Dos tragedias muy recientes han puesto al descubierto una cara de la Argentina diaria, y cada vez más actual, que muy pocos quieren mirar, mucho menos analizar. La tragedias de Carmen de Patagones y República Cromagnon, no sólo dieron tela para que especialistas serios, chantas de cuarta y aprovechadores profesionales vernáculos salieran al ruedo a opinar, sino que también sirvieron a los mediocres propósitos de la canallesca clase de politicastros profesionales y periodistas amarillos para llevar agua a sus molinos partidarios y/o profesionales. No ha habido, en los últimos años, espectáculo más pornográfico que la saga farsesca del Jefe de Gobierno comunal y sus inquisidores, por poner un ejemplo patético.
Sin embargo, más allá de los contenidos psicológicos, sociales y familiares de este pavoroso episodio, ambas tragedias desnudaron las otras miserias de la Argentina que la cultura chimpancé de este país (no veo, no oigo, no hablo… y miento) esconde.
Al “escuchar” a los chicos de la escuela y a los jóvenes sobrevivientes del horror del boliche opinando sobre las tragedias vividas, no pude menos que pensar en la Argentina del futuro cercano. Una Argentina dividida entre una generación balbuceante, apenas alfabetizada, narcotizada por el bombardeo constante de una cultura pauperizada, que cada vez es más numerosa; y otra generación de chicos con oportunidades diversas en lo económico y educacional (aunque no homogéneamente distinta de la anterior), que ve su futuro cada vez más comprometido e hipotecado por políticas que, tozudamente, insisten en querer convertirnos en la primera sociedad de la historia que elige retroceder un siglo en su desarrollo.
No es que no lo supiera antes, lo vengo sosteniendo desde hace años porque son los chicos que recibimos en la universidad, los que vemos todos los días en las calles, en los foros de opinión, en las empresas: un compendio de la destrucción cultural y educacional de este país, servicio a la patria hecho por las políticas que tanto emocionan a nuestras lacras progresistas y a los alcahuetes del populismo.
Confieso mi temor sin límites: ¿estos son los argentinos que van a votar, a trabajar, a estar al frente de instituciones públicas y privadas? ¿Estos son los que uno pretenderá que creen riqueza y mejores oportunidades en las décadas venideras? Mientras escucho estupideces sobre la patria de pie, el presidente valiente y las demás sandeces para corifeos del poder y clientes de punteros peronistas, pienso en mis hijos y si debo, con toda honestidad, aceptar la invitación para radicarme en el exterior.
Repaso, con desazón, algunos testimonios post-tragedias. Días después de la matanza en Carmen de Patagones, uno de los compañeros de Junior, un tal Daniel, contaba a La Nación su experiencia con las acciones de contención pergeñadas por las autoridades educativas (tema aparte). En su curso proyectaron Bowling for Columbine (ésta es la clase de solución que sólo pueden proponer los tecnócratas progresistas) y el chico se lamentaba: “La dieron en todos los colegios. Pero como estaba en inglés, yo no entendí nada porque había que leer y las letritas pasaban rápido. Sólo mirábamos las imágenes”. (La Nación, 30/9/04, p.12, las negritas son nuestras).
Al día siguiente del holocausto de Cromagnon, un muchacho en sus tempranos veintes, desesperado por la desaparición de su mujer, explicaba en un noticiero de un canal de aire, en estos términos, por qué había llevado a su hijo de pocos años al boliche: “Mi vieja fue siempre ‘Stone’ y a mí me hizo ‘Stone’ como esha shevándome a recitales; y sho quiero que mi hijo sea ‘Stone’ como sho, loco, por eso lo traje, loco…”.
Esta irresponsabilidad parental, como sabemos, no fue exclusiva de este pobre chico; casi no se oyeron mea culpas de parte de los padres de jóvenes que fueron a ese lugar en el que, como todo sabemos, la droga, el alcohol, la violencia y las bengalas eran cosa de todas las noches. No deberíamos extrañarnos, por supuesto; son, ellos también, el producto de una educación que olvidó el valor de la responsabilidad porque lo fundamental, aparentemente, es que los chicos sean felices. No importa a qué costo, y, por supuesto, sin límites.
Pues bien, feliz desayuno adoradores de la Argentina mediocre, levanten sus copas por Duhalde, Giannettassio y todos los demás artífices de una destrucción educativa que comenzó largo tiempo atrás, cuando se instaló en el país la cultura de la vagancia, la prebenda y el desprecio por la iniciativa privada y el esfuerzo individual.
Un pedido final: por favor, no nos ofendan culpando de esto al FMI o gansadas por el estilo. Y cuidado con pensar que estos son sólo casos aislados, desgracias coyunturales, casualidades lamentables. Esto es la educación pública (y en parte, también, la privada); esto es, cada vez más, la regla, no la excepción. Es la radiografía del futuro de una sociedad que parece aceptar pasivamente su claudicación histórica y ética creyendo, aún, que al resto del mundo le interesa su suerte. © www.economiaparatodos.com.ar
Gonzalo Villarruel es historiador y ex director de Polimodal. |