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jueves 1 de marzo de 2007

Varitas mágicas

El pretendido resurgimiento industrial no es otra cosa más que un fenomenal enriquecimiento de determinados sectores elegidos por el Gobierno en forma arbitraria.

Hace unas semanas, en ocasión de salir al cruce de las declaraciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), tanto Felisa Miceli como el presidente Kirchner declararon que “el presente modelo económico no va a cambiarse porque busca la reindustrialización del país” y que la Argentina no iba “a aceptar presiones de nadie” para volver a un camino que terminó con la industria nacional.

La recurrente tendencia de los funcionarios del Gobierno a aclarar que no aceptan presiones es sugestiva. “Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”, dice el refrán popular. Es tanto el énfasis verbal que se pone en alertar que el Gobierno es infranqueable a las presiones que el primer pensamiento que surge es que la verdad transita por los caminos contarios.

Puede ocurrir, efectivamente, que el Gobierno no esté dispuesto a aceptar presiones (o incluso sugerencias) de determinado sector social, de ciertos organismos internacionales o de aquellos creyentes en un determinado conjunto de ideas. Pero, en cambio, es claramente permeable a las presiones de otros sectores, de otros personajes, de otras fuerzas de choque y de otras ideas.

Uno de los resultados de esa receptividad a la presión de determinados sectores es, justamente, la aplicación de una serie de conceptos de política económica que, a diferencia de un proceso normal de industrialización, están dirigiendo al país a una segunda vivencia del período conocido como “Patria Contratista”, en donde un sector o conjunto de sectores es receptor de una serie de privilegios antojadizos y artificiales que terminan convirtiéndolos en millonarios a costa de la sociedad, a la que a su vez se engaña vendiéndole un paquete “nacional y popular” cuya característica dominante es la demagogia.

Pensemos por un momento qué producto de valor agregado industrial ha producido la Argentina por la aplicación de esta política económica que le haya permitido ganar aunque sea un mercado internacional con una oferta de calidad mundial a precios competitivos. Es difícil encontrar esa respuesta. Salvo aquellos casos que ya existían antes de esta administración, no existen ejemplos conocidos y resonantes de producción industrial exitosa nacida como consecuencia de esta política.

Lo que sí pueden anotarse, en cambio, son sectores industriales que están obteniendo porciones extraordinarias del ingreso nacional. Esa riqueza, sin embargo, no se ha obtenido –lamentablemente– como resultado de una mayor competitividad, eficiencia y tecnificación del proceso industrial que permitan abaratar costos, mejorar calidades y ganar mercados, sino que ha sido producto de un fenomenal proceso de transferencia artificial de riqueza a sectores antojadizamente elegidos por la “varita mágica” del Gobierno.

Independientemente del hecho adicional de que es natural sospechar de la limpieza e incorruptibilidad de los procesos en donde existen “varitas mágicas”, la idea de que el Gobierno no va dejarse presionar por aquellos que no quieren la industrialización del país es falsa y enfermizamente demagógica.

Es demagógica porque insita el afloramiento de instintos primarios de la sociedad que cree estar enfrentada con fuerzas ocultas y extranjeras que sólo persiguen la infelicidad del país. Y es enfermiza porque anestesia la capacidad de advertir que los más pobres subsidian a los más ricos.

Hoy, en la Argentina, un jean cuesta $ 350 cuando en el mundo cuesta $ 100. Creer que eso contribuye a “industrializar el país” (y no a convertir en millonarios a unos pocos privilegiados) es creerse una mentira a la que estamos siendo receptivos por alguna razón que deberá buscarse en los siempre difíciles, aunque habitualmente acertados, pliegues sicológicos de la sociedad.

Es obvio que la Argentina está atravesando por uno de los momentos de mayor clausura mental de su historia. La incapacidad promedio del país para interconectarse con el mundo es francamente alarmante. En ese encierro, los argentinos han resultado permeables a los gritos vociferantes de la demagogia populista y pseudo-nacionalista. La ceguera que la estrechez mental genera impide ver que –por detrás del aparente cuidado a la “industria nacional”– lo que hay es un fenomenal enriquecimiento de unos pocos a costa de la mayoría, es decir, exactamente el escenario opuesto que el modelo de “igualdad” dice perseguir.

Esta tendencia al aislacionismo y la clausura es contraria a la que Karl Popper definió como requisito para el progreso en “La Sociedad Abierta y sus Enemigos”. Es posible que la mayoría de los argentinos prefiera vivir en el engaño a sentir que da el brazo a torcer. Es una elección. Pero esto no dirige a la Argentina hacia la industrialización y a un mejor nivel de vida. Muy por el contrario. La persistencia en el error del aislamiento, la desconfianza y la estrechez de miras junto a la creencia de que el uso arbitrario de “aritas mágicas” sirve para defender los intereses de país sólo hará que la riqueza se concentre y la miseria, lastimosamente, se multiplique. © www.economiaparatodos.com.ar

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