Cuatro mitos de la economía de pizarrón
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra disciplina cultivada por el hombre
Entre las grandes tragedias del siglo 20 está la readopción de viejas y dañinas posiciones sobre la economía que parecían largamente superadas. En este breve resumen vamos a revisar cuatro conceptos que se siguen enseñando en los pizarrones de una buena parte del mundo, y no son otra cosa que un refaccionamiento de las viejas concepciones del Mercantilismo.
Veamos entonces en qué consisten aquellas y qué tienen de dañino al ser impulsadas en reuniones de un gabinete ministerial.
1. La balanza comercial y el dinero como un fin
El Mercantilismo es la filosofía económica adoptada por los mercaderes y estadistas de los siglos 16 y 17. Los mercantilistas pensaban que la riqueza de una nación provenía principalmente de la acumulación de oro y plata. Las naciones sin minas podían obtener oro y plata sólo al vender más bienes que aquellos que adquirían del exterior.
En consecuencia, los líderes de esas naciones intervenían altamente en el mercado, imponiendo aranceles a los bienes extranjeros para reducir las importaciones, y otorgando subsidios para mejorar las posibilidades de exportación para los bienes domésticos. El Mercantilismo representó la elevación al status de política nacional de los intereses comerciales.
Los viejos mercantilistas sostenían que por definición era favorable exportar y desfavorable importar. Lamentablemente el error es persistente y prácticamente un lugar común cuando se habla de comercio exterior. Pero es necesario aclarar una y mil veces que el objetivo de las exportaciones es la importación.
Basta fijarse en lo que hacemos a nivel personal, familiar y de nuestro barrio: el análisis más ligero bastará para notar que todo aporte productivo hacia los demás se hace con el fin de importar el producto de sus esfuerzos.
Dada la naturaleza arbitraria de las fronteras nacionales, resulta entonces evidente lo irrelevante que resulta si se da adentro o afuera de un país un transacción donde se intercambie un bien o servicio por dinero. Si importar fuese dañino, la insinuación en sátira del genial Frederic Bastiat de que hundamos cada cierto tiempo los barcos que traen mercancías del exterior, sería la solución al “problema”.
Esto nos lleva al tema del dinero como un fin. Los mercantilistas pensaban que la parte que recibía el dinero resultaba favorecida en el comercio. Pero por definición los intercambios comerciales entre personas, empresas y territorios, son situaciones ganar-ganar.
De hecho es la razón para que ocurran, siendo voluntarios como lo son. Es por eso que debe descartarse el mito de la balanza comercial, pero sobre todo el del dinero como un fin en el proceso económico. Lo único que da valor al dinero son los bienes y servicios circundantes; en otras palabras, la producción.
2. Consumo y Producción
A partir de los escritos de J.M. Keynes la profesión económica empezó a sostener una curiosa idea: el que una economía pueda tener situaciones indeseables como falta de empleo y pauperización por culpa de los comportamientos mezquinos y egoístas de los empresarios capitalistas.
A una falta de expansión hacia el punto que Lord Keynes consideraba el “óptimo” sólo cabía contraponerle la amigable mano visible del Estado para corregir, vía gasto público y política monetaria, la situación indeseable. Así, el consumo forzoso –por encima de proyectos y planes de vida individuales- iba a tirar hacia delante todo el proceso productivo. Pero se comete un grave error histórico y teórico al sostener eso.
En primer lugar, el empleo asalariado es una creación del empresario capitalista, que libra a otros individuos de la incertidumbre del mercado (un agricultor o herrero es un empresario, tan sujeto a la dureza del mercado como cualquiera) a cambio de un ingreso estable.
Y el origen de ese ingreso es la mente del empresario capitalista, quien originalmente hubiese tenido una ganancia pura que no tuvo más remedio que compartir en forma de salarios para contar con la colaboración voluntaria (por contrato) de otras personas.
El propio autointerés del capitalista le llevará a generar cada vez más valor agregado para escapar a la tendencia inherente a un mercado libre de uniformar las utilidades entre empresas e industrias. Si no innova en costos o valor agregado, sencillamente su utilidad tiende a desaparecer con el tiempo y su producto se vuelve un commodity.
Igual va para quienes ofrecemos nuestro trabajo: la abundancia de gente con la misma capacidad o talento nos vuelve menos recompensados monetariamente.
La historia nos corrobora este hecho: es el autointerés del capitalista lo que genera una producción creciente, la competencia con otros capitalistas eleva la productividad del trabajo humano, y el salario aumenta en proporción con la utilidad pura mientras más capitalista es una economía.
Y en una clara violación de la Ley de Say (“la oferta crea su propia demanda”), Keynes sostenía que la oferta global era algo distinto a la demanda global de bienes y servicios. Además de crearse una perniciosa división entre “el lado de la oferta” y “el lado de la demanda” para el análisis económico, se comete un error fatal.
Toda persona que ofrece un bien está necesariamente demandando otro. La persona que quiere comprar un bien o servicio tiene necesariamente que ofrecer otro. Al no ser fenómenos divorciables la oferta y la demanda, las nociones keynesianas parten de un error lamentable.
Con la Ley de Say se refuta también de paso la afirmación socialista –de ese tiempo y contemporánea- de que puede haber en los mercados un exceso de oferta global. Mientras que la supuesta escasez de demanda se le quiere atribuir, entre otras cosas, a una falta de dinero en manos de la gente -bastaría imprimir y repartir billetes- el exceso de oferta recibe apelativos más coloridos, como aquel de la “exhuberancia irracional” del capitalismo.
3. La fijación con el pleno empleo y el ciclo económico
Uno de los legados más nefastos que nos ha dejado la economía de pizarrón es la fijación de los funcionarios públicos con la búsqueda del “pleno empleo”.
Sometamos el tema del empleo a un ejercicio mental: en una isla de apenas 100 habitantes es inconcebible el desempleo, sencillamente porque falta gente para el número de bienes y servicios que pronto serán ideados y deseados por sus habitantes. “Pero ahora, en la realidad, hay mucha más gente” podría argumentarse.
Por supuesto, pero los satisfactores (bienes, servicios) siguen siendo ilimitados. La prueba de eso está en que países de decenas y cientos de millones de habitantes tienen mucho menos desempleo que Ecuador o Venezuela, tanto antes como después de nuestra actual etapa de desarrollo.
Keynes escribió que según los economistas clásicos “no existe tal cosa como el desempleo involuntario en sentido estricto del término”. Los clásicos no dijeron eso, por supuesto que existe el desempleo involuntario. Pero no en un mercado libre. Se necesita de una fuerza externa al mercado para perturbar profundamente la natural relación entre proyectos crecientes y empleo total de la población en ellos.
En otras palabras, sin intervencionismo estatal, lo natural e históricamente preciso es decir que el empleo siempre es ubicuo y total.
Sin embargo toda intervención estatal genera un problema que bajo las ideas equivocadas parecerá demandar nuevas intervenciones. Es por eso que a los defectos de la economía mixta los mercantilistas querían corregirlos con gasto público e inflación. Si el afán es mejorar las cosas en el corto plazo y superficialmente, ese sería el camino. Pero se está afectando la base de una economía que quiera asignar inteligentemente sus recursos: el sistema de precios.
Éste es el único sistema de señales e incentivos posible en la realidad que motiva a la asignación dinámica y acertada de recursos productivos en una economía libre. Cualquier interferencia -más aún si es sistemática- con su funcionamiento genera errores persistentes en el proceso económico. De esa forma y sólo de esa forma, es posible la existencia de factores como el desempleo involuntario y la subutilización de otros recursos hábiles y deseables.
De hecho, una afectación vía expansión del crédito es la forma por excelencia para generar el conocido y popularmente misterioso ciclo económico de boom y recesión general. Pero dado que la intervención estaba justificada técnicamente, había que lidiar con el las recesiones y depresiones con más intervención aún.
Una somera mirada a la inflación estatal del dinero durante los 1920’s basta para adjudicar acertadamente la responsabilidad de la Gran Depresión.
También puede recurrirse a “America’s Great Depression” de Murray N. Rothbard y “La Gran Depresión” de Hans Sennholz. En ese sentido ni hablar de las hiperinflaciones en países latinoamericanos, sus crisis bancarias y su estancamiento en general.
La fijación con el pleno empleo ha llevado una y otra vez a pensar que existen situaciones en que el consumo es menos que “óptimo” y el Estado debe intervenir para provocar la utilización de recursos “ociosos” y estimular la demanda agregada. Todo esto, claro, bajo el improbable concepto del efecto multiplicador del gasto público.
Pero forzar el consumo por encima de la inversión –la cual sí es multiplicadora- es un ejercicio de ilegitimidad ética además de destrucción económica. Como dijo uno de los seguidores más conocidos de Keynes y el mercantilismo en general, John Kenneth Galbraith: “Hitler fue el verdadero protagonista de las ideas keynesianas.”.
4. El Estado como socio y los agregados poco agregables
Para llegar al cálculo del PIB de un territorio, se utiliza una conocida fórmula: C+I+X+G=PIB. El problema es que la aceptación de ésta sin beneficio de inventario implica prácticamente sumar peras y manzanas.
En primer lugar, la acumulación de dinero no implica mayor riqueza (bienestar). Prestar una atención miope al resultado de la fórmula del PIB, sobre todo cuando la inversión y el consumo quieren sumarse al gasto público, es un error. El gasto público (incluyendo las empresas públicas y su intromisión) se compone de recursos sustraídos del sector privado, que hubieran estado al servicio del proceso económico en forma de consumo, inversión y comercio exterior precisamente.
De ninguna manera puede considerarse inversión; en el mejor de los casos consumo forzoso. Pero éste último siempre implica una pérdida de bienestar social pues se hace a espaldas de la gran mayoría de implicados.
Por otra parte y como se mencionó antes, las exportaciones no son un activo del que deban restarse las importaciones. Ambas caras del comercio son auto equilibrantes y suficientes.
Además el PIB está atado a los índices de precios al consumidor y a la cantidad de dinero en la economía. Cualquiera de los dos factores sería suficiente para desconfiar de su validez, pues son nominales y no siempre reflejan la situación subyacente y real.
El concepto del PIB debe ponerse en duda por su imprecisión, y porque es un concepto contable más que cataláctico, es decir no lidia con la cooperación de mercado en su conjunto sino con sumas y restas de elementos desiguales frente al proceso económico.
Pero el cálculo del PIB es solamente una manifestación particular de la concepción mercantilista, siendo la miopía ante la existencia del individuo la raíz fundamental de esta última. Si se considera la acción colectiva como algo más que un concepto funcional para entender la suma de acciones individuales, el error seguirá plagando la ciencia económica.
Aquella debe estar al servicio del ser humano y la cooperación social voluntaria, no de la política. Entender la diferencia determina fundamentalmente nuestra capacidad de salir del atraso y la desesperanza. Conclusión Hemos heredado una economía tradicional plagada de imprecisiones.
Esto tiene dos claros efectos: desprestigia la ciencia económica haciendo que mucha gente no la tome en serio y por otra parte vuelve a muchos economistas ejemplos de lo que F.A. Hayek llamó la “fatal arrogancia”, es decir que se toman demasiado en serio frente a la sociedad.
Ambas son caras de la misma moneda, y sus efectos vía políticas públicas sobre el planeta han sido desastrosos. Antes de la reinstitución del Mercantilismo, el analfabetismo económico era común exceptuando a los economistas. Luego de los 1930 una buena parte de la propia profesión padece de ese mal al abrazar fundamentos y conclusiones erróneos.
Keynes, padre intelectual del FMI y las políticas económicas de los últimos 70 años, hubiera hecho bien en no desenterrar los viejos mitos mercantilistas y vestirles de nuevos ropajes. El costo de enterarnos que el emperador estaba desnudo y tenia un rostro viejo y desagradable aún no se termina de pagar en oportunidades perdidas para el mundo en vías de desarrollo.
Los seguidores posteriores de esa línea, desde Hicks pasando por Samuelson & Nordhaus para llegar a Paul Krugman, siguen confundiendo a sus herederos intelectuales y al público en general. Pero la economía de pizarrón nos ha hecho ya el suficiente daño. Tal vez es hora de evitar nuevos desastres.
Fuente: www.independent.typepad.com