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jueves 28 de diciembre de 2006

Balance bipolar

La Argentina suele atravesar períodos de euforia consumista para luego caer en etapas depresivas, acompañadas muchas veces por violencia. El ciclo se repite una y otra vez desde hace algunas décadas y se ha convertido en una enfermedad para la cual todavía no hemos encontrado la cura.

El ánimo de la Navidad y el fin de año encuentran a la sociedad en un pico de excitación. El consumo vuela y las personas entran y salen de los supermercados y shoppings cargadas de bolsas con compras y regalos. Se trata de una franja de la sociedad, es cierto. Sin embargo, en general, los niveles de gasto privado se han incrementado a niveles que resultaban fuera de lo creíble hace sólo unos años.

El desastroso sistema de distribución de la renta nacional, toqueteado desde el poder de modo arbitrario, sigue sin ser un reflejo adecuado de los niveles de competitividad y de esfuerzo de los individuos, pero es innegable que hay más dinero en los bolsillos de los consumidores.

La Argentina ha vivido ya experiencias similares. Estallidos de euforia que se traducían en un boom del consumo y en un frenesí que alcanzaba su clímax justamente en los alrededores de las fiestas y de las vacaciones. Como típico país bipolar, al cabo de un tiempo –y como consecuencia de las fallas estructurales del sistema económico que tornaban efímeras las recuperaciones– se volvía a caer en una depresión propia de los enfermos.

Muchas veces el pasaje de un estado a otro se caracterizó por períodos violentos en donde el crujir de una estructura llevada al extremo de su agotamiento sumía a la sociedad en el caos y la violencia.

Otra característica de la bipolaridad argentina (el país debería ser recetado con una enorme dosis de litio) ha sido el efecto anestésico de las bonanzas. Desde la estupenda performance que siguió a la organización que mareó a aquella sociedad que, de pronto, se creyó Francia, hasta el último experimento de la Convertibilidad que terminó por convencer a todo el mundo de que no había más que hacer un pequeño truco aritmético para tener una moneda tan fuerte como el dólar, la Argentina siempre se caracterizó por esta especie de obnubilación frente a la fluidez circunstancial del dinero.

Cuando ese flujo se aquieta, el país no se detiene a pensar por qué ocurrió el fin de las vacas gordas. Generalmente encuentra un chivo expiatorio adecuado, reparte culpas exteriores y apela a la bondad de la naturaleza para apostar a una recuperación.

Después de la quiebra de 2001, la violencia cobró sus víctimas, la agresión se apoderó (en alguna medida, para siempre) de los modales argentinos y la Providencia movió sus dados a favor del país un par de años después.

Unas extraordinarias condiciones exteriores disimularon los dislates de una administración de revanchismos y el país se recuperó, como el Ave Fénix, de uno de los mayores colapsos de su historia. Creció, prácticamente desde el segundo semestre de 2003, a tasas del 9% anual, incluido el año que termina. Y como de costumbre el analgésico del dinero fluyendo ocultó –y oculta– la formación de una presión de contrasentidos que, de no ser desactivados, estallará de aquí a un tiempo.

Los números de la economía no han sido logrados en base a la libertad, la apertura, la competencia, la competitividad y la eficiencia de la producción de bienes y servicios. Más bien han sido el resultado de las mencionadas condiciones del mercado internacional (que no controlamos), del cobijamiento amañado de determinados sectores de actividad debajo del ala arbitraria del Estado, de un proceso de cierre de la economía que comenzó a sustituir importaciones por producciones caras que le hacen pagar a la sociedad argentina una renta extraordinaria (que luego, a su vez, contribuye a la obnubilación por la vía de hacer fluir dinero) y por un abaratamiento artificial del costo de la mano de obra en dólares y de servicios de infraestructura en los que se ha desincentivado la inversión por el escaso o nulo retorno que esos dineros tendrían en la Argentina cuando se los compara con el que tendrían en otros países. Concretamente, nuestro país ha decidido regalar sus fuentes de energía (de gas, de petróleo, de energía eléctrica) por la vía de mantener una estructura de tarifas absolutamente irreales.

La artificialidad de la política de tipo de cambio y la expansión de la masa monetaria (el Banco Central admite un crecimiento proyectado del 16% para el 2007) constituyen un combustible ideal para alimentar una inflación a la que, por otro lado, se la pretende combatir con la obsoleta creencia de los controles de precios.

Sería interesante romper este ciclo de comportamiento bipolar advirtiendo la formación de las eclosiones cuando aún estamos a tiempo de evitarlas. Para ello, gran parte de la clase dirigente no política del país debería tomar ciertas cartas en el asunto. Concretamente, los tomadores de decisiones en la Argentina, los empresarios, los productores agropecuarios, algunos intelectuales que puedan estar todavía a salvo de las muchas estupideces que generalmente caracterizan a ese encumbrado sector de la vida nacional, deberían advertir lo que se viene y dejar de tener una actitud pueril y obsecuente. El otro gran drama nacional –el “fashionismo”– debería ser resuelto de algún modo. El estímulo al pensamiento realmente diferente tendría que tener un lugar en la Argentina que todo lo etiqueta y todo lo embarra.

Si nada de esto hacemos, es muy posible que sólo dependamos del milagro exterior. Ese exterior, que es nuestro blanco preferido de acusaciones y de nuestro embestir con culpas y recriminaciones, se ha convertido en nuestra tabla de salvación desde el 2003 hasta aquí. Si no hacemos nada coherente internamente sólo nos quedará la esperanza de que las locomotoras mundiales sigan tirando de una Argentina que, para ellos, es más un lastre que un compañero de rutas.

Y si ese milagro exterior se detuviera o frenara su envión en coincidencia con el agotamiento de un modelo interno maniatado y antojadizo, es muy posible que, de nuevo, caigamos en la fase depresiva de la bipolaridad.

A nivel individual, el remedio más efectivo para el Síndrome de Comportamiento Bipolar es el litio. Nuestro litio debe ser el sentido común, la libertad, la confianza en la inversión, la vigencia del derecho y la independencia y honestidad de la Justicia. Si no tomamos esa dosis y seguimos practicando el aislamiento, la agresión, la desconfianza, la obsecuencia y la estrechez de miras, es muy posible que a la euforia de hoy siga un período de angustia.

Dicen los especialistas que el enfermo bipolar que conoce su enfermedad y no está bien medicado puede determinar casi con precisión horaria cuando se deprimirá; a qué hora terminará su euforia y empezará su depresión. Intentemos una mirada interior que nos permita ver con anticipación el fin de la euforia. Quizás, si llegamos a ese lugar con antelación, podamos mantener en pie gran parte de lo bueno, eliminar los errores y transformar la bipolaridad en una estabilidad emocional fructífera que nos acerque a las vivencias normales de los países normales. © www.economiaparatodos.com.ar

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