Reflexiones sobre la legitimidad
El filósofo e historiador británico Henry Maine sostiene que si se considera que la legitimidad política emana de la soberanía popular, esto implica una subordinación de un gobierno no sólo al electorado que lo consagró con su voto, sino también a una multitud vagamente indefinida “exterior” al mismo y a la superioridad más vaga aún de “la opinión pública fluctuante” mientras se ejerce el poder concedido por las urnas.
A partir de este concepto, consideró que existe una limitación a la legitimidad que denominó como “trascendente”, establecida por la suma del mayor o menor apoyo que un gobierno va generando con sus políticas públicas durante el período para el cual fue elegido.
Es cierto que estos pensamientos pueden precipitar en muchos casos la justificación de muchas dictaduras “temporarias” de impacientes que terminan levantándose contra las restricciones constitucionales cuando los asuntos públicos tambalean, como así también que en algunas sociedades muy sofisticadas sea aprovechado por “revolucionarios” que invocan una legitimidad aún más “elevada” que las consideradas por Maine.
A pesar de este inconveniente, la legitimidad debería ser entendida como el poder que concede un sector significativo de la sociedad a un gobierno por medio de un voto “transitorio”, por lo que éste debería moderar siempre sus actos de disposición, comprendiendo que la eventual pérdida del respeto popular conduce indefectiblemente a una rebelión pasiva formalizada por quienes deciden retirarle su favor en el tiempo.
Todo esto lleva sin duda al dramatismo que presenta el sociólogo estadounidense Seymour Lipset al evidenciar uno de los verdaderos dilemas de la democracia, cuando dice que “un sistema con poca capacidad de eficacia, pero con una elevada capacidad de legitimidad puede inspirar una lealtad que resulte endeble respecto de un sistema con gran capacidad de eficacia pero con una capacidad de legitimidad menor”.
Puede afirmarse así que el poder en una república se desarrolla casi siempre en una atmósfera donde la legitimidad “flota” libremente a
través del tiempo, lo que vuelve a las sociedades democráticas bastante vulnerables.
El kirchnerismo está pretendiendo en su ocaso político que le reconozcamos su legitimidad basado en una ideología sujeta a un cierto tipo de “linaje real” (representado por los Kirchner), negando que su plena vigencia esté supeditada a la pérdida de la misma en los términos expresados por Maine. Todo se reduce para ellos a recordarnos ácidamente el porcentaje excepcional de votos obtenidos en el ya lejano año 2011, a partir del cual acumularon una cadena interminable de desaciertos “administrativos” que han puesto “a parir” a la sociedad.
No obstante ello, y con un lenguaje muy autoritario, siguen magnificando en estos días gran parte de los “ornamentos” y el vocabulario correspondiente a modos de gobernar que, supuestamente, habían venido a “reconstruir” cuando accedieron al poder con un discurso “progresista” que jamás pusieron en práctica finalmente.
Nuestro prolongado “adormecimiento” cívico les ha permitido sostenerlo y por medio de él pretenden ejercer dicho poder en forma “delegada” y sin derecho a réplica, a través de disposiciones del Ejecutivo.
Todos sus rivales políticos mientras tanto, persiguen la reinstauración de un orden institucional “clásico”, mediante el funcionamiento equilibrado de tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial y están viendo como se esfuman muchas perspectivas que les permitirían derrotar a quienes siguen “prosperando” en la inobservancia de la ley a través de una mayoría que ya no está reflejada hoy en la opinión pública.
En este estado de cosas, asistimos a los métodos injustificables de quienes han perdido legitimidad -en los términos con que la hemos analizado en los párrafos precedentes-, abriendo paso a un escenario donde se está jugando la suerte de la democracia en nuestro país.
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