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jueves 5 de octubre de 2006

Terminemos por aceptarnos

Mientras no estemos listos como sociedad para aceptar el pasado en toda su dimensión, seguiremos navegando por nuestra adolescencia social sin posibilidad de recuperarnos ni de construir un futuro sólido.

Nadie es plenamente adulto hasta que no se acepta completamente. Nadie crece hasta que no se abuena consigo mismo y se termina por admitir como un todo, con sus más y sus menos, pero como alguien que es tal como es. Mientras las personas creen que ciertas partes de cada uno, en realidad, no son propias sino que responden a espíritus ajenos a uno mismo, no crecen, permanecen en una eterna adolescencia que se manifiesta inhábil como vehículo de progreso y superación.

A las sociedades suele ocurrirles lo mismo. Cuando reniegan de cierta parte que hace a su historia y a su formación, cuando viven creyendo que pasados que juzgan inaceptables no les pertenecen sino que habitan en su seno como aliens que hay que desterrar, esas sociedades no progresan. Viven eternamente refunfuñando contra fantasmas que creen implantados en ellas por una rara casualidad cósmica y corren en busca de una pureza utópica que sólo habita en su imaginación.

La sociedad argentina da muestras elocuentes de padecer de este complejo serio y abrumador que la encasilla en una creencia inmaculada acerca de sí misma y que la empeña en señalar culpables exteriores de todo cuanto no reconoce como propio o de todo aquello que de sí misma no le agrada.

Hace unos días, el presidente Kirchner, en ocasión de referirse a la desaparición de Jorge Julio López (el testigo cuya declaración posibilitó la condena a prisión perpetua de Miguel Etchecolatz), dijo que el “pasado no está vencido y que está siempre listo para volver”. La imagen responde a la idea de desconocer ese pasado como propio de la sociedad argentina. En el imaginario del presidente –y en el de la mayoría de la sociedad– radica la falsa noción de que lo que ocurrió en el país en los años de la dictadura militar fue una trágica imposición de un grupo de personas malignamente concebidas sobre un conjunto de inocentes ciudadanos cuya único desvelo consistía en vivir tranquilos.

Esto es falso. Y mientras no estemos listos para aceptarlo seguiremos navegando por nuestra adolescencia social sin posibilidad de recuperarnos ni de construir un futuro sólido.

El pasado, que incluye aquellos años negros, también nos pertenece. Ese “nos” debe tener todo el sentido de la pertenencia que la palabra implica. Es nuestro. Nosotros lo hicimos. Argentinos nacidos, educados y formados en la Argentina lucubraron, primero, una romántica quimera impracticable que adoptó la violencia para tratar de imponer su visión por la vía de la fuerza bruta, del asesinato y del silenciamiento de lo diferente. Otros argentinos también nacidos, educados y formados aquí utilizaron, luego, los resortes más sofisticados del aparato del Estado para exterminarlos. La sociedad argentina fue el útero de ambos. Ni unos ni otros cayeron aquí a bordo de imaginarios y desafortunados aerolitos.

La sociedad con sus maestros, con sus aulas, con sus costumbres y con sus creencias los hizo posibles. Ellos eran también nosotros. Ese pasado no fue un pasado de “ellos”, fue un pasado “nuestro”. Nadie puede arrogarse la calidad de extra-argentino en esas circunstancias. Nosotros fuimos la matriz y el embrión de su formación, de los unos y de los otros. Debemos hacernos cargo. Sólo haciéndonos cargo lograremos mejorar. Si creemos en nuestra inocencia y en nuestra amenidad, no resolveremos el problema. Si insistimos en la imagen de una maligna imposición externa que nos cayó del cielo, nunca nos haremos responsables de lo que debemos arreglar.

Nadie recuerda la extraordinaria presión social para terminar con el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Nadie asume esa responsabilidad. Nadie se acepta en ese rol. Como si la sociedad hubiera sido la más firme creyente en los beneficios de una institucionalidad incólume, nos engañamos a nosotros mismos creyendo que aquel golpe de Estado era manifiestamente antipopular, pero que hubo que soportarlo porque los militares eran los dueños de la fuerza. Ninguna solución saldrá de semejante aniñamiento.

Otro tanto acontece con un pasado más cercano, señalado como el culpable de nuestra miseria económica. Me refiero a la década de los ’90. Parecería que las millones de personas que vivaban los éxitos de Carlos Menem –y que en esa misma proporción lo votaron dos veces, a falta de una– en realidad eran habitantes pasajeros del espacio exterior que, como tales, sólo buscaban su beneficio puntual mientras condenaban, a sabiendas, a los verdaderos argentinos a la miseria brutal. ¡¿Cómo puede caer una sociedad en semejante hipocresía?! ¿Qué recóndito pliegue pretende adormecer con semejante placebo? ¿Lo creerá de veras?

La aritmética electoral no haya solución al galimatías que produce el contraste de los millones de votos que obtuvo Menem comparados con el mayoritario apoyo del que disfruta Kirchner hoy: no hay suficiente gente en la Argentina como para que ambos hayan sido millonarios en votos en proporciones iguales. Es obvio que la mayoría de los argentinos que votaron a Menem hoy son los mismos que subliman a Kirchner. ¿Aceptan, sin embargo, que Menem es tan de ellos como Kirchner? ¿Admiten qué ellos “son” Kirchner “y” Menem? No. De nuevo prefieren creerse la fábula de que Menem era un enviado diabólico del Fondo Monetario Internacional y que tuvieron que soportar su maléfica influencia porque la capital del Universo lo había ordenado.

¿Cuándo seremos responsables? La palabra “responsable” es el apócope de dos términos diferentes: “responder” y “habilidad”. El responsable es el que responde hábilmente. ¿A quién? A sí mismo. Para respondernos hábilmente a nosotros mismos no podemos retacearnos información o mandar a nuestra mente datos cambiados o equívocos. Para obtener una respuesta hábil a los que nos pasa debemos enviar a nuestro cerebro información verdadera. La verdad… toda la verdad. Y tenemos que tener la suficiente madurez como para aceptar que aquello que no nos gusta, pero que sucedió aquí, es también responsabilidad nuestra, es un producto nuestro.

Solo los chicos separan lo que les gusta de los que no les gusta y resuelven usando únicamente las herramientas de lo que les agrada. Pero los chicos están bajo la tutela de los mayores que remediarán cualquier decisión equivocada. Es hora de aceptarnos tal como somos. Es hora de tomar como propio lo que hicimos. Lo que hicimos bien y lo que hicimos mal. Sólo así dejaremos de creer en fantasías y podremos moldear una realidad mejor.

La sociedad argentina que se jacta de ser tan cócora, debería anoticiarse de que no está bajo la tutela de nadie, que debe hacerse cargo de sus propias miserias para procesarlas y, algún día, disfrutar de sus excelencias. © www.economiaparatodos.com.ar

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