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jueves 12 de octubre de 2006

Chávez presidente

La frustración de la sociedad argentina se ha convertido en la enfermedad que nos ciega y nos impide distinguir la diferencia entre la libertad y la servidumbre.

Con este título, pero entre signos de interrogación y aclarando que se refería a la Argentina y no a Venezuela, se expresaba la edición nacional de la revista Newsweek en su última aparición.

El artículo comentaba una encuesta reciente de Carlos Fara llevada a cabo en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires en donde se simulaba una elección presidencial en la Argentina teniendo como candidatos a distintos presidentes americanos. Entre Michelle Bachelet, Lula Da Silva, Evo Morales, Fidel Castro y Tabaré Vázquez, entre otros, los argentinos le dieron el mayor porcentaje de votos al cabo de Caracas (23%) y el segundo lugar a Fidel Castro (22%).

La revista aclaraba que, según las leyes del país, Chávez y Fidel deberían dirimir la presidencia en un ballotage.

Estos datos son estremecedores. Cuarenta y cinco de cada cien argentinos, según esta encuesta, se inclinan por apoyar a dos dictadores de cuarta categoría, rudimentarios, abolicionistas de los derechos civiles, comandantes de escuadrones de la muerte, carceleros de las opiniones diferentes, capitanes de un atraso mísero de sus sociedades, alquimistas de las divisiones creadas por el odio, la envidia y el rencor.

Cuando uno se encuentra con semejantes datos se pregunta si aquellos reparos que despierta el presidente Kirchner con sus maneras despectivas, con sus invitaciones a la división, con sus desplantes autoritarios, con sus aspiraciones de poder total, merecen semejante crítica o, por lo menos, si él debería ser el verdadero destinatario de los reproches. ¿Es el presidente el creador de este estilo? ¿Es Kirchner, con sus modales y su desprecio por las formas democráticas, el verdadero responsable de esta falta de apego por la civilización política y por la concordia?

Los resultados de la encuesta de Fara parecen decir lo contrario: Kirchner no sería la causa sino la consecuencia de una inclinación social por el totalitarismo, no sería otra cosa que el emergente lógico de una sociedad infectada por el germen del fascismo.

¿En dónde anidan estas inclinaciones retrógadas? ¿De dónde le viene a la sociedad esta atracción fatal por el desconocimiento del derecho y por el enamoramiento de personajes detestables?

Es evidente que la Argentina es un país frustrado. El choque monumental entre sus aspiraciones y la pobre performance que ha conseguido es de tal magnitud que los efectos que ha tenido en los más profundos pliegues del organismo social han sido devastadores. Uno de esos efectos es el enojo permanente, la furia constante. La sociedad argentina espera la más mínima carta favorable para saltar en un grito visceral, contestatario, agresivo y sobrecogedor. Muchas veces, esa espera interminable por, aunque sea, “una buena”, se la dan actividades secundarias (en términos de progreso social) como el fútbol, por ejemplo. Allí, un oportuno gol desencadena un desahogo mágico, caras que, si pudieran, despellejarían al oponente.

Otro de los efectos directos de la frustración es la envidia. Hemos desarrollado una notable incapacidad para reconocer las pericias ajenas y, al contrario, una capacidad extraordinaria para denostar el éxito de los demás y para aliarnos con quien también lo envidia y, por lo tanto, lo denosta.

Una tercera consecuencia de la frustración es el estado de rebeldía permanente. La Argentina vive bajo la ilusión de que todo el mundo está equivocado y que sólo ella porta “la Verdad”, ésa que, algún día, le demostrará al Universo. Gasta una enorme energía nacional tratando de probar que se puede alcanzar el nivel de vida que otros han alcanzado haciendo todo lo contrario de lo que hicieron ellos. Cuando obtiene una puntual y periférica evidencia de que podría estar cerca de su cometido, se lo grita al mundo en una desgarradora exclamación de sus vísceras, como si fuera el último gol del último campeonato del mundo. Es tanta la necesidad de que nos salga una como nosotros queremos, que no implique una reverencia tácita de imitación a lo que de bueno han hecho otros, que estamos ciegos, irracionales rebeldes de una eterna adolescencia.

Un último efecto –no final, sino simplemente de los que enumeraremos aquí– es la reverencia a todo el que demuestre un grado de furia y de rencor semejante al que ella misma porta, con tal de que ese personaje o ese país haya logrado, por las circunstancias que fuese, un mayor peso internacional que el propio de la Argentina. Es lo que ocurre con el dictador bolivariano o con el guerrillero devenido a déspota consuetudinario de Cuba: como ellos odian lo mismo que odia la Argentina, como ellos sienten la misma furia que ella y están empeñados, como ella, en demostrarle a los poderosos la cuadratura del círculo que no quieren ver, no duda en sumarse a su carro gritón, aun cuando ello melle algún pliegue interno del orgullo nacional. En ese caso el rencor es más fuerte.

Éste es el origen y éstas son las consecuencias de nuestro “Chávez presidente”. Una enorme frustración que nos ha enojado tanto que hemos perdido el rumbo para distinguir la diferencia entre la libertad y la servidumbre. © www.economiaparatodos.com.ar

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