La Argentina no es ni ha sido un país pacífico. Al contrario, a lo largo de su historia, la regla ha estado más cerca de la violencia política que de la concordia. Los muertos por estas motivaciones se cuentan por miles. La convivencia entre los ciudadanos comunes tampoco ha sido un dechado de tranquilidad. Las divisiones y los odios del poder se han trasladado de manera inconsciente al seno de las familias, de las amistades y de la simple convivencia entre extraños. Entre la civilización y la barbarie de Sarmiento, los argentinos no hicimos una clara elección.
El deber de la dirigencia, y en mayor medida del Presidente, es contribuir a bajar el tono de estas divisiones que han postrado al país. Al ver a su máxima autoridad usando términos, modales y actitudes que se emparientan más con el matonismo que con el equilibrio, los ciudadanos –o muchos de ellos– podrían caer en la conclusión de que esa es la manera correcta de conducirse y que, por lo tanto, ellos también deben recurrir a la violencia para resolver disputas o para obtener lo que creen merecer.
En ese sentido, el presidente Kirchner se inscribe entre los peores ejemplos de la historia argentina. Desde que llegó al gobierno inició una larga cadena de confrontaciones. Se ha enfrentado con los militares, con la Iglesia, con los empresarios, con los extranjeros, con países vecinos, con los privados, con los periodistas, con los economistas, con instituciones académicas y con todo aquel que no profese sus ideas. O sus posturas, para decir mejor.
A todo el que encarna una cosmovisión diferente de la propia, el Presidente le ha entrado con el idioma de los enemigos, desperdigando adjetivos inflamatorios con el objetivo de sumar voluntades en contra de aquellos a quienes ha identificado como sus objetivos políticos o ideológicos. Su pretensión, asumo, es la monopolización completa del pensamiento: se está con él, y por lo tanto a favor del país, o se está en contra de él y, por lo tanto en contra de la Argentina misma.
Esta actitud es profundamente antidemocrática y estimulante de la violencia política y, a la postre, de la violencia en general.
El último episodio de Kirchner llamando a una cruzada nacional contra la compañía de petróleo Shell, hace recordar –a quienes lo vivieron y a quienes lo leímos– al peor autoritarismo de Perón. La continuidad natural de esta escalada llevará de nuevo al país a la lógica del 5 por 1.
El Presidente debe entender que este tipo de discurso encendido e intolerante no es propio de países civilizados. ¿Qué país autoriza veladamente y desde la cúspide más alta del poder a hordas de violentos a bloquear las estaciones de servicio y las instalaciones de una empresa privada? El adoctrinamiento oficial dice que como las empresas tienen la libertad de mercado de poner sus precios, los ciudadanos tienen la libertad de mercado de no comprar sus productos. Correcto, con el simple agregado de que también tienen la libertad de comprarlos, si así lo decidieran. ¿Qué derecho tiene un conjunto de violentos a impedirme comprar donde quiero si esa es mi decisión? ¿Desde dónde y desde cuándo el ejercicio de la fuerza en mano de civiles es una opción en una república pretendidamente democrática gobernada por el derecho? ¿Es eso un país serio, como le gusta decir al Presidente? ¿Imaginan al presidente Bush pidiéndole a los ciudadanos norteamericanos que no compren combustible en las estaciones de Citgo porque además de tener los precios más caros del mercado pertenece a capitales del gobierno chavista de Venezuela?
Una vez más, gracias a los excesos de su máxima autoridad, la Argentina ha sido noticia de primera plana en los diarios de un mundo que no entiende esta manera totalitaria de manejarse. ¿Cuánto tiempo le falta a Kirchner para pedir alambre de fardo para colgar a los que él cree que están en su contra? ¿Cuánto tiempo le falta para, en su lógica, hacer un sinónimo entre Shell y los argentinos que compran en Shell o que trabajan allí?
Este problema constituye una cuestión mucho más seria que las simples ecuaciones económicas que rigen el mercado de los combustibles. Este problema tiene que ver con las posibilidades reales de la Argentina como país cuando menos parecido a aquellos en donde los derechos de los individuos se respetan. ¿O será que el Presidente no quiere una república de individuos sino republiqueta de masas?
Después de una brillante intervención desde Mendoza, pidiéndole a la sociedad terminar con la envidia y con el odio al éxito y al exitoso, el Presidente vuelve sobre sus pasos, trasmitiendo un mensaje de violencia y división. Si le preocupa el alza de los precios –preocupación que compartimos, teniendo en cuenta los antecedentes de la cultura inflacionaria de la Argentina– debería concentrar su atención en los tecnicismos que explican y solucionan el fenómeno, pero no salir a enfrentar a unos contra otros como si eso fuera un expediente racional para terminar con el alza de los precios.
La Argentina ha vivido muchas aproximaciones parecidas a este problema. Desde la ley del “agio y la especulación”, pasando por la ley de “abastecimiento” y la peregrina pretensión de controlar los precios por la vía de ponerles límites “máximos”, son muchos los intentos que nos indican que no entendemos la lógica económica y que pretendemos reemplazarla por la lógica del enfrentamiento, la división y la creación de enemigos nacionales. La era de los gritos debe terminar en el país.
Si realmente estamos preocupados por nuestra incapacidad para convivir más allá de la ley del revolver, la acusación y el escrache, el Presidente debería ser el primero en cambiar su discurso y sus formas para que los ciudadanos veamos que hay otra manera de vivir, no necesariamente relacionada con el hecho de ver un enemigo detrás de cada portador de una idea distinta de la propia.
Del grito y el dedo acusador a los frentes de las casas cruzados con alquitrán hay un solo paso. Y de allí a la muerte sin sentido, una distancia más pequeña aún. © www.economiaparatodos.com.ar |