Cuando estas líneas alcancen a los lectores, el partido entre la Argentina y Brasil en el estadio Monumental será ya historia. Pero seguramente quedará para el futuro la continuidad de una costumbre que acompaña a cada acontecimiento multitudinario que se desarrolla en un escenario argentino: el cuento inagotable de la reventa.
Cada vez que un hecho deportivo o artístico reúne un interés mayoritario, la pacatería argentina enciende sus luces de alarma y sus palabras de horror para quejarse por la reventa de entradas. “¡Qué barbaridad!” –se dirá- “otra vez los inescrupulosos, obteniendo ganancias a costa de la pobre gente que quiere asistir honradamente a un espectáculo…”
No hay caso. Seguimos sin entender. ¿Acaso se nos ocurriría pedir que persigan al almacenero por revender queso? Todos nos pasamos la vida revendiendo. El problema no es la reventa. El problema es la venta. Si alguien se hizo de un número de entradas determinado por las vías licitas y cumpliendo las disposiciones que los organizadores dispusieron para su ofrecimiento, ¿cuál es el problema de que intente obtener una ganancia a manos de quien valore más su tiempo y su comodidad que el dinero que se le pide a cambio?
Ésta es la esencia del comercio: una persona invierte unos recursos determinados y le pone un precio a su producto. Otra encuentra en ese precio una medida que está dispuesta a pagar por el valor que le asigna a lo que desea. Ambos se benefician: una obtiene el dinero que pretende y la otra el bien o servicio que busca. Tan simple como eso.
Es más, en un espectáculo deportivo no debería haber límite alguno para que cualquiera comprara la cantidad de entradas que quiera al precio requerido si la posibilidad de acceder a ese precio fue ofrecida en condiciones igualitarias a todos los eventuales compradores. Se supone que algo más puso el que llegó primero. O salió antes de su casa, o no durmió, o no comió, o hizo todo eso a la intemperie. ¿Por qué no puede cargarle ese costo a quien quiere las entradas pero no quiso pasar por las incomodidades de obtenerlas?
Por eso, el énfasis de la “legalidad” debería ponerse en el sistema de venta de entradas. Hacer que ese sistema sea lo más abierto, lo más democrático y lo más transparente posible. ¿Para qué agolpar a 20.000 personas como animales enfrente de una veintena de ventanillas en un lugar único de ventas? ¿Por qué no vender las entradas telefónicamente, en una cadena de sucursales bancarias, de disquerías o de restaurantes de comidas rápidas? De ese modo, la oferta estaría tan desconcentrada que miles de personas podrían adquirir entradas sin molestias. Aun así, lo único que debería preocuparnos a la hora de enterarnos de que alguien concentró una compra importante es saber si respetó los procedimientos generales dispuestos para todos –que las entradas no sean truchas, que no provengan de “reservas” de tickets que hagan los dirigentes, etcétera, etcétera–.
Nuevamente hay, detrás de todo este espanto sobreactuado (en la misma semana era posible leer las crónicas desde Roland Garros dando cuenta, con abiertas señales de asombro, de cómo los aficionados franceses revendían las entradas “¡delante de los ojos de la policía!”) esa inveterada negación argentina a los palotes del comercio y la obtención de la ganancia lícita. Obtenerla por izquierda como fruto del curro y la violación de la ley, disimuladamente, sin decírselo a nadie, eso sí. Ahora, aceptar que quien agregó valor a un producto o servicio pueda ponerlo a la venta a un precio mayor de aquel al cual él lo recibió, ¡ah, no!, ¡eso no!
¿Por qué no decidimos terminar con esta hipocresía inútil y nos decidimos a reclamar pulcritud donde realmente es necesaria, en lugar de disfrazar de puritanismo lo que no es otra cosa que nuestra aversión por aceptar que el ganar dinero debe depender de algún tipo de esfuerzo? © www.economiaparatodos.com.ar |