Los mitos detrás de la manipulación mediática
De un tiempo a esta parte es muy complejo adentrarse en el concepto de opinión pública y hallar una definición que satisfaga
Las teorías que antaño parecían explicarlo todo se vacían frente a un escenario en constante cambio. La introducción de nuevas tecnologías, las experiencias personales frente a ellas, las condiciones socio-políticas gravitan y modifican el qué, el cómo y el cuándo.
Se habla de la influencia de los medios, de la manipulación informativa con liviandad supina. Intereses hubo, hay y habrá siempre, pero ello no es sinónimo de meterse en la cabeza de la gente. No se puede reducir a la nada al individuo, y menos sobredimensionar el poder mediático cuando las estadísticas muestran una singular caída en las ventas de diarios, y se esfumaron los 30 ó 40 puntos de raiting que la TV lograba antaño.
En las últimas elecciones, el gobierno perdió la mitad de su caudal electoral, sin embargo, maneja una pauta millonaria y controla una red informativa magnánima. Si a ello sumamos que se lee cada vez menos y se pasan más horas frente a la computadora que frente al televisor, ¿cómo se sostiene el mito?
Lamentablemente, la actual administración politica ha generado fútiles antinomias poniendo a editores, periodistas y comunicadores en el rol de villanos por el sólo hecho de mantener al pueblo informado.
Simultáneamente, al vivir todo como un Boca-River de domingo, surgieron voceros oficiales cuya función es disputarle el partido al otro equipo. Así nació lo que podría denominarse: el periodismo blue. Dos bandos, tal es la dialéctica política del kirchnerismo. En el medio, la gente con una nueva y sagrada misión: optar y discernir. El espectador pasivo ha dejado de existir.
Es cierto que el argentino promedio es contradictorio por naturaleza. Vive mirándose el ombligo pero detesta verse aislado remando contra la corriente. Si eso sucede, el agua blanda se convierte en dulce de leche. Por esa razón, vuelve al rebaño aunque se queje. A conciencia, no quiere estar ni adentro ni afuera de la gran masa.
«Los medios, los políticos manipulan pero uno nunca es manipulado». Ese es el credo popular contemporáneo. Las encuestas, las mediciones de imagen, los sondeos sobre determinados temas se leen como si fuesen opiniones vertidas por foráneos. Aún cuando se adhiera, hay una vital resistencia a verse involucrado.
Ahora bien, cuando se produce una movilización para reclamar algún derecho y las calles se pueblan de pares, hay que estar. Y nada complace más que volver al hogar con el cartel que reza: «Yo fui a la Plaza», «Yo estuve en la marcha»
Vivimos al límite entre la necesidad de pertenencia y el deseo de diferenciarnos. Opinamos pero no es fácil asumirse luego parte de aquello llamado «opinión pública», quizás por el enigma que rodea a ese binomio, y que todavía no logró ser descifrado.
La opinión pública es la que expresa las voces de los ciudadanos. Ahora bien, si ella enumera nuestras ideas es redentora; si no lo hace, es un invento político o mediático. Ni una cosa ni la otra. La opinión pública es una sumatoria de coincidencias acerca de determinados temas que atañen a una mayoría. La posibilidad de no estar contemplados en ella no la deslegitima.
Como hemos visto con el periodismo, vivimos en un país donde todo tiene una versión oficial y otra paralela como si fuese posible la existencia en duplicado. Sucede también con el dólar, con la inflación, con la aduana, con la realidad, con el relato…
En este contexto, es factible que haya una opinión pública genuina y otra prefabricada a conveniencia de intereses sectarios. Para todo hay versiones adulteradas contenidas en un lenguaje paralelo cuya característica es el uso indefinido de eufemismos y falacias.
Como por arte de magia, palabras como genocidio o tiranía se infiltran en la oratoria oficialista. No se trata de complots ni conspiraciones destituyentes sino de la instauración de ideas que posteriormente se atribuyen a una “dictadura mediática” inexistente. Alguien tiene que tener la culpa cuando se venga abajo todo este andamiaje con alambre atado.
Si bien el poder de los medios existe y es innegable su influencia, mayor o menor según los casos, a esta altura de las circunstancias ya nadie compra merluza compactada creyendo que es trucha fresca o ahumada.
El diario de mañana puede anunciar que la Argentina se ha convertido en la panacea universal, que los argentinos no saldrán a la calle ciegamente a festejar. Hay algo insoslayable: mientras a la ficción nos la cuentan, a la realidad se la experimenta.
Hoy por hoy, la mejor ley de medios es el control remoto del televisor y el estante donde apoya los diarios el canillita del barrio.
En definitiva, la verdad no está en una editorial de la prensa, ni en el atril de Balcarce 50 sino en la experiencia de cada ciudadano.
Pero en el afán de instalar una opinión pública residual no sería de extrañar que en vez de plantear una agenda que contemple el desarrollo del país en los próximos 10 ó 20 años, nos detengamos a debatir si San Martín cruzó Los Andes para liberar territorios o para fugar capitales.
De todos modos, las creaciones falsas tienen vida limitada. En una de sus estelares actuaciones, Al Pacino representó a Viktor Taransky, un director de cine a quien le urge hallar una actriz especial para producir un éxito y no perder el espacio ganado en el mundo cinematográfico.
Aquejado por fracasos, sin conseguir la mujer ideal decide crearla con un sistema operativo computarizado deletreado «Simone» (tal el nombre del film), capaz de representar una virtualidad como real. Así consigue su objetivo, y su creación cobra vida en la pantalla grande hasta convertirse en una estrella para las masas.
La oferta de trabajo para Simone, la actriz virtualmente creada por Taransky supera todas las expectativas. Debe producir más y más imágenes virtuales a fin de poder satisfacer la demanda, pero de repente se ve superado por su propia invención a punto tal de tener que tomar urgente una decisión. La ficción no puede prolongarse, no es infinita. En una escena sobresaliente, Al Pacino descubre que la única salida es destruirla.
Lo mismo ha de suceder con la Argentina paralela del relato oficialista. Su destrucción es inevitable. No puede inventarse durante mucho tiempo un público y mucho menos atribuirle opiniones que no comparte.
El «todos y todas» de la Presidente es su fantasía, una entelequia erigida según su conveniencia más que mediante el conocimiento de los aspectos intrínsecos de su pueblo, consecuentemente es algo vacío. No ha logrado darle una entidad acorde a la realidad. Lo llenó en su cabeza con un eufemismo: «40 millones de argentinos».
Decimos «eufemismo» pues es siempre indefinido el número de estos dispuestos a escucharla. Más aún, al comenzar la última cadena nacional, 1.400.000 ciudadanos que estaban mirando canales de aire pasaron al cable o apagaron su televisor. A esa realidad aritmética hay que sumarle lo inevitable: cada uno agrega sus propios condicionantes (educación, gustos, cultura, memoria, etc.)
Hay que desmitificar viejos dogmas, empezando por la creencia de que todo pasa por manipular a las masas. Cualquier debate medianamente serio sobre el tema abre el interrogante acerca del papel de los medios, el rol del periodismo y los límites de la manipulación política, pero difícilmente podrá acordarse una única y todopoderosa teoría. Que suceda de esa manera habla de cierta maduración en la sociedad argentina.
Pocas veces una época fue tan fecunda. Lo pasado ya no sirve y lo nuevo no ha llegado. Hay trabajo por hacer, y esta claro que quién decida llevarlo a cabo será en lo sucesivo, el verdadero dueño del poder.