España, y Argentina con anterioridad, fueron atacadas por el terrorismo islámico como respuesta a la alianza que estos dos países han tenido con los Estados Unidos.
España por su participación en la invasión a Irak. Argentina tuvo que sufrir los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA por el envío de naves de apoyo logístico, de carácter más bien simbólico, a la guerra del Golfo en 1991. Esto, potenciado por el antijudaísmo ya endémico de las organizaciones terroristas árabes, terminó en el baño de sangre que conocimos.
Dejando de lado un cierto tufillo a petróleo que ronda, al menos en parte, los conflictos de Estados Unidos con el mundo árabe, es necesario reconocer que cuando Saddam en su política expansionista toma Kuwait, hiriendo gravemente la soberanía de este último país y pateando el tablero internacional, la participación de Occidente, junto a parte del mundo árabe, para expulsar de allí a Irak, tenía al menos un dejo de legitimidad. Se podría extrapolar la situación a lo sucedido durante el nazismo y decir que si se hubiese obrado de igual manera con Hitler cuando anexó Austria a Alemania en 1938, se hubiesen salvado probablemente millones de vidas, teniendo en cuenta lo que sucedió después.
Ahora bien, el argumento que esgrimió Estados Unidos para lograr aliados, ¿o socios?, en su objetivo de derribar a Saddam, otorgándole algo de legitimidad a ese intento, fue la información fehaciente –proporcionada por los servicios de inteligencia más poderosos del mundo- acerca de la existencia en Irak de armas de destrucción masiva. Estas armas ya no significaban un peligro solamente para los iraquíes, contra quienes algunas variantes químicas ya habían sido usadas sobre la población kurda, sino para todo el planeta.
Es así que al no encontrar un arsenal de armas nucleares, ni bacteorológicas, la legitimidad de la invasión se derrumba.
El otro argumento que sustenta la necesidad de introducir en Irak un orden democrático basado en valores occidentales resulta al menos naif. Dado el choque cultural entre el mundo árabe y el occidental, lo más probable es que se produzca no solamente un recrudecimiento de los enfrentamientos entre chiítas y sunnitas, sino el establecimiento de una teocracia fuertemente antioccidental, como en su momento sucedió en Irán.
Pero para Occidente el problema es también sumamente grave. Ya no se trata solamente de ver cómo se retiran de esta confrontación los Estados Unidos y sus aliados, sino de qué hacer con ese nuevo actor en la escena mundial que es el terrorismo fundamentalista de origen islámico. Ese terrorismo que no pertenece a un Estado específico, que se vuelve invisible cuando así lo quiere y que puede atentar contra cualquier país y la sociedad civil del mismo, algo inaceptable para las reglas de juego de la guerra vigentes en Occidente. Para este terrorismo, como para prácticamente para todos, todo vale. Con una peculiaridad: tienen seguidores dispuestos a inmolarse.
La experiencia de España mostró que al Partido Popular no le ganó el PSOE, sino que fue Al Qaeda. Pero hay que ser cuidadoso al analizar esta situación. Un atentado pudo cambiar un gobierno, pero otras bombas puestas por las mismas manos pueden derrocar al actual.
Las situaciones clásicas al enfrentamiento de culturas que nos proporcionaba la antropología -una cultura somete a otra, o la arrincona, o se integran- ya no son vigentes.
Es perentorio el estudio a fondo de esta nueva constelación mundial que pone en peligro la propia existencia de la civilización. © www.economiaparatodos.com.ar
Carlota Jackisch es investigadora de la Fundación Hayek. |