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jueves 14 de noviembre de 2013

Ni chicha ni limonada

Ni chicha ni limonada

El análisis político y económico de Vicente Massot

Cuando semanas atrás el país se enteró, de la noche a la mañana, que Cristina Fernández debía ser sometida a una intervención quirúrgica de urgencia, los rumores y las conjeturas respecto de la índole de su dolencia y de las eventuales consecuencias que la misma podía traerle aparejadas, resultaron infinitos. En realidad, como el cuadro no era de extrema gravedad, correspondía hacerse una única pregunta que hoy, al momento de saber que la presidente volverá a Balcarce 50 el próximo lunes, tiene tanta o más vigencia que entonces. Es esta: ¿cómo vuelve de su operación?

El interrogante, así planteado, puede llamar a engaño y hacernos creer que sólo importa su estado de salud y no otros aspectos. Sin embargo, tan trascendente como la recuperación y evolución física y psíquica de la viuda de Kichner, será el espacio de maniobra con el que cuente para desarrollar, en lo que le queda del mandato, una política de ajuste o una de derroche. 

El regreso de la señora a escena no será triunfal, precisamente. Al llegar a la Casa Rosada el lunes y ser saludada por los granaderos de guardia, hallará un país no muy distinto del que existía al instante de internarse pero, eso sí, con una relación de fuerzas que, por vez primera, le será desfavorable no respecto del arco opositor sino comparada con la que existía antes del 11 de agosto.

Los actores serán los mismos y también las asignaturas pendientes. En cambio, habrá cambiado para siempre, de aquí y hasta diciembre de 2015, el margen de acción de la actual administración para fijar la agenda política y definir el curso a seguir en punto a la cosa pública. 

El sábado 10 de agosto Cristina Fernández, aún devaluada, era dueña de una cuota de poder que comenzó a escurrírsele, como agua entre los dedos, veinticuatro horas después, cuando quedó al descubierto, sin derecho a apelación, el resultado de las PASO. El sueño oficialista de un virtual empate técnico —fogoneado con el apoyo complaciente de no pocos encuestadores supuestamente serios— desapareció en menos de lo que canta un gallo. El domingo 11 a la noche fue claro que no habría ni reforma de la Constitución ni planes reeleccionistas.

Pero el deterioro del gobierno no terminó ahí. Con posterioridad al 27 de octubre, la autoridad de la presidente siguió desflecándose de tal manera que, al comparar su situación actual con la de septiembre, la pérdida luce inmensa. No en términos de diputados y senadores, de gobernadores o intendentes que todavía le son adictos —o al menos, declaman serlo— sino en términos de lo que puede o no hacer la Casa Rosada.

La derrota ha sido de tal envergadura que el debilitamiento del kirchnerismo no admite disimulo ni retoques capaces de rejuvenecerlo. No ha perdido toda la capacidad de gobernar ni luce impotente. Afirmarlo sería una tontería. Sin embargo, carece de la fuerza de antaño. Ya no puede pasar por sobre sus adversarios y enemigos como si fuesen alambre caído ni puede tampoco imponer su voluntad de manera absoluta.

No se trata, pues, de saber si hay en el horizonte un intento de prolongar la vida útil de un régimen que en 2015 pudiese heredarse a sí mismo y manejarse con la misma dosis de discrecionalidad puesta de manifiesto desde mayo de 2003. Eso está fuera de la discusión. Es un escenario imposible que ni siquiera sus exponentes más fanáticos se animarían a suscribir. Se trata de determinar si el Frente para la Victoria —o, si se prefiere, el gobierno— y, en ultima instancia, Cristina Fernández, tendrán el margen de autonomía necesario a los efectos de ensayar una receta de ajuste, aunque no la denominen de esa manera por temor al que dirán. O para, en su defecto, incendiar el país.

A medida que transcurre el tiempo y crece el gasto público, se agiganta el déficit fiscal, merman las reservas y la inflación campea a sus anchas, la necesidad de un cambio de rumbo cuyo propósito sea el de corregir errores y abandonar las medidas dirigistas —o lisa y llanamente irracionales— se vuelve imperiosa.

Así como, por muchos que hayan sido los cuidados de sus hijos y de sus íntimos para evitarle a la presidente sinsabores y dolores de cabeza, los resultados de las elecciones recientes no pudieron ocultársele, de la misma manera el rumbo de colisión que lleva la macroeconomía salta a la vista de quien desee verla. No se requiere ser un experto en la materia para darse cuenta de que algo es menester hacer; y pronto.

Es en este orden de cosas que cobra vigencia la pregunta inicial, a la que corresponde enmarcar dentro de un contexto de debilidad gubernamental. El cómo regresará de su convalecencia Cristina Fernández no supone conocer cuál será la evolución de la enfermedad que la aqueja sino tomar conciencia de cuál es el poder que todavía reivindica con éxito para hacer cuanto crea oportuno.

Se le presentan, al respecto, dos caminos diametralmente opuestos y un hibrido en el medio: o ajusta o se radicaliza o bien no cambia nada y sigue como si todo estuviese bien, y viviésemos en la Argentina de 2007. Claro que para conducirse por cualquiera de las dos sendas mencionadas en primer término, le haría falta al gobierno una fuerza de la que hoy carece, golpeado como está y con un acta de defunción a cuestas.

Imaginemos que, a semejanza de Juan Domingo Perón en 1952 o de su mujer, María Estela Martínez, en 1975, Cristina Fernández, adoptando una posición realista, decidiese un viraje en pos de la ortodoxia. Ello supondría contener el gasto público, reducir el déficit fiscal, abandonar el cepo cambiario, sincerar la política tarifaria, ponerle freno a la inflación, congelar aumentos salariales locos y, eventualmente, aumentar determinados impuestos. Salvando las distancias y las comparaciones —siempre odiosas— el mismísimo Perón debió ponerle paños tibios al plan de Gómez Morales; y su sucesora no aguantó un paro general enderezado en contra de su administración que —sin medir las consecuencias— impulsaron Casildo Herreras y Lorenzo Miguel.

Los planes de ajuste que, a semejanza de una operación, son en principio dolorosos, requieren gobiernos fuertes, no débiles, para ponerlos en la práctica y —sobre todo en sus inicios— para mantenerlos vigentes a pesar de los reclamos sindicales, las tensiones sociales y las criticas de algunos de sus seguidores.

Enjugar el déficit y poner en caja los desbordes a los cuales ha conducido la política instrumentada en los últimos diez años por el kirchnerismo no sólo piden a gritos una acendrada convicción en punto a su conveniencia —algo que parece estar lejos de las observancias ideológicas de la presidente— sino comodidad y fuerza para moverse y mantener con firmeza el timón en medio de una tempestad. Aun si Cristina Fernández estuviese dispuesta a borrar con el dedo cuanto ha escrito con la mano, se hallaría en una situación en extremo complicada para ensayar una receta de este tipo. Básicamente porque requeriría una dosis de poder inexistente a los efectos de soportar los antagonismos que generaría.

Supongamos un segundo escenario: que, fiel a si misma, intentase la política opuesta y lanzase un programa chavista, por llamarlo de alguna manera. En cuanto al margen de maniobra que tendría, se enfrentaría a problemas similares a los expuestos más arriba. Representaría un salto al vacío en razón de que, para vertebrar un plan cerradamente intervencionista y dirigista en su esencia, la condición necesaria es contar con un peso especifico a prueba de balas. De lo contrario el caos arrasaría con la economía y también con el gobierno.

Esto nos lleva a la hipótesis tercera: la de un ensayo híbrido que consista en afeites yretoques tendientes a modificar formas con el propósito de que todo siga igual. Una suerte de gatopardismo administrado por Kiciloff y Moreno. Esta salida —si acaso se la puede denominar así— tendría dos ventajas tratándose del kirchnerismo: por un lado, es la receta aplicada hasta ahora y, por lo tanto, no habría que cambiar de caballo en medio del río; por el otro, para sostenerla bastaría con el poder que conserva. La cuestión es si —dadas las circunstancias y en atención a la extrema fragilidad de la economía— el libreto de ni chicha ni limonada aguanta, de aquí a 2015. Hasta la próxima semana.

Fuente: por gentilza de Massot / Monteverde & Asoc.