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martes 10 de junio de 2014

Liberalismo y economicismo

Liberalismo y economicismo

Mi tesis es que las acusaciones de economicismo que algunos liberales lanzan contra los economistas liberales son no sólo infundadas sino también contraproducentes. 

Infundadas, porque el liberalismo no es economicista; y contraproducentes, porque esos reproches coinciden con los que esgrimen los enemigos de la libertad.

La expresión economicismo no ha sido recogida oficialmente por el idioma castellano. Sí es admitido, en cambio, el «economismo», cuyo significado es idéntico a lo que habitualmente se denomina economicismo. Según el Diccionario de nuestra lengua, economismo es la «doctrina que concede a los factores económicos primacía sobre los hechos históricos de otra índole». Conste de entrada mi protesta ante esta palabra, porque si el historicismo o el narcisismo son defectos padecidos por historicistas o narcisistas, el economismo aquejaría por lógica conclusión a todos los economistas por el mero hecho de serlo, aseveración a todas luces injusta. Mantendré, pues, el término economicismo para identificar la asimetría de marras.

Un somero repaso a la historia de las ideas revela que la ofuscación economicista se corresponde sobre todo con una doctrina profundamente antiliberal. Es el socialismo, en efecto, el que ha sostenido que los modos de producción o las formaciones económico-sociales o las infraestructuras u otras categorías económicas o cuasieconómicas ostentan una elevada capacidad explicativa. Si hay un autor caracterizado por una visión holística que descansa en las condiciones materiales de la existencia humana para dar cuenta de la historia y las leyes, de la política y la religión, y hasta de las ideas y los estilos artísticos, ese autor es Karl Marx, no Adam Smith.

El pensador escocés, por cierto, no sólo no admitiría ser catalogado de economicista, sino que en realidad recelaría hasta de ser definido como economista. Después de todo, fue catedrático de Filosofía Moral. Es verdad que los economistas lo consideramos, de modo convencional y entrañable, el fundador de nuestra disciplina, y también es verdad que la posteridad lo reconoció sobre todo como el autor de La riqueza de las naciones.

Pero eso es claramente parcial, puesto que Smith escribió sobre filosofía, lógica y metafísica, sobre historia de la ciencia, sobre física y astronomía y arte; se han descubierto extensas notas de sus lecciones sobre jurisprudencia, retórica y bellas letras. Y su primer libro, y el que puede demostrarse que más le interesó, fue «La teoría de los sentimientos morales». Encontramos componentes de una visión liberal en muchos de sus escritos, no sólo en los económicos.

Por añadidura, Smith no es una excepción a este respecto. Antes y después de él, numerosos testimonios prueban que el pensamiento de los economistas liberales no ha sido estricta ni exclusivamente un pensamiento económico, y que por tanto no es necesario emprender batallas contra reduccionismo alguno.

El amplio abanico de intereses académicos de Smith se fue estrechando a medida que la economía se desarrolló como ciencia autónoma en el siglo xix, pero tampoco es correcto colgar el sambenito del economicismo a las generaciones subsiguientes de economistas.

Un caso ilustrativo es el del inglés David Ricardo, quizá la figura más importante de la economía clásica después del propio Smith. Ricardo abordó asuntos económicos, y con gran altura analítica, pero no perdió la perspectiva sobre otras dimensiones. Al elaborar su notable teoría de las ventajas comparativas, sobre la que edifica un potente discurso librecambista, sostiene que el comercio debe ser libre no sólo por razones de eficiencia en la asignación de los recursos sino para lograr un objetivo más importante: la cooperación pacífica entre todas las naciones. Esta convicción, a saber, que el liberalismo económico se inscribe y cobra sentido dentro de un conjunto más amplio de valores, derechos y libertades, conecta con las múltiples variantes y subescuelas liberales que cabe registrar desde entonces. Si es absurdo tachar de economicista a Adam Smith, no lo es menos hacerlo con Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Milton Friedman o James Buchanan.

Dicho esto, y antes de pasar a lo contraproducentes que son las acusaciones que estamos criticando, es menester reconocer, primero, que efectivamente hay muchos economistas en las familias liberales y, segundo, que la comprensión recíproca entre las diversas humanidades o ciencias sociales ha ido con lamentable frecuencia en proporción inversa a su evolución y especialización.

Lo primero es natural si consideramos que el liberalismo debió batallar contra el prolijo catálogo del intervencionismo económico mercantilista y en defensa de un argumento que incluía a la prosperidad y el bienestar general entre sus méritos; tampoco cabe olvidar que la ciencia económica está muy particularmente preparada para la intelección del orden extendido o la mano invisible u otras nociones que apuntalan el discurso liberal, como ha demostrado Hayek en Derecho, legislación
y libertad (véase por ejemplo el capítulo V del volumen I; Madrid, Unión Editorial, 1978).

Es el propio Hayek el que deplora la incomprensión mutua entre los economistas y otros pensadores en el ámbito de las ciencias humanas; denuncia en especial, y con todo acierto, la brecha entre economistas y juristas. Mientras que para la economía es fundamental no perder de vista las reglas y el marco institucional, para el derecho no lo es menos el percibir los órdenes espontáneos como el mercado. Los fallos en estas percepciones han motivado la obcecación de algunos economistas (casi nunca liberales), y también la tendencia a interpretar la ley como un instrumento de organización con fines particulares, lo que es típico del intervencionismo discrecional.

Así, la soberbia de algunos economistas, que desdeñaron a sus colegas de las ciencias sociales y se alucinaron ante la equívoca e intransferible precisión de las ciencias exactas, se ha visto acompañada de una esperable desconfianza por parte de juristas o sociólogos o politólogos que rechazaron el análisis de los fenómenos económicos bajo la triple influencia del dinamismo de la ciencia económica, el menosprecio de los economistas, y la invasión que éstos realizaron en esos campos próximos a su ciencia. De toda esta incomprensión se beneficiaron los antiliberales.

Concluyo ahora estas breves reflexiones subrayando cómo la acusación de economicismo contribuye a incrementar las ganancias que a río revuelto recogen los enemigos de la libertad.

La etiqueta del economicismo convierte al mercado en un instrumento susceptible de ser desmontado, separado y mezclado con otros mecanismos o ingredientes. Esto no es el liberalismo económico, que enfatiza no sólo ni principalmente el mercado sino la libre elección individual de personas responsables. Se trata de un humanismo, no un instrumentalismo. Ahora bien, a los intervencionistas la visión reduccionista les viene como anillo al dedo, tal como puede verse en el pensamiento único predominante en nuestro tiempo, que estriba en la aceptación del mercado pero en su corrección a cargo del Estado. El consenso socialista/democristiano/conservador pivota en torno a esta idea: hay que preservar el instrumento del mercado, que es un artefacto eficiente pero frío, injusto y excluyente, y complementarlo con la política, que es un sentimiento cálido, inclusivo y solidario. Esto puede parecer un disparate, y lo es, pero es lo que conforma la doctrina intervencionista que sin cesar se predica desde púlpitos, escaños, tribunas y medios de comunicación, donde incontables voces presumen de liberalismo en un contexto marcado paradójicamente por una glorificación de la coacción política.

Si revisamos las razones que esgrime el poder para recortar la libertad de los ciudadanos observaremos que con frecuencia se apoyan precisamente en una censura del economicismo, un mal
que sería imprescindible reparar cediendo más y más ámbitos de autonomía individual a las autoridades. Al lector le resultarán familiares las advertencias que desde diversos frentes se formulan contra el materialismo, el consumismo, el comercio, las empresas, el afán de lucro y una larga ristra de actividades libres de las que habría que desconfiar justamente por estar contaminadas de economicismo. Frases como «no se puede dejar todo al mercado» son ampliamente utilizadas. Sería una triste ironía que terminaran también en boca de los liberales y que entregáramos una parcela crucial a nuestros adversarios. Porque no nos equivoquemos: las condenas al economicismo apuntan en una sola dirección. La opuesta a la libertad.

Fuente: independent.typepad.com