Durante el año 2002 se abatió sobre nuestro país un huracán más devastador que el Katrina, la violenta tempestad que arrasó Nueva Orleáns y su región. Aquí padecimos no solamente una devaluación salvaje y una súbita derogación de todas las reglas monetarias, sino también un turbio proceso de depredación política denominado “pesificación asimétrica”, que empobreció como un relámpago a todos aquellos que tenían ingresos fijos y honestas inversiones bancarias. La consecuencia -inadvertida para la inmensa mayoría- fue una enorme transferencia de riquezas -que Domingo Cavallo estimó en 40.000 millones de dólares- que pasaron en un santiamén de unas manos a otras.
Gracias a una intervención providencial, después de la tormenta apareció la aurora que iluminó un escenario muy propicio. Las condiciones internacionales se pusieron de nuestro lado: aumentó el precio de la soja y del petróleo, descendió increíblemente la tasa de interés internacional y la famosa relación de términos de intercambio quedó revertida en favor de las commodities con una disminución de los precios en dólares en productos de alta tecnología, gracias a la irrupción de China en el escenario mundial. También nos ayudó el proceso de reestructuración de la deuda pública, porque los inversores privados internacionales se resignaron a perder el 70% de sus acreencias y aceptaron el canje de los bonos emitidos por el gobierno argentino.
Este escenario mundial favorable, unido a la estafa soportada por los depositantes en dólares en bancos locales, provocó un cambio de conducta de notable amplitud. Los ahorristas argentinos comprendieron que estaban siendo esquilmados sin misericordia y dejaron de ahorrar en “verdes y afuera”. Comenzaron a gastar las divisas que todavía guardaban en el colchón, para vivir mejor, arreglar sus viviendas, mejorar sus locales comerciales, rehacer sus talleres o invertir en ladrillos.
Tales acontecimientos, acumulados por azar, sirvieron para encausar al país permitiéndole retomar la senda del crecimiento, que curiosamente fue acompañada por un soterrado y prudente laissez faire del ministro Lavagna y el anclaje de la moneda mediante una “neoconvertibilidad” con tipo de cambio fijo 3 a 1.
De paso, ayudaron muchísimo otras dos circunstancias: primera, las cuantiosas inversiones que habían hecho las empresas de servicios públicos privatizadas en la década de los 90 y, segunda, la enorme capacidad industrial ociosa, instalada por los empresarios que habían guardado en su corazón la “pasión de crear”.
Por eso, y no por razones que explica la dialéctica progresista, el país se puso rápidamente en movimiento, después del huracán más devastador de nuestra historia económica.
Sin embargo, la vieja política volvió a las andadas y aprovechó el desconcierto generalizado para la implantación abusiva del derecho administrativo en reemplazo del derecho civil, con la pretensión de dirigir la acción privada hacia fines específicos queridos e impuestos por los gobernantes, casi siempre en beneficio de determinados grupos que rodean el poder.
Poco a poco reapareció el viejo Estado intervencionista argentino que no comía ni dejaba comer, pero que pretendía entrometerse en los negocios públicos y privados para quedarse con una porción de los mismos.
La confluencia de factores tan favorables ilusionó a los gobernantes, quienes se animaron a reeditar la idea setentista de crear un “nuevo orden social”, basado en el predominio de la política por sobre la economía, la sustitución del mercado por la retórica política, la neutralización de cualquier acción opositora y la perduración del poder en manos de la parcialidad adicta.
Casi imperceptiblemente comenzamos a vernos invadidos por regulaciones y más regulaciones, habituados a las facultades extraordinarias del presidente y el jefe de gabinete para que gasten a sus anchas sin guiarse por el presupuesto, sometidos a los plenos poderes del director del organismo recaudador para que exprima todas las rentas privadas posibles, condicionada la actividad económica por decretos de emergencia en el campo laboral, previsional e impositivo.
Esta avalancha de reglamentaciones donde el derecho público administrativo ha sustituido al derecho civil privado alcanza niveles que comienzan a amenazar la vida, el honor y la fortuna de muchos argentinos. Muy pocos se animan a señalar los errores de estos cursos de acción, aun cuando amenacen con repetir el mismo fracaso que el pasado reciente.
Si el proceso continuara por este camino, nadie podría intentar ser artífice de su propio destino si el Estado no se lo permite.
Esta es la verdadera cuestión de fondo.
Si se pierde la libertad económica inmediatamente después comienza a degradarse la libertad política y, al cabo de cierto tiempo, todos quedaríamos convertidos en súbitos de un único soberano: el poder ejercido por el presidente de la República. La acción del gobierno y las medidas legislativas que van surgiendo de esta praxis, que carece de un esquema director, construyen gradualmente, día tras día y paso a paso, un tipo de sociedad que necesita urgentemente ser explicitada.
¿Cuál es el tipo de sociedad donde vamos a vivir los argentinos? ¿Será una sociedad igualitaria, una sociedad cortesana o una sociedad competitiva?
Por los discursos electorales, el gobierno parece preferir la sociedad igualitaria, pero inadvertidamente va erigiendo una obra civil distinta: la sociedad cortesana que lo aleja casi definitivamente de la sociedad competitiva. Es este tipo de sociedad competitiva la que ha permitido a muchas naciones del mundo emerger en forma ejemplar y pasar a ocupar lugares de importancia en bien de sus pueblos como Irlanda, Rusia, los países bálticos, Eslovenia, Eslovaquia, Polonia, República Checa, Austria, Hungría, China y Corea del Sur. ¿Nosotros seremos de nuevo una mosca blanca? © www.economiaparatodos.com.ar
Antonio Margariti es economista y autor del libro “Impuestos y pobreza. Un cambio copernicano en el sistema impositivo para que todos podamos vivir dignamente”, editado por la Fundación Libertad de Rosario. |