La matraca nacional del “dale que va” tiró, la semana pasada, uno de sus datos preferidos en los últimos años: el crecimiento del PBI durante 2005; 9,1% respecto de 2004.
El mismo motor de la inconciencia anticipó que, durante 2006, la economía crecerá otro 8%. La estadística sólo se repite como loro dentro de nuestras propias fronteras. El dato no despierta ningún comentario extranjero convincente. Si bien la “recuperación” argentina se menciona, ningún análisis internacional incluye a la Argentina como un país a ser mirado con atención por la performance de su economía en el largo plazo. Palabras mágicas: “largo plazo”.
La diferencia de apreciación de esta simple medición del tiempo es sorprendente cuando se compara el ponderado de importancia que ese lapso tiene en el mundo respecto del que tiene en la Argentina.
La improvisación, el amateurismo, la cobardía y el “Dios proveerá” centralizan el análisis doméstico a lo que pasó y a lo que pasará en el breve tiempo del cortísimo plazo.
Nadie advierte tampoco –o no quiere advertir- el origen del mentado crecimiento. La artificialidad de una demanda empujada a fuerza de inflación pura; el cierre de fronteras que nos lleva a intercambiarnos, obligatoriamente, espejitos de colores entre nosotros mismos; el rebote de uso de una capacidad ociosa instalada durante la convertibilidad y que quedó grande durante el colapso; el funcionamiento de actividades que sólo pueden competir rodeadas de salvaguardias pero que someten al consumidor a la baja calidad y el alto precio, son, todos ellos, aspectos que no entran en el análisis argentino del “crecimiento”.
La inversión aumentó en 2005 un 22% respecto de 2004. Pero el total monetario, que es lo que verdaderamente debe atenderse, no llegó a 15 mil millones de dólares, algo así como tres meses de recaudación tributaria. La economía moderna hace rato que dejó de calificar como bueno o malo el rumbo de un país según el comportamiento de su producto. Ahora, el nivel de inversión extranjera directa y la participación en el comercio global son los datos a medir y a tener en cuenta. La Argentina no califica en ninguno de los dos.
Los grandes campos de la infraestructura siguen ausentes a la hora de recibir un peso. La energía; las telecomunicaciones; la tecnología educativa; los servicios de integración global; las redes de potabilización de agua y cloacas; el sistema financiero; las redes de caminos, rutas y autopistas; los puertos y la tecnología aeronáutica; y la modernización del sistema ferroviario, no figuran entre los rubros en donde dinero fresco y grueso haya elegido a la Argentina para jugar su futuro.
El gobierno no duda en considerar “inversión” a la construcción de edificios y a la importación de teléfonos celulares para que los chicos se envíen mensajitos de texto en el día de San Valentín. Esas monedas no pararan el hambre de medio país.
Si se advierten cuáles fueron los campos de inversión de la Argentina de 1880 y dónde se instalaron los capitales que llegaron al país en esos años se tendrá, ajustados lógicamente por los tiempos, una idea de dónde hay que poner la plata para que un país impulse un cambio sustancial en el nivel de vida de su gente… De dónde hay que poner la plata y de cuánta plata hay que poner.
Para que eso suceda, el país debe transmitir condiciones de seriedad y seguridad jurídica que la Argentina de hoy está lejos de respetar. Toda la imagen que se conoce del país hoy es la de un patotero irrespetuoso que pretende arreglar sus problemas a los palazos. Eso explica la discordancia entre el “viva la pepa” del día a día y la imposibilidad de obtener un solo pronóstico sustentable que proyecte un horizonte al nada pretencioso plazo de cinco años. Sin ese colchón absolutamente mínimo de tiempo seguro, ninguna inversión con capacidad de dar vuelta al país como una media llegará a nosotros. Todo “crecimiento” que se detecte, en los espasmódicos períodos intermedios, podrá considerarse como un reactivamiento de lo que estaba muerto, pero no como un proceso que remueva los motivos del subdesarrollo.
Estas categorías diferenciales de “reactivación”, “crecimiento” y “desarrollo” son completamente ignoradas en la Argentina. Un poquito de movimiento respecto de la “crisis” y nuestra escasa sofisticación económica aparecerá reconfortada. Pero la sustentabilidad de una performance que permita erradicar el hambre, la pobreza, la paupérrima distribución del ingreso y que consolide al país en una posición lejana a la decadencia depende del tiempo, del quantum y del dónde: cuánto tiempo duran las inversiones, de cuánto son y dónde se hacen.
El otro medidor moderno del camino al desarrollo, la participación en el comercio global, no puede ser más decepcionante. Si bien las exportaciones crecieron en 2005 un 15,8% y alcanzaron los 40 mil millones de dólares (México, por ejemplo, exporta 200 mil millones) y las importaciones sumaron 28 mil setecientos millones de dólares, un 27,9% más que en 2004, la participación argentina en el intercambio mundial decreció porque el ritmo del crecimiento del trade promedio mundial de otros países fue mayor que el argentino.
A esta altura cabe preguntarse: ¿querrá la Argentina ser un país desarrollado? ¿O se conformará con “crecer” un poco de a ratos? La traducción visual de la mejoría tarda en aparecer. La mugre, el cartonerismo, la fealdad, los malos modos, la inseguridad, la desprolijidad, son la moneda corriente del país. Nada de eso es sinónimo de desarrollo. El desorden de la vida pública, la falta de reglas y la inversión de la tabla de premios y castigos, tampoco.
No son éstos ítems que el INDEC mida en sus exámenes de crecimiento. Pero sólo cuando veamos asomarlos podremos estar seguros de que sus pomposas cifras empiezan a tener que ver con el mejor estándar de vida de todos. Antes, sólo tendremos números de optimismo y realidades de discordia. © www.economiaparatodos.com.ar |