Capitalismo, filantropía y solidaridad voluntaria
Uno de los principales argumentos que esgrimen los enemigos de la libertad para justificar la existencia del Estado es el de garantizar la redistribución de renta. Sin esa redistribución -afirman los estatistas-, la acumulación de riqueza de los ricos impedirá a las clases económicamente menos favorecidas de la sociedad cambiar su situación. Ya saben el famoso meme: los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Se me ocurren dos grandes objeciones a esta idea errónea. En primer lugar, es una falacia que la acumulación de riqueza por parte de los individuos y familias más acaudaladas del planeta impida a los más pobres revertir su situación. En segundo lugar y aun en el caso de que esa errónea teoría fuese cierta, también es cuestionable que la única (o mejor) solución para lograr que los más pobres accedan a la parte de la acumulación de riqueza de los más ricos sea mediante la coacción. La primera objeción es fruto de ignorancia económica, la segunda de una clara actitud estatista y coactiva, valga la redundancia.
Con respecto a la falaz asunción de que es necesario que el Estado impida que los ultra ricos acumulen riqueza con el paso del tiempo hay dos problemas. Por el lado de los más desfavorecidos, sus oportunidades de prosperar en la vida y la acumulación de riqueza de los ricos son dos fenómenos que nada tienen que ver. El que un rico acumule capital no impide que un pobre haga lo mismo. En los años 30, algunas de las familias más ricas del planeta eran los Rockefeller, los Morgan o los Du Pont. Que esas familias tuviesen unos patrimonios gigantescos no impidió que, por ejemplo, un niño nacido en 1930 en el seno de una familia de clase media-baja en la ciudad de Omaha se convirtiese, décadas más tarde, en el hombre más rico del planeta. Ese hombre es Warren Buffett. Del mismo modo, que Bill Gates fuese el hombre más rico del mundo durante prácticamente dos décadas tampoco impidió que otro joven proveniente de una familia sin una acumulación de capital significativa se convirtiese en el mil millonario más joven del mundo. El joven del que hablo es Mark Zuckerberg, cofundador de Facebook. Las oportunidades que tienen los individuos para prosperar en la vida y probar fortuna nada tienen que ver con que los ricos acumulen riqueza.
Pero la cosa no acaba aquí.
Una vez analizada la situación desde la perspectiva de los pobres, toca ahora hacerlo desde la de los más acaudalados. El sofisma económico mencionado hace una asunción que, lamentablemente para los anticapitalistas, no se cumple. Esa asunción es que, una vez un individuo o un grupo familiar acumula una ingente cantidad de riqueza, lo único que sucederá es que esa riqueza aumente con el paso del tiempo. Craso error. La riqueza, igual que se genera, se puede destruir. En eso son expertas las segundas y especialmente las terceras generaciones familiares. Pero más allá de una mala gestión del patrimonio familiar, el motivo fundamental de esa compleja preservación del capital es que el libre mercado no entiende de apellidos. Las mayores fortunas del planeta no tienen miles y miles de millones en el banco rentando un interés, sino que tienen una gran cantidad de acciones, normalmente de una misma empresa. Y aquí es donde viene el problema: si los beneficios esperados de un negocio de éxito pasan a ser cuestionados y finalmente caen en picado, la riqueza de esa familia se habrá evaporado. Por poner un ejemplo, el dueño de la cadena de videoclubs Blockbuster -que fue una empresa de enorme éxito y que acabó perdiendo el 99% de su valor en Bolsa- pasó en cuestión de años de ser un hombre tremendamente rico a convertirse en alguien con una riqueza mucho más modesta. De obligada lectura es el reciente artículo de Juan Ramón Rallo hablando precisamente de la voraz rotación de los apellidos de los ultra ricos en la lista de Forbes con el transcurso de las décadas. También merece la pena leer el artículo de Gray Matter titulado «From Rags To Riches To Rags». Este profesor y su colega Thomas A. Hirschl han estudiado la evolución de los ingresos de los norteamericanos durante los últimos 44 años y las conclusiones no pueden ser más reveladoras. El 12% de la población se encontrará en algún momento en el 1% más rico por ingresos. Mejor aún, el 39% estará al menos un año en el top 5%, un 56% lo hará en el top 10% más rico y un sorprendente 73% se encontrará entre el 20% con mayores ingresos en algún año dado. El libre mercado -no el corporativismo estatista imperante- enriquece sin miramientos del mismo modo que empobrece. No hay un trato de favor ni privilegios a la hora de conservar capital: si el negocio que ha generado una gran acumulación de capital ya no logra satisfacer las necesidades de una masa crítica de la sociedad, la riqueza desaparecerá. Esto explica la cantidad de americanos que algún año de su vida se encontrarán entre los más ricos del país.
Como comentaba al principio, aun en el caso de que la falacia de que los ricos impiden a los pobres prosperar por acumular riqueza fuese cierta, tampoco deberíamos asumir que la redistribución coactiva del Estado sea la solución. El libre mercado y los individuos, de forma libre y voluntaria, han llegado a una mejor solución. Ignoro si es por casualidad o si hay un interés por no darle mucha publicidad al asunto, pero lo cierto es que en los últimos años ha acaecido un hecho sin precedentes: las mayores fortunas del planeta, lideradas por Bill Gates y Warren Buffett, se han comprometido de forma libre y voluntaria a donar en vida al menos el 50% de su patrimonio a causas benéficas. El proyecto, lanzado en 2010, se llama «The Giving Pledge». Hasta la fecha, cerca de 120 mil millonarios con una riqueza acumulada valorada en más de $600.000 millones, se han comprometido a donar a causas filantrópicas la mitad de sus inmensas fortunas en vida. Entre los logros de estos acaudalados filántropos se encuentra el caso de Bill Gates, que está a punto de lograr erradicar la polio en todo el mundo. Ya va camino del 99%.
Cierto es que algunos de los promotores, como es el caso de Warren Buffett y su cruzada por que EEUU suba los impuestos a los ricos, están a favor de que la redistribución de renta se haga de forma coactiva. Pero no es menos cierto que esos 120 ultra ricos de Forbes acceden de forma libre y voluntaria a donar una gran parte de su riqueza para mejorar, en muchos casos, la vida de los que menos tienen. Este altruismo tiene una parte de lógica: cuando uno se ha beneficiado enormemente de un sistema como es el capitalismo que premia a quienes mejor saben darle a la sociedad aquello que demanda, se siente extraordinariamente recompensado. Quienes experimentan ese enriquecimiento se sienten tan sumamente gratificados que, en muchas ocasiones, desean devolver a la sociedad parte de esa riqueza obtenida: solidaridad voluntaria, la única solidaridad posible.
Como el mundo en el que nos ha tocado vivir dista mucho de ser una sociedad capitalista libre, no todas las personas que acumulan ingentes cantidades de riqueza la han obtenido de forma lícita, compitiendo en condiciones de igualdad, sin ningún tipo de privilegios estatales ni enchufes políticos. Por citar dos ejemplos, ni Carlos Slim ni Roman Abramovich se caracterizan por ser dos mil millonarios que hayan obtenido sus gigantescas fortunas sin privilegios estatales fruto del libre mercado. En el caso del primero, su estrecha relación de amistad con el que fuese presidente de México, Carlos Salinas de Gortari, jugó un papel decisivo en la construcción de su imperio. En el caso del segundo, su acceso privilegiado al círculo del entonces presidente Boris Yeltsin le permitió sacar tajada del proceso de privatización tras la perestroika. Curiosamente, estos dos ultra ricos han declinado participar en el proyecto «The Giving Pledge». Desconozco si, al no haber obtenido su enorme riqueza gracias al libre mercado sino al capitalismo de amiguetes -como se conoce en nuestro país al crony capitalism-, no tengan ese sentimiento de gratitud hacia la sociedad que sí tienen aquellas personas que han obtenido su riqueza de forma libre y voluntaria, con el voto de los millones de clientes de sus empresas. Pero me aventuro a pensar que algo de influencia ha podido tener.
La auténtica democracia es el libre mercado y aquellos que obtienen muchos «votos» en el mercado se dividen en dos grandes grupos: quienes sí los merecen suelen ser generosos y altruistas y el resto parece ser más avaricioso y egoísta. Así que la forma óptima para que los ricos ayuden a los más pobres parece simple: más libre mercado (que es la esencia de la prosperidad) hará más ricos legítimos y esos ricos, sin que nadie se lo imponga, suelen tender a ser solidarios y querer ayudar a quien más lo necesita. Mientras esta cooperación voluntaria y altruista a escala planetaria tiene lugar, los enemigos de la libertad seguirán argumentando que la redistribución coactiva de renta de ricos a pobres es necesaria para garantizar una «igualdad de oportunidades». Que no le den gato por liebre.
Fuente: www.juandemariana.org