay ninguna pista ni encuentra motivos razonables sobre el autosecuestro del militante Luis Ángel Gerez. Tampoco aclara cómo ocurrió su cinematográfica liberación después de un patético discurso presidencial.
– El presidente ataca públicamente a la Cámara de Casación porque quizás podría entender en las denuncias de corrupción por la operatoria de fideicomisos oficiales.
– El Gobierno intenta lavarse las manos en el caso Skanska echándole la culpa de los sobornos a una poderosa firma metalúrgica. Esa empresa no quiere hacerse cargo de culpas ajenas y, de inmediato, recibe amenazas de expropiación por parte del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, aliado estratégico de Argentina.
– Las autoridades guardan absoluto silencio sobre el caso Greco, fogoneado por funcionarios del Ministerio de Economía para que el Estado pague una deuda dudosa, misteriosamente incrementada.
– Como consecuencia de las acciones judiciales por el pago de sobornos en el gasoducto del norte, el ministerio respectivo ordena al Enargas reducir de un plumazo el costo oficial del gasoducto del sur en u$s 900 millones.
– La ministra de Defensa niega la validez del informe de la OACI (Organización para la Aviación Civil Internacional) que ella misma había solicitado acerca de la inseguridad de los vuelos en el área de Ezeiza.
– Varios militares mueren como consecuencia de accidentes provocados por el retaceo de presupuesto para el mantenimiento de los aviones de la Fuerza Aérea.
– El buque más emblemático de la Argentina, el Rompehielos Almirante Irízar, se incendia en alta mar por falta de mantenimiento. Su capitán, que asegura el rescate de todos los tripulantes y salva la integridad del barco, protagoniza un acto de heroísmo dentro de las más puras tradiciones navales, pero no es recibido ni felicitado por las autoridades.
– El ministro de interior denuncia que un insano intentó atentar contra la vida del presidente en su residencia patagónica cuando éste se encontraba a más de 2.500 km.
– El presidente anunció desde la Casa de Gobierno que ahora vienen por él.

Son demasiado graves y sucesivas estas cosas como para no mostrar una gran perplejidad, sentir desasosiego y predisponerse a unificarlas en un juicio lapidario: ¡han perdido la vergüenza!

Efectivamente, tales cuestiones son tan inverosímiles y deplorables, que sus autores y cronistas parecieran querer convencernos de que desde el ámbito oficial se puede ofrecer un espectáculo humillante y deshonroso sin sentir vergüenza.

La vergüenza no es un demérito.

Por el contrario, es un sentimiento de pundonor y de estimación de la propia honra y dignidad, que redime a quien se siente avergonzado.

Los datos económicos como añadidura

En este contexto, ponerse a analizar las cifras del INDEC o razonar sobre los valores añadidos de la economía nacional, sin tener en cuenta la conducta que muestran los actores de la escena política, parece un acto de angelical candor.

Porque los números no son lo principal de la economía, sino una añadidura.

Tan sólo constituyen una manifestación fenomenológica que indica los resultados de las transacciones, pero nunca explica las causas.

Analizar las cifras de recaudaciones fiscales, los valores agregados por distintos sectores, el índice de la construcción o de la producción industrial, los saldos del comercio exterior, el crecimiento del producto interno, los pronósticos sobre el pleno empleo y todas las correlaciones estadísticas que se nos puedan ocurrir puede ser un esfuerzo estéril que a nada conduce.

Los números, las cifras y los datos no son entes autónomos con vida propia, sino el resultado de la acción humana decidida por individuos que gozan del libre albedrío y que pueden comportarse de manera muy distinta: con respeto o grosería, de manera honesta o de modo indecoroso, diciendo la verdad o mintiendo, cumpliendo los contratos o delinquiendo.

Sin lugar a dudas, no es lo mismo ni arroja idénticos resultados participar de una economía que se desenvuelve con individuos tramposos que no cumplen con la palabra empeñada, que intervenir en otra economía integrada por personas decentes que se abstienen de engañar al prójimo y honran sus compromisos.

La evidencia nos señala que los peores vicios comienzan a tener vigencia cuando un número significativo de individuos de toda la escala social tienen el mismo común comportamiento y han perdido la vergüenza.

La sabiduría tradicional

Para saber qué nos está pasando, el diagnóstico económico necesita recurrir a la sabiduría tradicional, aquella que ponía en primer lugar los aspectos esenciales de la acción humana: el valor de la conciencia, el remordimiento, la obligación, el sentido de responsabilidad y el sentimiento de culpa.

Si no se tienen en cuenta estos cinco componentes de la intuición racional, todo afán científico y técnico para sostener el crecimiento económico, reformar la política y restaurar las instituciones, será en vano.

Alguna vez habría que volver a pensar el significado del tradicional juramento que los altos mandatarios formulan en el acto más solemne de su vida. Allí, con la mano extendida sobre los libros sagrados, dicen: “Juro por Dios nuestro Señor y estos santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir la Constitución. Si así no lo hiciere, que Dios y la Patria me lo demanden”.

Dios y la Patria les demandan por medio de la conciencia.

Y, ¿qué es la conciencia?

Todos sabemos que la conciencia nos dice lo que es justo o injusto, lo que es bueno o malo, y nos estimula a obrar con justicia, hacer el bien y evitar el mal.

Cuando hablamos de ella pensamos que es una voz interior que nos juzga sin atenuantes, porque es un juez severo e insobornable que avisa, persuade, urge, ordena y prohíbe. La voz de la conciencia es un impulso para ser mejores. Por eso, sólo los seres humanos la tienen, mientras los animales carecen de ella.

Por experiencia propia sabemos que la conciencia ejerce un poderoso dominio sobre nuestros sentimientos íntimos.

Cuando un funcionario toma una decisión fraudulenta, violentando su propia conciencia, inexorablemente sufre una conmoción sentimental que se manifestará tarde o temprano, porque ha hecho algo indebido, venciendo la resistencia que le impone el cumplimiento del deber.

Aquellos que astutamente han armado el tinglado de la corrupción para beneficiarse con el dinero público terminarán teniendo un reproche interior que les señalará la repugnancia de su conducta, lo nauseabundo de sus deslealtades y el vacío de una vida interior que ha incumplido con su deber moral.

A lo mejor tienen una conciencia perturbada, que pueden acallar y enmudecer, lo cual les permitirá tener estímulos morbosos para acumular dinero exigiendo sobornos, para cobrar sobreprecios adulterando los costos de las licitaciones o para desviar fondos aplicándolos a destinos indecentes. En estos casos, su conciencia estará encallecida por la reiteración de sus infamias y mala conducta.

Inevitablemente, sin embargo, llegará el día en que aparecerá el remordimiento, que es la exteriorización de una conciencia interior que los condena. La conciencia de aquellos que ahora no tienen vergüenza, actúa como un juez implacable que no se puede corromper ni se puede comprar con todo el oro del mundo. Es un juez que formula su dictamen antes, durante o mucho tiempo después de ejecutar los actos de corrupción.

Ciertamente, nuestros políticos podrán silenciar –por un tiempo– la voz de la conciencia y temporalmente podrán conseguir algunos éxitos, pero a la larga terminarán por oír el juicio interior que los condena.

En estos casos, el reproche y el remordimiento se convierten en un sentimiento de culpa y la conciencia se transforma en verdugo de uno mismo.

Cuando termine el festín de la corrupción, cualquiera haya sido la jerarquía del cargo que ocupen o la importancia de los recursos mal habidos, todos tendrán que rendir inevitablemente cuenta de su vida y este sentimiento a veces les acompañará como una sombra inseparable hasta la tumba y, otras, les impedirá alcanzar la felicidad que desean lograr y que no es otra cosa que el pensamiento de supervivencia después de la muerte.

Ése es el momento en que Dios y la Patria se lo demandarán. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario.

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