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sábado 22 de junio de 2013

Violencia y lenguaje

Violencia y lenguaje

Hay un muy extendido prejuicio que define a la lengua como un medio de comunicación. Nos olvidamos así de que el lenguaje es también un placer, un placer sagrado; una forma -acaso la más elevada- de amor y conocimiento

A propósito de intentar comprender que le sucede a la sociedad y al gobierno argentino, y en especial  con motivo del último discurso de la señora Presidente en una fecha tan cara al sentimiento de todo nuestro pueblo, transcribo este fabuloso y exquisito artículo de la Sra. Ivonne Bordelois que conservo en papel desde el 25 de agosto del 2002. Desde que lejos vienen nuestros problemas! ¿O es que lo único que hemos hecho es profundizarlos? Creo que todos los argentinos, pero esencialmente los dirigentes de todo nivel, debiéramos revisar nuestra manera de actuar, nuestras palabras y nuestros silencios… Todo tiene su significado.

«Se habla mucho de violencia entre nosotros estos días; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso este lugar es mucho más accesible de lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es inmensamente eficaz.

Hay un muy extendido prejuicio que define a la lengua como un medio de comunicación. Nos olvidamos así de que el lenguaje es también un placer, un placer sagrado; una forma -acaso la más elevada- de amor y conocimiento. Si es verdad que la libido, la pulsión de vida, el Eros, es lo que vincula al deseo y su objeto, y el placer su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio del placer. En cada comunicación verbal se logra así una relación misteriosa y fecunda.

Este carácter misterioso y fecundo del lenguaje es lo que garantiza su poder. En este sentido, es necesario recordar a Martí: «La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete». Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo. No es una coincidencia el que Martí fuera poeta y en muchos casos un excelente poeta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que primero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una palabra. Si nos enteramos de que pasión y paciencia provienen de la misma raíz, por ejemplo, así como amar y amamantar tienen un parentesco común, algo en nosotros se inclina a escuchar esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje.

Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conocimiento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es: ¿Cuántas lenguas habla usted? sino: ¿Cuántas lenguas escucha usted? Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escuchar lenguas, y en particular, el don de dar lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Porque las lenguas no se «emplean», no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de las naciones y nos la trasmiten pero sólo en la medida en que estemos dispuestos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión «usar la lengua» reduce la lengua a un instrumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Si aceptáramos que la lengua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien, nos penetra como el aire que respiramos, nos encontraríamos más abiertos a «ser hablados» por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotentemente, como en vano tratamos de hacerlo. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, restituidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sorprendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusivamente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.

El lenguaje está antes y después de nosotros pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el verbo del Evangelio de San Juan, del que se dice que «todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevalecieron contra ella».

  • LA MORDAZA DEL CONSUMO

En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla San Juan, deberíamos disponernos a un estado de alerta, porque el hecho insoslayable es que las representa la cultura global del capitalismo salvaje que vivimos: una empresa destinada a demoler nuestra conciencia del lenguaje y, lo que es más, increíblemente eficaz en este sentido. Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colectivo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacionales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguardia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nuevas vulgaridades, como la cizaña que no puede separarse del trigo, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor y frescura y novedad.

Cuando palpamos la increíble estrechez de la franja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best seller de nuestra época, cuando la conversación, una forma de poesía mutua si es verdadera, es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alaridos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje y a través del lenguaje, nosotros mismos, en lo más profundo de nuestra identidad, quienes somos atacados y destruidos. Con razón Merleau Ponty decía: «El lenguaje, antes que un objeto, es un ser». Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques.

Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa inaccesible. No se trata de velar por el casticismo o resucitar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido escondido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que incurrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.

 

  • EL INSULTO COMPULSIVO

Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices y sobre todo, la pérdida del sentido del goce que la lengua puede llegar a proporcionarnos.

Existe entonces una tensión en las relaciones entre cultura y lenguaje. La violencia hecha al lenguaje, al Eros que manifiesta el lenguaje, sólo puede venir de una poderosa pulsión de muerte ambiental que tiende a manipular, deteriorar y tergiversar el sentido primero y original de esa comunicación única, celebrante y placentera, que es el lenguaje en el mundo del Eros. El lenguaje congrega y comunica, la violencia obtura y destruye. Cuando la violencia se apodera del lenguaje tenemos la repetición compulsiva del insulto -nuestro sempiterno boludo- la blasfemia de la agresión sexual -hijo de puta- el incesto verbal – go fuck your mother- . Cuando es el lenguaje quien se apodera de la violencia tenemos a Esquilo, a Shakespeare, a Quevedo, a Isaías, a Cristo: la maldición sacra, el exorcismo necesario, la expulsión de los demonios íntimos y sociales.

La cultura masificante desconfía del lenguaje porque la conciencia crítica de la lengua es el comienzo de toda crítica. Según Saussure, el modesto y misterioso suizo que funda la lingüística contemporánea, la lengua es el sistema social más poderoso porque está grabado fundamentalmente en el inconsciente. Para aparecer ante nosotros mismos, la primera recuperación que nos es obligatoria es el reconocimiento de nuestro lenguaje, primer espejo del inconsciente. Esta es precisamente una de las más poderosas razones por las cuales las grandes culturas contemporáneas no favorecen el desarrollo de la conciencia lingüística o la restringen solamente al malabarismo de la propaganda comercial. Una cultura masificante entorpece el acceso a las napas más profundas del lenguaje y de su conciencia, transmite prejuicios sin delatarlos, empobrece el vocabulario u olvida sus refrescantes orígenes.

  • La riqueza inagotable

Contrariamente a los bienes de consumo, el lenguaje jamás se agota, recreándose continuamente; por lo tanto, compite con ventaja con cualquier producto manufacturado. Es también un bien solidario: lo comparte toda una comunidad, por un espontáneo sistema de trueque. Y por fin, es un bien absolutamente gratuito, ya sea en su apropiación como en su circulación. En otras palabras, es un bien totalmente subversivo, porque siendo como es, el bien más importante para los seres humanos -ya que es el don propio de la especie, el que nos diferencia de otros animales- su naturaleza se opone a la de todos los otros bienes de consumo, que en lugar de ser gratuitos, solidarios e inagotables son, sin excepción, agotables, costosos y no compartidos.

En este sentido, el lenguaje es un amenazador peligro para la civilización mercantilista, por su estructura única e indestructible, que ningún mercado puede poner en jaque. Por eso, para los sectores del poder es perentorio, dada la resistencia del lenguaje, volverlo invisible e inaudible, cortarnos de esa fuente inconsciente y solidaria de placer que brilla en el habla popular, en los chistes que brotan como salpicaduras en las conversaciones entre amigos, en las nuevas canciones hermosas, en las creaciones auténticas que surgen todos los días en el patio de un colegio, en la mesa familiar, en la charla de un grupo de adolescentes.

No deberíamos, sin embargo, deslizarnos al cliché apocalíptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es testigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el lenguaje y algo particularmente eterno en ese especial resplandor del lenguaje que llamamos poesía -el más peligroso de los bienes, según Hšlderlin-. Y en realidad, tratar de defender la poesía es una empresa un tanto ridícula, porque es la poesía quien en realidad nos defiende a nosotros, y hay algo permanente y permanentemente sosegador en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, «los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir./ Allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ y consumir».

También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que resplandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel «Verde que te quiero verde» con que Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de Santiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escribir: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche./ Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos».

Parecería obvio que el cuerpo primero y primordial de la poesía es la música de la palabra, y que precisamente la poesía sea el reclamo de los poderes corporales del lenguaje. Como lo dice Borges: «Creo que la poesía debe impresionar inmediatamente y de un modo casi físico». Y si hablo de la música de las lenguas poéticas es porque curiosamente la poesía contemporánea, en particular la de algunos poetas más jóvenes, parece alinearse casi ferozmente del lado más sordo del idioma, allí donde las palabras parece que se avergüenzan de su cuerpo.

  • Divorcio del cuerpo y la palabra

Esta deliberada amusicalidad del lenguaje poético ocurre, paradójicamente, cuando en la teoría contemporánea se habla incansablemente del cuerpo. Es notable que esto ocurra precisamente cuando el pobre cuerpo humano es clonado, reducido constantemente a dieta, obligado a operaciones indignas para ocultar una digna ancianidad, proclive a la anorexia, compelido a los gimnasios, degradado por la pornografía global. En particular, parece curioso que la muy positiva revolución sexual del siglo XX y la muy positiva liberación de las mujeres no hayan desembocado, como acaso hubiera cabido esperar, en el nacimiento de una poesía erótica como la del Medioevo y la del Renacimiento. Es como si el cuerpo se hubiera divorciado de la palabra. En vez de una renovada poesía erótica presenciamos la irrupción indetenible de la pornografía internética: una vez más, el lenguaje calla avergonzado.

Volviendo a la centralidad del cuerpo, cuando habla del impacto físico que debe tener la poesía, Borges está hablando de los poderes musicales e irracionales de la lengua, allí donde las palabras no son referencia sino presencia, contacto mágico con el otro lado del lenguaje. Una manera de reconocer estas magias es que el verso se clava inmediatamente en nuestra memoria y no la abandona nunca más, como un talismán necesario que nos protegerá desde allí en adelante. La ausencia de esta fuerza física, de esa capacidad de impregnar de un solo golpe nuestra memoria y nuestra vida que tiene la gran poesía, es un rasgo recurrente de la poética contemporánea, no sólo en nuestro medio. Acaso con el propósito de liberarse de toda retórica, se incurre ahora en una retórica negativa, que es la de la trivial opacidad, la deliberada mortificación del espléndido cuerpo verbal de la palabra.

  • La poesía como esperanza

Otro ejemplo del ataque de la cultura contra el lenguaje -y un gran daño a nuestra escuela, a nuestros chicos, a nosotros mismos- es el haber interrumpido la tradición de algunos grandes poemas sabidos -saboreados- de memoria. Yo recuerdo poemas de Juana de Ibarbourou, de Pedro Miguel Obligado, de Rubén Darío, que me han acompañado siempre, como grandes señales luminosas, como ese fuego alrededor del cual se encuentran desconocidos en una noche de invierno, y en donde se respira ese fuerte y querido aroma de la patria como si ella fuera la vieja y hermosa casa de la infancia.

En conclusión, podemos pensar en la poesía, el más alto resplandor del lenguaje, como el Eros, y en la violencia como la pulsión de muerte que amenaza la experiencia de ese Eros. Contra esta destrucción la poesía revela su don de escucha y sus poderes de lucidez, de protección y de supervivencia, todos ellos ligados a la pulsión de vida. En las noches en que nos sumerge y sobrecoge, como ahora, y por sobradas razones, la angustia por los tristes desfiladeros que atraviesa nuestra patria, cuando la poesía venga a visitarnos, no le cerremos nuestra puerta. Ella canta en nuestro corazón con una voz más consoladora que la de la historia, y su verdad es, con todo, más profunda y eterna que la de la historia. Desde la cólera de Aquiles hasta la nana de la campesina que arrulla a su niño, ella ha acompañado nuestro corazón y le ha confiado, día a día, las palabras talismanes con que alumbrar el camino de la vida. Traicionarla es también traicionar nuestra historia y nuestra patria, y esa patria tan irrenunciable y primera que es nuestro lenguaje. Que sean nuestra presencia y nuestra escucha un gaje de fidelidad a la poesía, que habita, como la esperanza, en lo más alto de nuestros corazones.»

 

Fuente:www.lanacion.com.ar