Manuel Belgrano es conocido por la gran mayoría de los argentinos por haber sido el creador de la bandera nacional y por su desempeño tanto político como militar en las guerras de la independencia entre 1810 y 1820. Lo que pasa inadvertido para la mayoría es su actuación en los años previos a la Revolución de Mayo. Sobre todo, la etapa en la que se desempeñó como secretario del Consulado bajo la tutela de los reyes de España.
Hacia 1785, un grupo de comerciantes de Buenos Aires se constituyó en junta para solicitar a las autoridades reales la creación de un Consulado, para que la solución de sus problemas fuera decidida por jueces locales, de la misma forma en que se hacía en Lima y México. Nueve años después, la solicitud fue aprobada y, en 1794, el rey creó por Real Cédula el Consulado de Buenos Aires.
Además de ejercer funciones de tribunal judicial en asuntos comerciales, el Consulado tenía otros objetivos de vital importancia para el progreso de la región como ser: procurar “por todos los medios posibles el adelantamiento de la agricultura, la mejora en el cultivo y beneficios de los frutos, la introducción de las máquinas y herramientas más ventajosas, la facilidad en la circulación interior y, en suma, cuanto parezca conducente al mayor aumento y extensión de todos los ramos de cultivo y tráfico.” En esta tarea tuvo un rol destacado su secretario, Manuel Belgrano, quien fue el difusor de las nuevas ideas económicas en boga hacia fines del siglo XVIII.
En 1793, el joven Manuel se recibirá de abogado en la Universidad de Salamanca, pero según los relatos de sus memorias, no será en el ámbito académico donde adquirirá sus mayores conocimientos, sino en el trato diario con pensadores y hombres de letras que conocía en tertulias y reuniones sociales en las que se discutían los acontecimientos que conmovían a Europa y el Norte de América por aquellos tiempos (la Revolución Francesa y la independencia de Estados Unidos).
Esto lo llevó a inclinarse por el estudio de la Economía Política, leyendo a autores como Quesnay, Adam Smith y Campomanes entre otros. Claro está que sus ideas renovadoras chocaron con la incomprensión e intereses mezquinos de los burócratas rioplatenses de la época. Todas las innovaciones que promovió desde su puesto de secretario del consulado atentaban contra la seguridad y privilegios de una clase acomodada que sólo pretendía obtener rentas económicas sin hacer ningún tipo de esfuerzo ni aporte para el progreso de la región.
De todos modos, el joven Belgrano, que por aquel entonces promediaba sus veinte años, no se “entregó” a la posibilidad de obtener cuantiosos beneficios económicos desde la comodidad de su cargo burocrático, sino que prefirió utilizar la función pública para “fomentar la agricultura, animar la industria [y] proteger el comercio de un país agricultor”. Su pensamiento estará guiado por las ideas de los fisiócratas (fisis=naturaleza, cracia=gobierno), para los cuales la agricultura era la base de la riqueza de un país. Para él, “la agricultura es el verdadero destino del hombre”; según su visión, la agricultura era sinónimo de progreso y civilización. Obviamente, esta concepción se oponía a la tradición mercantilista con la que España encaró el proceso de conquista económica de América.
Se podría decir que hubo dos frentes en los cuales Manuel Belgrano concentró su tarea en el Consulado (lo que no implica de ninguna manera que haya descuidado otros): la educación y la agricultura. Es importante destacar que, a fines del siglo XVIII, Belgrano haya visto con tanta claridad la importancia trascendental para el desarrollo económico y social que tenía el fomento de la educación y la agricultura. Curiosamente, estos dos pilares (junto a la consolidación del marco institucional, el ferrocarril y la inmigración masiva) fueron los que posibilitaron el gran crecimiento experimentado por la Argentina a partir de 1880. De alguna manera se puede decir que Belgrano era un “adelantado” en su tiempo. Gracias a su capacidad analítica pudo ver los obstáculos a los que se enfrentaba la sociedad colonial.
Por una parte, señaló con un factor determinante del atraso a la falta de educación. Una sociedad que pretendiera salir de la indigencia y la desidia debía promover la educación en todos los niveles y hacerla asequible a todos los sectores sociales. La educación significaba, según su concepción, eficiencia, creatividad, desarrollo del potencial humano y libertad.
El otro factor determinante del atraso era la ausencia de una sociedad agrícola. La agricultura era sinónimo de civilización, apego a la tierra, trabajo metódico, derechos de propiedad y progreso económico. Según su visión, la falta de conocimientos y de incentivos a la agricultura habían hecho de la región del Plata una zona despoblada, sin hábitos de trabajo y sin perspectivas de desarrollo más allá del intercambio generado por el puerto de Buenos Aires, por el cual salían la plata de Potosí y los cueros del ganado salvaje, y en el que ingresaban las manufacturas españolas. En los próximos párrafos veremos qué medidas impulsó desde el secretariado consular para terminar con esta situación de atraso.
Desde el Consulado, Belgrano propone como necesidad urgente la creación de escuelas de primeras letras en todos los pueblos y ciudades del Virreinato, con el objetivo de desterrar el analfabetismo y la ociosidad de la niñez, inculcando el hábito de la agricultura en la población joven. La educación, así, era el motor del desarrollo de otras áreas de la economía, como el comercio y la náutica; por ello también impulsó la creación de una escuela de comercio “dividida en tres ciclos: el primero con nociones de contabilidad, reglas de cambio, correspondencia comercial, etcétera; el segundo para enseñar la legislación sobre comercio, navegación, seguros, y el tercero con cursos de geografía económica y de economía política”. La escuela de náutica, por su parte, apuntaba al desarrollo de la navegación como medio de transporte esencial para el comercio, el conocimiento de las cartas náuticas y las características de la navegación de los ríos de la región.
Otra iniciativa impulsada desde el Consulado fue la creación de una Sociedad Patriótica, Literaria y Económica del Río de la Plata, con el objeto de impulsar las artes, las ciencias, la literatura, la industria, el comercio y la agricultura. El propio Belgrano se encargó de redactar los estatutos, pero nunca se llegó a reunir una cantidad suficiente de adherentes y el proyecto fracasó.
Como se dijo, la educación y la agricultura fueron los pilares de la acción de Belgrano en el Consulado, pero ello no implica que haya descuidado o no haya impulsado otras actividades, entre ellas las curtiembres, la inmigración, el desarrollo de caminos y medios de comunicación con el interior, mejoras para el puerto de Buenos Aires y navegación de los ríos interiores, la creación de sociedades económicas, el establecimiento y difusión de periódicos, y el mejor accionar de la justicia comercial.
A lo largo de estas líneas he tratado de reflejar muy sintéticamente la actividad menos conocida del creador de la bandera nacional. Durante poco más de diez años, desde su puesto de secretario del Consulado, impulsó una serie de medidas tendientes a fomentar el progreso social y económico de los habitantes del Virreinato. Lamentablemente, no encontró un eco favorable para sus iniciativas en aquellos años en los que el imperio español languidecía bajo el dominio napoleónico. Luego vendría la hora de la emancipación y Belgrano se destacaría también como funcionario del gobierno patrio, a veces desempañando tareas para las que no se había preparado, como la de ser militar. Pero siempre con un claro sentido del deber público y del rol que le tocaba jugar en ese momento.
Por eso considero importante que podamos rescatar los valores de hombres como Manuel Belgrano, quien asumió la función pública con el objetivo de servir a la comunidad desde el lugar que le correspondiera. Visto desde esta perspectiva, su figura cobra mayor relevancia, ya que cuando le tocó salir de detrás del escritorio y brindar sus servicios a la patria desde el campo de batalla, lo hizo con igual entrega y sacrificio, aun cuando la milicia no fuera su especialidad. Sería un pecado de ignorancia sólo conocer a este hombre por su iniciativa de enarbolar la que sería la bandera nacional.
Este Belgrano “desconocido” tenía una visión muy clara de cuáles eran los problemas a resolver para salir del atraso, algo que en el presente quizás no esté tan claro. Lo que sí es similar es la reflexión que hizo el propio Belgrano en sus Memorias cuando decía: “… desde 1794 hasta julio de 1806 pasé mi tiempo en igual destino [Buenos Aires], haciendo esfuerzos importantes por el bien público; [encontrándome] con individuos que componían este cuerpo, para quienes no había más razón, ni más justicia, ni más utilidad, ni más necesidad que su interés mercantil; cualquier cosa que chocare con él, encontraba un veto, sin que hubiese recurso para atajarlo.” Su legado fue fundamental, muchos de sus proyectos se pusieron en práctica en la época de la organización nacional. Su figura fue mucho más allá de la creación de la bandera. Su ejemplo debería ser rescatado por las generaciones presentes. Nunca se aprovechó de la función pública para mejorar su situación personal, es más, en muchas ocasiones necesitó pedir dinero a sus amigos para poder comer. “La casa que se mandó hacer en la Ciudadela [en Tucumán cuando comandaba el Ejército del Norte], tenía techo de paja y por todo mobiliario dos bancos de madera, una mesa ordinaria y un catre de campaña con un colchón raquítico y siempre doblado. Se hallaba siempre en la mayor escasez, así es que muchas veces me mandó pedir cien o doscientos pesos para comer. Lo he visto con las botas remendadas…” (según un relato de la época) (1).
Nuestro país necesita más gente como él, no sólo por su capacidad de análisis, sino por su entrega cívica y por su ética del trabajo. Siempre propuso mejorar las condiciones de sus coetáneos pero no por medio de la dádiva que humilla y somete, sino mediante la difusión de la educación y la cultura del trabajo. © www.economiaparatodos.com.ar
(1) Gálvez, Lucía, “Historias de amor de la historia argentina”, página 111.
Alejandro Gómez es profesor de Historia. |