La Argentina es un país que podría vivir solo. Tiene agua, alimentos, combustible, espacio, un clima benigno. Tiene mar, montañas, llanuras, ríos, minerales. Pero tiene menos de 40 millones de habitantes. Algunos anotarían ese dato dentro de los activos. En el mundo de hoy es un pasivo.
La economía de escala moderna no decide proyectos para esa magnitud de mercado. Necesita más consumidores. Además, de los 40 millones, la mitad por lo menos tiene un ingreso que apenas le permite subsistir. No tiene capacidad para ingresar en el consumo de lo que produce el desarrollo: la producción de lo prescindible.
Todos los productos y servicios cuyo consumo podría calificarse de superfluo son los que, precisamente, separan a los países del subdesarrollo. Desde los automóviles hasta los relojes que al mismo tiempo sacan fotos, ninguno de ellos es imprescindible para vivir. Sin embargo, los países ricos son los que producen y consumen esos bienes.
Es evidente que, con todos los activos enumerados al principio, si la Argentina decidiera entender los palotes del desarrollo estaría en mejores condiciones de alcanzarlo que otros países que pueden haber entendido muy bien esos principios pero tienen enormes dificultades para salir de la mediocridad por su falta de recursos.
Está claro, no obstante, que aquellas naciones que dominan esos secretos tienen más chances de vivir mejor (aunque no tengan abundancia natural de recursos) que aquellos otros que, habiendo sido bendecidos por la naturaleza, se empeñan en vivir aislados.
Hoy en día los flujos de capital mundial hacen una ecuación de volúmenes para decidir adónde enviar sus fondos. Un país que, al lado de una riqueza natural importante, entregue seguridad jurídica, previsibilidad, instituciones que separen sus decisiones de los humores personales, civilización política, elegancia en el trato diplomático y consideración a los factores mundiales de convivencia, estará mejor situado a la hora de ser tenido en cuenta como polo atrayente de dinero.
La actual administración ha demostrado tener un desprecio superlativo por estos menesteres. La reciente decisión de la ministra de Comercio de Finlandia de suspender su visita a la Argentina ante la sospecha de no ser bien recibida (sospecha largamente fundamentada por la diatriba del presidente Kirchner hacia ese país la semana pasada) es un ejemplo fresco de lo que afirmamos.
La creencia de que nuestros modales de guapos del ‘900 surtirá en el ámbito internacional el mismo efecto que podría tener entre nosotros, es, además de una inocentada superlativa, una burrada táctica de dimensiones siderales. Los países no se asustan como aquí podría asustarse la Asociación de Empresarios de la Argentina (AEA).
A raíz del conflicto con Uruguay, la Argentina, por un manejo amateur de la situación, ha arruinado no sólo sus ancestrales relaciones con su vecino rioplatense, sino también sus intereses con Finlandia, con la Unión Europea –que ha planteado un alerta sobre sus inversiones a raíz de esta cuestión–, con los demás miembros del MERCOSUR y, por vía indirecta y para variar, con los Estados Unidos, que se prepara para recibir con los brazos abiertos a todos los países de la región que se espantan de la paranoia local.
Con este método, nuestro mercado interno no nos alcanzará para salir de la miseria del subdesarrollo. La escala que reclaman los inversores mundiales no resultará atractiva para que vengan aquí a arriesgar su dinero. ¿Por cuántas ventas eventuales deberían dividir la amortización de una matriz? Nuestros modales y nuestra permanente tendencia a la sorpresa tampoco ayudan a balancear nuestro pequeño mercado interno.
Pocos consumidores internos, corte de nuestras relaciones comerciales y –en muchos casos– de todo orden con el mercado global, conductas imprevistas, instituciones ausentes y la sensación de estar en manos de los humores de un hombre, no ayudan a que las reglas entendidas del aldeísmo global incluyan a la Argentina. Así las cosas, terminaremos por incorporar lentamente, casi sin darnos cuenta, las conductas, las reacciones, las formas de pensar, las costumbres, los pareceres y la lógica del provincialismo. Una mentalidad de escaso vuelo, capaz de alimentar sus gallinas pero incapaz de ser un productor avícola, capacitada para no morir pero alejada de los placeres de la abundancia.
¿Será éste el perfil que elegimos tener? A cambio de no supeditar nuestras capacidades a los rigores de la competencia, ¿aceptaremos este cuadro chiquitito y arrinconado? ¿Cuánto tiempo un mundo con necesidades de tener lo que la naturaleza nos dio en abundancia nos permitirá vivir tranquilos, aunque voluntariamente hayamos renunciado a la grandeza? Y si ese momento (el de que algún “poderoso” amague realmente a quedarse con alguna riqueza natural) llega, ¿nos servirán nuestras ingeniosas consignas para denunciar al “imperialismo desarrollado”? ¿O nos acordaremos recién en ese momento de que más nos habría valido construir un país fuerte, confiable, integrado, “multinacional” en el sentido de que el mundo hubiera tenido aquí intereses enraizados que no estuviera dispuesto a poner en riesgo? ¿Qué concepto de lo útil tendremos en ese momento? ¿El que nos haga creer que el gallito prepotente es el que mejor defiende sus posesiones o el que cree que el hábil previsor empieza a poner a resguardo sus intereses justamente cuando parece que ellos dependen menos de los demás?
Estas son preguntas que cada uno de nosotros debería responder en la intimidad de sus convicciones. Si se comprueba que somos un país formado por una mayoría a la que todavía la subyugan frases como la reciente finura del secretario de Comercio Interior Guillermo Moreno (la de los precios “es una batalla por saber quien la tiene más larga”) –como si esas bravuconadas condujeran a alguna parte- entonces habrá que concluir que la Argentina ha renunciado al mundo para ensimismarse alrededor de su propio ombligo. Y como es en el mundo en donde los países viven, será como si hubiésemos abdicado de vivir. © www.economiaparatodos.com.ar |