Las recientes elecciones en los Estados Unidos que produjeron la reelección del presidente George W. Bush han dejado una cadena de conclusiones muy interesantes a los ojos del observador.
Probablemente Bush sea, en el mundo, el presidente más impopular que jamás haya sido elegido en los Estados Unidos. Nunca antes la opinión mundial estuvo tan de acuerdo en la creencia de que, para el mundo, era mejor que una determinada persona no fuera elegida por el pueblo norteamericano.
La prensa mundial gastó todo tipo de comentario burlón respecto del mandatario y los partidarios del presidente recibieron también una andanada de adjetivos socarrones o directamente insultos.
A su vez, las acciones del propio Bush han sido de por sí controvertidas y sujetas a un alto nivel de discusión. Sin embargo, fiel a un conjunto de creencias, quizás limitado pero al mismo tiempo muy firmes, el presidente siguió adelante y aplicó el remedio respecto del cual estaba convencido. Seguramente tuvo la sensación de que muchas de sus ideas y aproximaciones a los problemas eran antipáticas. Pero no se acobardó. Como estaba convencido de la rectitud última de sus fines, las llevó adelante igual, sin consultar ninguna encuesta. Éste es un comportamiento manifiestamente minoritario entre los políticos del mundo. En general, los políticos no tienen ninguna creencia propia salvo la del poder mismo. Por lo tanto sus acciones están íntimamente vinculadas a las compulsas de opinión. Ellos van detrás de lo que la gente dice opinar en las encuestas.
¿Por qué digo “lo que la gente ‘dice’ opinar” y no “lo que la gente opina”? Porque, efectivamente, las opiniones vertidas en encuestas son muy volátiles, influidas por humores temporales y esencialmente variables; ellas distan de ser un conjunto coordinado de creencias. Dejarse llevar y, más aún, tomar decisiones en base a un conjunto tan inconexo de ideas constituye un serio error para los hombres de Estado que, sin embargo, siguen, mayoritariamente este método en todo el mundo.
Bush ha sido distinto en esto. Incluso en los propios Estados Unidos uno puede amar a Bush u odiarlo sin encontrar probablemente nada en el medio. Pero tanto sus adoradores como sus enemigos saben lo que piensa. El plexo de sus ideas podrá ser lo que el mundo burlonamente llama “poco sofisticado”, pero es claro y lo trasmite con simpleza.
Una mayoría de votos entre poco más de 120 millones de votantes le dio a este hombre un respaldo aún mayor al con que había llegado por primera vez a la Casa Blanca y le entregó a su partido la victoria más clara en los últimos tiempos en la Cámara de Representantes, el Senado y el conjunto de gobernadores. ¿A qué se debe este misterio?, ¿por qué los norteamericanos resuelven determinadas situaciones de un modo diferente al que mayoritariamente es utilizado en el resto del mundo?, ¿por qué los norteamericanos le han dado el mayor caudal de votos de la historia a un hombre que hubiera resultado vencido en cualquier otro país?
La primera respuesta es bastante obvia: porque los norteamericanos piensan o le dan importancia a un tipo diferente de cosas de aquellas a las que el resto del mundo considera importantes. Por ello los norteamericanos son, desde el punto de vista de los números, minoritarios en el mundo: apenas 300 millones de personas (en realidad un poco menos).
El resto de la población mundial tiene más denominadores comunes entre sí que aquellos que pueden unir a un norteamericano con un francés. Las tendencias de pensamiento de origen europeo continental han hecho posible el fenómeno de que muchos países aparentemente diferentes tengan, en el fondo, más coincidencias entre sí que las que cada uno de ellos tiene con los Estados Unidos. La posición social del individuo frente al Estado, la religión, los sexos y las relaciones entre ellos, el valor de la verdad y la implicancia social de la mentira, el sentido del éxito, la valoración de los logros y la apreciación popular de la demagogia reciben conceptos diferentes –cuando no directamente contrarios- en los Estados Unidos respecto del resto del mundo. Es más, en las recientes elecciones, todo aquel que pretendió sacar conclusiones anticipadas sobre el resultado, aplicándole al proceso una lógica no-norteamericana, se dio de bruces contra la áspera realidad.
La “rara avis” mundial son los Estados Unidos. De ello no hay dudas. La minoría mundial está representada por ellos.
Ahora bien, cuando uno se aleja de estos análisis y repara en los resultados empieza a caer en la perplejidad. Los Estados Unidos, una república de apenas 228 años, ha superado a países milenarios, inventó la democracia funcional moderna, produce un cuarto del PBI mundial, consume el 30% del petróleo del planeta, ha puesto un hombre en la Luna, inventó el automóvil, la Internet, la Coca Cola, el jean y los rascacielos. Ganó dos guerras mundiales, reconstruyó Europa y Japón, ganó la Guerra Fría, pulverizó ideológicamente al socio-comunismo, hizo desaparecer a la Unión Soviética y se convirtió en el único ´`arbitro mundial de conflictos. Solo trescientos millones de personas en sólo 228 años… Impresionante.
El resto del mundo que ha querido dejar atrás la pobreza y la marginalidad ha debido imitarlos. Con adaptaciones, agregados o supresiones, los demás países que quisieron cortar el círculo penoso de la miseria han copiado sus instituciones, su forma de trabajar y, en muchos casos, hasta sus vicios. En la palabra, sin embargo, existe esta tendencia mundial a diferenciarse –o a querer diferenciarse- de los Estados Unidos. Es como si el resto del mundo tuviera, con los métodos norteamericanos de los cuales se vale para tener éxito, una relación vergonzante. Es como si tuviera la necesidad de desmentir con la lengua y la palabra escrita lo que hace por conveniencia. Resulta hasta cómico ver cómo países grandes sobreactúan sus posiciones con el único fin de parecer diferentes a los Estados Unidos.
Mientras tanto, ellos siguen en la suya. Están muy lejos de sentir vergüenza o de tener la necesidad de pedir disculpas por ser como son. Saben que son diferentes, saben que son minoritarios, saben que son sólo trescientos millones de personas con pareceres culturales esencialmente distintos al resto de los seis mil millones que pueblan el planeta. Pero también saben que esa manera de encarar los problemas y resolverlos, esas aproximaciones a situaciones de conflicto, esos principios que inconscientemente los conectan entre sí formando un entramado cultural único, les han permitido solucionar laberintos y encontrar respuestas a problemas que muchos países siguen aún sin solucionar y sin responder. Es como si los Estados Unidos fueran una minoría mundial correcta que tiene enfrente a una mayoría mundial que puede elegir entre seguir viviendo en el error o imitarlos, con o sin culpa. Los que quieran persistir en el error serán las “Argentinas” del mundo, los que los imiten con culpa serán las “Francias” y los que sigan su modelo con regocijo serán las “Australias”. Pero hay algo seguro: el mundo no será ideológicamente no-norteamericano. Podemos aceptar esto con alegría o con tristeza. Pero así será. © www.economiaparatodos.com.ar |