La liturgia peronista en materia laboral tiene un marcado sesgo patoteril y antiempresario. Así como las palabras expresan el pensamiento y éste induce la acción, los lemas peronistas son muy claros. “Mañana san Perón, que labure el patrón”, coreaban festivamente en Plaza de Mayo durante los años de oro. Y como “la patronal” forma parte de “la maldita raza de explotadores”, los muchachos peronistas reclamaban que se debía “combatir al capital”.
Esa actitud mental contrasta notoriamente con la existente en el mundo germano, con su secular tradición de aprendices y maestros artesanos que logran la perfección industrial mediante la disciplina laboral. Cuando en Alemania alguien se refiere a sus obreros los llama Mitarbeiter, que significa “mi colaborador”. De la misma manera, cuando un trabajador se refiere al empresario no lo llama patrón sino Arbeitgeber, que significa “donante de trabajo”. Evidentemente, son dos mundos distintos: éste último de respeto y colaboración, aquél de desconsideración y confrontación. El peronismo nunca alcanzó a comprender que la suerte de los trabajadores no depende de la lucha de clases sino de la lucha de empresas.
Las leyes laborales que derivan de esas expresiones tienen idénticas connotaciones y fomentan un sindicalismo de viejo cuño que defiende los convenios colectivos por sectores, la concentración del poder gremial asociado con el poder político, personerías que garanticen el fuero sindical de los dirigentes, el predominio del escalafón por encima del mérito, la ultractividad en los contratos, las exigencias salariales desvinculadas de la productividad y la rentabilidad, y ahora el cuestionamiento del principio de autoridad en las empresas con la imposibilidad de elegir las propias condiciones del trabajo.
Este modelo neopopulista se ha constituido en una valla infranqueable que desestimula el ingreso al mercado de trabajo a millones de desocupados y a legiones de jóvenes que anualmente se convierten en económicamente activos pero sin posibilidad de trabajar. Además, este modelo peronista atenta contra la competitividad de la Argentina y elimina la posibilidad de subsistencia de las pequeñas y medianas empresas.
Para comprender la sideral diferencia de este modelo con el régimen laboral de un país adelantado, analicemos lo que sucede en Chile.
Allí se produjo el 11 de marzo de 1990 una auténtica reforma laboral que se mantuvo intacta hasta el presente, después de la presidencia liberal de Patricio Alwyn (1990-1994), la coalición democristiana de centro izquierda de Eduardo Frey (h) (1994-1999) y del actual gobierno socialista de Ricardo Lagos (2000-2005) Con este modelo, en Chile no hay huelgas desde 1991, la desocupación y subocupación descendieron al 8% (mientras que aquí se mantiene en el 25,7 %), el salario real se duplicó cada 12 años (y aquí ha caído un 50%), desaparecieron las jubilaciones y pensiones de privilegio, los trabajadores poseen un fondo jubilatorio de u$s 14.680 millones que les permite hacer cuantiosas inversiones en el exterior y han logrado un crecimiento sostenidamente alto en los últimos 17 años.
En Chile existen sólo sindicatos por empresa, con plena libertad de afiliación y creación sindical dentro de una genuina democracia. La elección de los dirigentes sindicales, las declaraciones de huelgas, la afiliación a federaciones o confederaciones y la cuota sindical se deciden exclusivamente por el voto secreto de los afiliados expedidos delante de un ministro de fe. Cada trabajador tiene su propio contrato de trabajo que se negocia por empresa. El sueldo se determina estableciendo un piso mínimo nominal por empresa, al que se suma la productividad de la nómina salarial y se tiene en cuenta la rentabilidad de acuerdo al balance. Todos los trabajadores tienen plena libertad de elección del grupo médico que cuidará su salud y del sistema jubilatorio al que realizarán aportes. Cuentan con la posibilidad de negociar el importe del sueldo arbitrando el monto de las indemnizaciones futuras. La discusión salarial ya no se hace más con grupos patoteros sino con calculadoras: el techo es el nivel de remuneraciones que el trabajador pueda conseguir en un empleo alternativo y el piso es el costo de reemplazar al personal que exige en demasía.
En materia de huelgas, las mismas están prohibidas en las empresas que cubren servicios esenciales y cuya paralización afectaría a la comunidad o la economía como un todo. Ese derecho se extiende por 60 días corridos, pasados los cuales el contrato laboral queda rescindido y cada uno recupera su libertad de acción. Los pleitos laborales han desaparecido porque los juicios han sido reemplazados por arbitrajes obligatorios donde cada parte presenta su caso y una proposición concisa. Los árbitros pueden ser médicos, ingenieros, contadores o abogados, según el tema del conflicto. El jurado no puede modificar, ni partir diferencias, ni ofrecer alternativas. Tiene que elegir entre una y otra propuesta, por lo cual el obrero nunca pide mucho más de lo que piensa obtener y el empleador no ofrece muchos menos de lo que está dispuesto a pagar. Así se estimula la autorresponsabilidad en los planteamientos de las partes.
Por eso Chile está como está. ¿Será posible que algún día la Argentina se le pueda parecer? ¿Podremos impedir que nuestras pasiones destruyan nuestros sueños? © www.economiaparatodos.com.ar
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |