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jueves 27 de noviembre de 2008

La reconstrucción del país

Una reflexión sobre las cualidades que deberán reunir quienes se propongan recuperar el país después de los Kirchner.

Toda persona -de fina sensibilidad y buen gusto- suele pasar una vez en la vida por una experiencia enriquecedora que graba su espíritu, de manera indeleble, con ansias de infinito y añoranzas por la verdad.

Esa sensación de plenitud física y espiritual es la que se siente cuando uno camina por el Piazzale Michelangelo de Florencia, el más famoso punto de observación en la maravillosa ciudad donde surgió el Renacimiento.

El Piazzale fue construido en 1865 por el eximio urbanista y arquitecto Giuseppe Poggi, en una colina que se levanta al sur de la ciudad y orientada hacia el corazón de Florencia. Allí están ubicados el Ponte Vecchio, los Uffizzi, la cúpula de Brunelleschi, el Palazzo Vecchio, la torre octogonal de la Badia Fiorentina, la Santa Croce, la Piazza della Signoria, el Bargello y el Campanile del Giotto. Con esta obra, Poggi concluyó la urbanización de Florencia y el reciclaje de la orilla izquierda del río Arno, desde donde puede admirarse la maravillosa armonía de una ciudad entrañable.

Cuando todavía no salimos del asombro, por tanta belleza que inunda los sentidos, se descubre una placa de mármol al pie del gigantesco David, reproducido en bronce junto con las cuatro alegorías de la vida, que Miguel Angel hizo para la familia Médici: “el Día”, “la Noche”, “el Amanecer” y “el Crepúsculo”. Esa misma placa dice austeramente: “Giuseppe Poggi, arquitecto. Queréis saber cuál es su obra? ¡Echad una mirada en derredor!

El criterio de la evidencia

Traslademos ahora la atención desde Florencia hacia nuestro país y observemos cómo nos gobierna la pareja presidencial que supimos conseguir.

El criterio supremo y universal para reconocer la verdad histórica que estamos viviendo es único. No depende de alambicados razonamientos macroeconómicos. Tampoco está subordinado a las falsificaciones de los índices estadísticos. Mucho menos a las mentiras habituales en los discursos oficiales.

Es otra cosa muy distinta.

Se llama el criterio de la evidencia, esto es la plena claridad con que la realidad se impone a nuestro entendimiento. Aquello que los clásicos designaban como “el esplendor de la verdad”. Porque ilumina el pensamiento como el sol lo hace con los objetos materiales para que los ojos del cuerpo puedan verlos.

El criterio de la evidencia es el mismo con el que los maestros italianos describieron la obra magna de Giuseppe Poggi, en el Piazzale Michelangelo. ¿Queréis saber cuál es la obra de Néstor Kirchner, el preceptor y su alumna? ¡Echad una mirada en derredor!

Son cada vez más insistentes las voces que se levantan para señalar el envilecimiento progresivo que se está produciendo en la sociedad argentina. Al recorrer con la mirada el espectáculo cotidiano de nuestras ciudades, del campo, de las rutas y los caminos, pareciera como si un ejército enemigo estuviese ejecutando la orden de “tierra arrasada” antes de batirse en retirada.

A diario presenciamos las arrogantes y desaprensivas actitudes por parte de quienes tienen la obligación de gobernarnos con honradez, justicia y sobre todo magnanimidad.

No por infrecuente deja de ser menos importante que, nuestras mas encumbradas autoridades, ignoren los elementales principios de buena educación. El primero de los cuales es la puntualidad; el segundo son los buenos modales cuando se dirigen a dignatarios extranjeros; y el tercero es la afabilidad en el trato que merecen todos los ciudadanos.

Al mismo tiempo, nuestro Gobierno da a entender que repitiendo burdas mentiras, los ciudadanos terminaremos creyendo en sus relatos. Pero al engaño añaden una grosera dosis de burla a nuestra inteligencia, justificando sus desatinos con argumentos baladíes como si fuéramos idiotas.

Simultáneamente se desentienden de los temas que debieran hacerse cargo. Piensan que lavándose las manos y abandonando sus deberes van a lograr soluciones automáticas. Particularmente grave y sospechosa es esta omisión cuando se trata de la seguridad en la vía pública y del amparo al delito en todas sus formas.

Pero también muestran gran complicidad con el abolicionismo que busca despenalizar el consumo de drogas quizás para asegurar un mercado cautivo. Otro tanto muestran en la declinación de la enseñanza que no alcanza ni siquiera a cubrir exiguos días de clases. Del mismo modo operan con la destrucción sistemática de los mercados, la violación al derecho de propiedad, la negación de la libertad para elegir el sistema jubilatorio, la imposición de caprichos presidenciales sin sentido, la incautación de los ahorros acumulados para la vejez, el uso desenfadado de los recursos del Estado para satisfacer vanidades personales, la tozudez de negarse a rendir cuentas, la ocultación sistemática de información relevante, la innoble presión contra quienes asumen algún gesto de independencia incluyendo a los jueces, el subalterno empleo de mecanismos de inspección impositiva para presionar adhesiones políticas, las regulaciones insensatas que traban las actividades económicas y últimamente, hasta el premeditado empleo de bandas de asalto para erigir piquetes urbanos que obstaculicen la vida normal de los habitantes respetuosos de las leyes.

Como en el Piazzale Michelangelo: “¿Queréis saber cuál es su obra? ¡Mirad en derredor!”

Después de los Kirchner

Pero, inexorablemente llegará el momento en que esta etapa de nuestra vida política terminará. Sus anécdotas se disolverán en el pasado y volverá a reír la primavera. Entonces será el instante de la reconstrucción de la patria.

En todos los países del mundo que pasaron por experiencias similares, siempre surgieron figuras austeras, ejemplares, entregadas al bien común, con una perspicaz visión arquitectónica de lo que había que hacer y hábiles para reconstruir la sociedad sobre sólidas bases morales.

Fueron Alcides de Gasperi y Luigi Einaudi en la Italia de postguerra. Fueron Konrad Adenauer y Ludwig Erhard autores del milagro de la resurrección alemana. Fueron Charles de Gaulle y Jacques Rueff al salvar a Francia de la anarquía política. Fueron Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar al poner orden en la transición española. Fueron Margaret Thatcher y Tony Blair al liquidar la secular decadencia británica. Fueron Fernando Henrique Cardoso y Luis Inácio Lula da Silva al recuperar la grandiosidad de Brasil. Fueron Hernán Büchi y José Piñera al reformar las reglas de la política y la economía que hicieron posible el Chile moderno. Fueron Lech Walesa, Václav Havel y Mart Laar al liberar a los pueblos eslavos y bálticos del totalitarismo marxista-comunista.

Aquí no se avizora a nadie con esas cualidades.

Salvo muy honrosas excepciones predominan los políticos veleidosos, que se mueven hacia donde sopla el viento dominante, siempre buscando su propio interés.

Cualidades personales

Después de los Kirchner, hacen falta personalidades que reúnan condiciones valiosas, absolutamente imprescindibles para reconstruir nuestro país. Durante mucho tiempo hemos pensado que sólo necesitábamos una mano dura, un hábil embaucador o un pícaro que robe pero que haga, sin importarnos sus antecedentes personales. Así nos ha ido.

Esas cualidades, que son el fruto de una vida ordenada, no pueden ser sino las siguientes:
Sentido de la realidad, porque de nada sirve una buena teoría si no encaja con la práctica y produce buenos resultados.
Fe en la grandeza de la tarea, porque lo que se hace con el único propósito de ganar dinero jamás alcanzará objetivos perdurables.
Confianza en la obra, que deberá ser continuada y mejorada por otros.
Dominio de sí mismo, venciendo las propias vanidades y los intereses personales, para que la acción pública transcurra por carriles de grandeza.
Desinterés por acumular poder, que inexorablemente termina convirtiendo al gobierno en una banda de ladrones, con negociados y corrupción generalizada.
Decisión y tenacidad, para no claudicar ante las primeras dificultades, demostrando no ser una veleta que gira con el viento del oportunismo.
Espíritu de disciplina, ejerciendo una autoridad moral que justifique la sanción a todos quienes cometan faltas o delitos, porque la disciplina debe ser el aprendizaje de la solidaridad.
Respeto a la libertad de elección, porque el centro de la vida social no es el Estado, sino las personas y sus familias que tienen derechos superiores a los del gobierno.

Cada uno de nosotros es el miembro de un cuerpo, el jugador de un equipo. Si quien dirige el país sólo busca su propio interés personal y se desentiende de las reglas de juego, empujará al equipo entero a la derrota. Los argentinos tenemos sobradas pruebas de tales extravíos políticos y deportivos.

Por eso debemos exigir a quienes pretendan gobernarnos, después de los Kirchner, que asuman con dignidad la tarea que encaran, que tengan espíritu de comprensión por los problemas y las debilidades de los demás, que posean autoridad moral suficiente para premiar y sancionar, que no confundan esa autoridad con la miserable acumulación de poder, que sepan actuar con equidad en todas sus decisiones y que posean el tacto suficiente para entusiasmar a los argentinos en una tarea común digna de ser emprendida. © www.economiaparatodos.com.ar

Antonio I. Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad.

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