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lunes 26 de enero de 2009

Autoridad escolar y sociabilización

La desautorización paterna de las normas y límites impuestos por maestros o profesores pone a los jóvenes en riesgo y no colabora en su incorporación a la sociedad.

Suena el teléfono en alguna oficina estatal, de algún organismo responsable de supervisar la educación argentina. “Quiero contar algo que le hizo la maestra a mi hijo”, se escucha la voz frenética de un padre que no puede contener la angustia del hijo, a quien la maestra había quitado unas figuritas que distraían el trabajo áulico. Colapsa el empleado estatal. Teme que el padre lo denuncie a la justicia, junto con la docente.

El empleado rápidamente deriva el llamado. El responsable de atender, hábil conocedor de los artilugios contemporáneos de niños y padres para zafar de los límites autoritarios de los maestros y atento a la rapidez de la justicia argentina en intervenir con amparos que no hacen más que desamparar, orienta al progenitor y lo alienta a que, antes de llamar al 911 o a algún letrado amigo, hable con la señorita de guardapolvo blanco que diariamente acompaña a su niño. Le propone que ejercite su derecho a comunicarse y que escuche a la maestra que, seguramente, algún fundamento educativo habrá tenido para hacer lo que hizo.

Hace algún tiempo este relato sólo hubiera sido posible en la ficción, hoy, es moneda corriente. Hasta el multimillonario Bill Gates, se ha ocupado de este asunto, escribiendo un decálogo en el que les pide a los padres que les transmitan a sus hijos, entre otras, la siguiente idea: “Si piensas que tu profesor es duro, espera a que tengas un jefe. Ése sí que no tendrá vocación de enseñanza ni la paciencia requerida”.

Los roussonianos legisladores porteños no han sido ajenos a esta tendencia proteccionista del alumno contra los avatares de la sociabilización escolar. Los niños, aunque sin amonestaciones, siguen sometidos al ejercicio de la autoridad de quien está al frente del aula. Para bien de ellos, existe otro poder en la república, el judicial, muchas veces presto a defender al menor de la injusticia de docentes y directivos autoritarios capaces de reprobar exámenes, aplicar sanciones, o incluso expulsar alumnos.

¿Cuál es el riesgo con el que nos enfrentamos como consecuencia de los actos de vaciamiento de la autoridad de la escuela? Simplemente y, casi como escuchando las recomendaciones de Saint de Exupery en “El Principito” (pero al revés), los maestros han hecho el siguiente razonamiento: “si no quieres que te desautoricen, no ejerzas la autoridad”. Y sí, los trabajadores de la educación comprendieron que si no sancionan a quien les falta el respeto, sólo deberán soportar la humillación áulica, mientras que si lo sancionan, quizás sufran agresiones públicas por parte de progenitores que incluso asegurarán, frente a las cámaras de televisión, que el hijo es una pinturita incapaz de matar una mosca. El profesor estadounidense Randy Pausch, en su última lección antes de morir, afirmó: “Cuando cometes errores y nadie te lo indica, significa que ya se han dado por vencidos contigo”. Si los docentes nos rendimos y renunciamos al ejercicio de nuestra autoridad, abandonaremos algo esencial de nuestra labor.

La escuela, históricamente, tuvo el mandato de ser el segundo agente responsable de desarrollar la sociabilidad en la vida de las personas; después de la familia, quien era la que en primer lugar socializaba a los hijos. Cuando el niño ingresaba a un colegio era para instruirse y adquirir las herramientas necesarias para desenvolverse como ciudadano al llegar a la mayoría de edad. La sociedad toda respetaba el acuerdo implícito entre la familia y la escuela, pues no había duda de que la autoridad del maestro era indispensable no sólo para que el niño adquiera todos los conocimientos escolares sino para prepararlo para la vida en sociedad.

Acomodarse a las normas que establecen los profesores y asumirlas responsablemente ayuda al niño a salir del egocentrismo, aprendiendo que en el mundo hay otros con los que tiene que convivir, que para ello hay normas que deben ser respetadas, que el no cumplirlas acarrea consecuencias, que sus deseos no siempre se concretarán, que sus palabras a veces no serán escuchadas, que para crecer debe dejar de mirar su propio ombligo y descubrir que los demás también tienen esa cicatriz de nacimiento.

En este último tiempo hemos sido testigos de decenas de hechos violentos en las escuelas, destrucción de bienes materiales, acoso a compañeros y agresiones a docentes. Los mismos jóvenes nos han mostrado, subiendo videos en la Web de lo que eran capaces de hacer. Profesores insultados, agredidos físicamente y hasta docentes a los que se les quemaba el pelo en plena clase, todas actitudes realmente impensadas. Ellos mismos se han ocupado de mostrar que los docentes no exageran cuando sancionan o intentan sancionar las faltas de respeto de algunos alumnos.

Un joven que no es capaz de adaptarse a las normas escolares es un joven en riesgo, con pronóstico de padecer algún grado de inadaptación social. Es por eso que la escuela necesita, y más que antes, ejercer la autoridad con el apoyo de padres, jueces y legisladores.

Sería bueno que volviéramos a apoyar con coherencia las decisiones que toman aquellos a los que confiamos diariamente nuestros propios hijos. Si el límite disgusta, quizás de todos modos sea un buen límite, aprovechémoslo y agradezcamos que alguien estuvo dispuesto a hacer eso por nuestro hijo. El límite es expresión de cariño, el límite encamina, contiene, educa y sirve muchas veces para orientar una vida. Pensemos si no qué hubiera sido de Sarmiento si sus padres hubieran logrado que entrase al Colegio de Buenos Aires o al Monserrat cordobés valiéndose de un amparo judicial, ¿se hubiera ocupado el prócer de universalizar la educación para que ningún niño se quedara afuera? © www.economiaparatodos.com.ar

El profesor Alejandro De Oto Gilotaux es director de Primaria del Colegio Los Robles.

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