La inminente desaceleración de la economía china
La gran pregunta del siglo XX no desapareció en el XXI: ¿quién está del lado correcto de la historia? ¿Es la democracia liberal, con su poder que crece desde la base, protegido por el libre mercado, el estado de derecho, la rendición de cuentas y la separación de poderes? ¿O es el centralismo despótico al estilo de Stalin y Hitler, cuya variante más reciente, aunque mucho menos cruel, sería la china: un capitalismo de Estado con un gobierno unipartidista?
La caída del comunismo no terminó con la gran pregunta, solamente la aplazó un par de décadas. Ahora, el espectacular ascenso de China y las crisis de las economías democráticas —burbujas y caídas, el exceso de gasto y una deuda astronómica— desenterraron lo que parecía bien sepultado en un cementerio llamado «El fin de la historia», donde la democracia liberal triunfaría en todas partes. Los muertos se levantaron de sus tumbas y muchos en Occidente se preguntan si el capitalismo vertical, como lo practicaban los «dragones» asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Japón) y actualmente China, es un mejor camino hacia la prosperidad y la fortaleza global que la democracia liberal.
Quienes creen en el auge de los países no occidentales asumen que mañana será una repetición del ayer, es decir que el ascenso sideral de China continuará. La historia, sin embargo, nos obliga a ser cautelosos. Un crecimiento acelerado caracterizó todos los «milagros económicos» del pasado. Comenzó con Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania en el siglo XIX, y siguió con Japón, Taiwán, Corea del Sur y Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Pero ninguno logró sostener el crecimiento vertiginoso de las primeras décadas y, a la larga, todas estas economías se desaceleraron. El crecimiento cayó a una tasa «normal» una vez que la exuberancia juvenil dio paso a la madurez. ¿Qué significa normal? En el caso de EE.UU., el promedio de las tres décadas previas a la crisis de 2008 superaba el 3%. Alemania descendió desde 3% a menos de 2%. Japón lo hizo de 4,5% a 1,2%.
Lo que sube, baja y se estabiliza conforme los países progresan desde la agricultura y las artesanías hacia la manufactura y, de allí, a una economía de servicios y conocimiento. En el proceso, el campo se vacía y deja de ser un reservorio aparentemente ilimitado de mano de obra barata. A medida que aumenta la inversión fija, su retorno marginal decae, y cada unidad nueva de capital genera menos producción que la anterior. Esta es una de las leyes más antiguas de la economía: la ley de los rendimientos decrecientes.
El efecto de nivelación también se aplica a las economías industrializadas cuyo crecimiento se disparó después de un período de guerra y destrucción, como Japón y Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso, el patrón es el mismo. Piense en la trayectoria de un avión cuando despega y asciende en forma vertical para luego descender y enderezarse en el horizonte de un patrón de vuelo normal. La tendencia, debe subrayarse, nunca es fluida. A corto plazo, los altibajos del ciclo de negocios o los shocks ajenos al funcionamiento de economía la desdibujan, como las crisis sociales o una guerra.
Sólo el paso del tiempo revela lo que perduró. A mediados de los años 70, el crecimiento japonés pasó de 8% a menos de cero en dos años. Corea del Sur, otra maravilla de los años 70, osciló entre 12% y -1,5%. Cuando China todavía sentía los efectos devastadores de la Revolución Cultural, el crecimiento se derrumbó desde una máxima histórica de 19% a menos de cero. La historia reciente del país ilustra a la perfección el rol de las crisis «exógenas», cuyas consecuencias son mucho peores que las de un bajón cíclico. Junto con la guerra, la agitación interna es el freno más brutal al crecimiento. En los dos primeros años de la Revolución Cultural, la economía china se contrajo primero en ocho y después en siete puntos porcentuales. Luego de la masacre de la Plaza Tiananmen, en 1989, la expansión de dos dígitos bajó a un magro 2,5% durante dos años seguidos.
La Revolución Cultural y Tiananmen apuntan a una maldición que podría volver a aquejar a China: mientras más firme es el control del Estado, más susceptible es la economía a las crisis políticas. Por eso las autoridades observan de forma obsesiva cada disturbio público a través del prisma de Tiananmen, aunque esa revuelta se produjo una generación atrás. «Los líderes chinos sienten el temor de que sus días en el poder estén contados», escribe la académica china Susan Shirk.
Hoy, el mundo está hipnotizado por el extraordinario crecimiento del país. ¿Pero por qué debería China desafiar el veredicto de la historia económica de aquí a la eternidad? Ningún otro país escapó de esta historia desde que la Revolución Industrial desatara la espectacular expansión de Occidente a mediados del siglo XIX.
¿Qué explica la obsesión con China? Intelectuales occidentales de todas las posturas han tenido debilidad por los hombres fuertes. Piense en la adulación de Jean-Paul Sartre hacia Stalin o la temprana inclinación por Hitler del cuerpo de profesores alemán. El novelista francés André Gide advirtió la «promesa de salvación para la humanidad» encarnada en la Rusia de Stalin.
Y no es de extrañar: estos tiranos prometieron no sólo una redención terrenal sino un renacimiento económico; fueron los ingenieros trabajando en terreno, mientras los pensadores soñaban y debatían, ansiosos de tener poder pero demasiado timoratos para intentar conseguirlo. Qué lástima que el precio fue un sufrimiento humano incalculable, pero como afirmó Bertolt Brecht, el celebrado poeta del comunismo alemán: «Primero va el comer, luego va la moral».
Los que hoy pronostican la hecatombe caen en una tentación similar. Repasan las crisis del capitalismo occidental y analizan el milagro de 30 años de China. Luego concluyen una vez más que la supremacía del Estado, en especial cuando es flanqueada por los mercados y las ganancias, puede tener mejores resultados que la democracia liberal. El poder alimenta el crecimiento inicialmente, pero a largo plazo tropieza, como revela la historia llena de cicatrices del siglo XX. El líder supremo tiene éxito en darle latigazos a su gente para que se industrialicen a un ritmo acelerado, y logra en años lo que las democracias demoraron años o siglos.
Cuando Hitler estaba en el poder, el tren Hamburgués Volador cubría la distancia entre Berlín y Hamburgo en 138 minutos; en la Alemania democrática de posguerra, los ferrocarriles de la República Federal de Alemania demoraron 66 años en igualar ese récord. Los motivos son simples. Los nazis no tenían que preocuparse por la resistencia local y las declaraciones sobre el impacto ambiental. Un tren maglev de diseño alemán ahora va y viene entre Shanghai y el Aeropuerto Internacional Pudong de la ciudad; en su tierra natal fue descarrilado por una democracia irritable que se quejaba del ruido y los subsidios.
Las economías verticales tienen éxito al principio pero luego fracasan, como dejó claro el modelo soviético. O ni siquiera llega a despegar, como lo demuestran las largas listas de imitadores, desde Gamal Abdel Nasser en Egipto hasta Fidel Castro en Cuba. Tampoco les ha ido mejor a los caudillos populistas del siglo XXI, como ilustran los casos de Argentina, Ecuador y Venezuela.
La modernización autoritaria o «guiada» planta la semilla de su propia caída. El sistema mueve montañas en su juventud pero eventualmente se solidifica para convertirse en una cadena montañosa, rocosa, impenetrable e inmovible. Le da poder a los intereses creados que, al igual que los jugadores privilegiados a lo largo de la historia, primero ignoran y luego resisten el cambio porque presenta una amenaza mortal para su estatus e ingresos.
Esta especie de «búsqueda de rentas» es visible en todas las sociedades de este tipo. Como explica el científico social Francis Fukuyama, al reflexionar sobre el ancien régime francés: «En una sociedad de esta naturaleza, las élites pasan todo su tiempo intentando capturar los cargos públicos para conseguir una renta para sí mismos»; es decir, más riqueza de la que les otorgaría el libre mercado. En el caso francés, la «renta» era un «reclamo legal por una fuente de ingresos específica que pudiera ser apropiada para el uso privado». En otras palabras, el juego de los poderosos es convertir el poder público en ganancia personal; sin importar los mercados y la competencia.
El ejemplo francés se aplica con facilidad al Este de Asia en el siglo XX, donde participaban del juego tanto el Estado como la sociedad, ya fuera de forma abierta o a través de una negociación por debajo de la mesa. Levantando la bandera de la ventaja nacional, el Estado favorece a las industrias y los intereses organizados los que, a su vez, buscan más poder para obtener monopolios, subsidios, exenciones de impuestos y protección para aumentar sus «rentas»; riqueza y estatus por encima y más allá de lo que entregaría un sistema competitivo.
Mientras más grande es el Estado, mayores son las rentas. Si el Estado, y no el mercado, es el que determina los desenlaces de la economía, la política supera a la rentabilidad como asignadora de recursos. Licencias, permisos de construcción, capital, barreras de importación y regulaciones anticompetitivas son destinadas al propio gobierno o a grupos favorecidos, lo que genera corrupción e ineficiencia. Un sistema así tampoco es fácil de reparar. El Estado depende de sus clientes, de igual modo que los clientes dependen de su benefactor todopoderoso. Esta red creciente de colusión genera estancamiento o una revuelta.
¿Qué nos pueden decir los dragones pequeños sobre el grande, sobre China? El modelo seguido por todos ellos es virtualmente el mismo. Pero algunas diferencias son notorias. Una es el tamaño. China seguirá siendo un peso pesado en la economía mundial pase lo que pase. Otra es la demografía. Los dragones pequeños completaron el curso clásico, con un desplazamiento de la población desde el campo hacia las ciudades. Este «ejército industrial de reserva» mantuvo bajos los salarios, impulsando las ganancias y el stock de capital.
De este modo, Corea del Sur, Taiwán y Japón se convirtieron en poderosas «fábricas del mundo», cuyos textiles, herramientas, autos y electrónicos amenazaron con abrumar la industria occidental, como lo hace hoy la enorme capacidad exportadora china. Cuando se vacíe, el campo ya no puede abastecer la maquinaria industrial con mano de obra barata.
China aún tiene a muchos millones de personas dispuestas a superar la pobreza rural, así que no hay que confundirla con Japón, cuya población decreciente y que envejece no será repuesta pronto por la inmigración ni la procreación. Japón se ubica en la parte más baja de la tabla de fertilidad, apenas por encima de Taiwán y un poco por debajo de Corea del Sur. El «ejército de reserva» de China aún tiene un largo camino que recorrer. Y este país muy pobre tampoco agotó las ventajas clásicas del capitalismo de Estado, como acumulación forzosa de capital, consumo reprimido y una indiferencia altiva por el medioambiente.
Pero hay que tener cuidado con la maldición de 2015. A pesar del deseo de las masas rurales de mudarse a la ciudad, la fuerza laboral china comenzará a caer mientras su legión de dependientes que envejecen sigue aumentando, el resultado de una tasa de fertilidad abismalmente baja, mejores condiciones de salud y una creciente expectativa de vida. Mientras China envejece, EE.UU. se rejuvenecerá gracias a sus altas tasas de natalidad e inmigración. Una sociedad que envejece implica no sólo una fuerza laboral menor, sino también un balance cultural cambiante entre los que buscan la seguridad y la estabilidad, y los que quieren riesgos y adquisiciones, rasgos que son impulsores invisibles del crecimiento económico.
Asimismo, la ventaja de costos de China se está derrumbando. Desde 2000, los salarios promedio se cuadruplicaron, y la otrora espectacular tasa anual de crecimiento ya no llega a los dos dígitos.
El descontento en el país, medido según la frecuencia de «disturbios públicos», va en aumento, pero las causas tienen que ver con la corrupción local y una élite que busca sus rentas, no con la intención de poner fin al monopolio político del Partido Comunista. Una manifestación en Tiananmen no constituye una revolución. No hay un atajo para llegar a las protestas masivas que derrocaron a los tiranos en Taipéi y Seúl.
Ni tampoco hay una revolución inminente en las urnas en el futuro de China. Los electores japoneses demoraron medio siglo en desmantelar el Estado unipartidista informal encabezado por el Partido Liberal Democrático, a pesar de las elecciones libres. El Partido Comunista Chino no debe temer una calamidad así; es el único partido en una tierra de elecciones de fantasía.
Sin embargo, La historia no ha tratado bien a las modernizaciones autoritarias, ya sea que adopten las formas de capitalismo de Estado «controlado», «guiado» o común y corriente. O el sistema se paraliza y se vuelve en contra de sí mismo, devorando las semillas del crecimiento espectacular y finalmente produciendo un estancamiento. (Este es el «modelo» japonés que comenzó a fallar 20 años antes de que terminara el monopolio de facto del PLD). O el país sigue la ruta occidental, donde el crecimiento primero generó riqueza, luego una clase media, posteriormente una democratización y el Estado de bienestar y una desaceleración del crecimiento. Este es el camino recorrido por Taiwán y Corea del Sur, la versión oriental de la occidentalización.
La ironía es que tanto el despotismo como democracia, aunque por motivos muy distintos, son incompatibles con un crecimiento deslumbrante a largo plazo. Hasta ahora, China pudo eludir ambos obstáculos. Consiguió una riqueza creciente sin una desaceleración o una revuelta, un milagro político sin precedentes. La estrategia es abrir los mercados y controlar con mano férrea la política: «generar dinero, no problemas».
¿Puede China continuar por esta senda? El veredicto de la historia no es alentador.
Fuente: www.online.wsj.com