Cuando el presente es un plagio…
Son tantos y tan pocos los temas que hacen al panorama político nacional que, por un instante, todo análisis se torna en exceso banal. Y es que la Argentina, pese a la gravedad de los síntomas, esta enferma de banalidades. Nada reviste real importancia. Aquello que hace 24 horas parecía una cuestión de vida o muerte se deshace frente a la nimiedad más básica vendida como trascendente. Distinguir aquello de vital importancia de lo efímero y superfluo se ha tornado trabajo de Sísifo.
La agenda, elaborada en Balcarce 50, se presenta como una novela. Espectadores pasivos, vamos devorando capítulo por capítulo, aun cuando no hallemos un hilo conductor que nos defina el argumento. Puede que cambien protagonistas y elenco pero el guión sigue siendo el mismo.
De allí que siempre estemos abstraídos en medio de historias sin final. Nadie come perdices. Todo es perpetuo desenlace hacia ninguna parte. Gracias si dejan algo de suspenso para evitar una fuga masiva ante el hartazgo de la tira. Argentina es un prólogo perpetuo. Vivimos un eterno comienzo de situaciones que nunca terminan de pasar. Siempre están pasando… El gerundio es la conjugación más usada cuando de política se trata.
El ‘eterno retorno’ de Nietzche cobra forma propia, y se presenta frente a nosotros como un “aquí y ahora” anulando toda posibilidad de avanzar. Lo que llamamos progreso o desarrollo es algo ilusorio. En el camino nos movemos como cangrejos: hacia atrás. Y es que es atrás donde parece estar nuestra identidad.
Es como si el futuro no estuviese hecho para nosotros, o quizás nosotros no fuimos hechos para el futuro. Otro mito que compramos por comodidad. Por eso la vida se desenvuelve en un desvirtuado “Carpe Diem”, aceptado apenas porque suena bien.
Pero no es posible vivir sin proyectarse. La cronología nos determina, y pone fecha de vencimiento. De allí que, de golpe, nos sintamos viejos, cansados, como si estuviésemos de vuelta de todo cuando aún no hemos llegado a ningún lado. Enfrentarse a antiguas portadas de diarios puede ser un ejercicio lapidario para la esperanza que acunamos. No hay novedades en los hechos, cada escena es una copia más o menos nítida, de un film que hemos protagonizado años ha.
Ni el fiscal Alberto Nisman, muerto hace más de cuatro meses, ni la afrenta al juez Carlos Fayt son noticias del presente. Con otros nombres, idénticas situaciones ya tuvieron lugar en esta geografía. Puede que no haya habido una bala, puede que no se hayan apagado 97 velitas, pero sí hubo un fiscal descartado como un muerto, y sí ha habido jueces perseguidos por intereses mezquinos, sin humanidad.
No vivimos, revivimos lo que ya ha pasado. Y no hay modo más sutil de quedar estancados. Cuando creímos avanzar, en realidad estábamos en un entreacto. Antes o después, volvemos a entrar al mismo teatro. De allí que ni siquiera nuestra melancolía sea tal. Lo que añoramos son las ganas de transformar algo, y no la transformación en si. Heredamos ese espíritu de Il Gattopardo. Dejamos todo como está para convencernos de que algo hemos cambiado.
Es verdad que somos los mejores escenógrafos: una mano de pintura basta para que creamos que nos hemos mudado. Sin embargo, no hemos salido jamás de acá. ¿Suena muy lapidario? El fracaso suele tener sabor amargo, pero debería enseñarnos, y obrar como motor para que el triunfo no siga esperando. Si confiásemos en nosotros podríamos alcanzarlo, pero la incredulidad en la dirigencia en general ha sido un boomerang. No nos resulta fiable ni el espejo.
En el trance de revivir pasados, el gas pimienta que tiró “el panadero”, ya nos había infectado. Además, si bien se mira, ese aerosol es el que nos arrojó el kirchnerismo cuando nos convenció que las cuotas para un electrodoméstico eran sinónimo de prosperidad y bienestar.
La cancha de Boca fue por un momento, el país reducido a 50 mil argentinos. La mayoría se portó bien, unos pocos destruyeron la algarabía. Igual que en Argentina. Pero, ¿cuántos que vieron a los culpables de la ignominia callaron por resignación o por temor?
Es parte de la hipocresía que vivimos. Se dijo que “fue un papelón histórico” cuando hubo un sinfín de hechos parecidos, pero ya secó la sangre de los muertos en “la puerta 12″, sin ir más lejos. Esa barbarie también iba a ser una bisagra, un punto de inflexión. Y siguió pasando hasta que hoy, la violencia en el fútbol suma ya 256 muertos más.
El voluntarismo es tan efímero como la memoria de los argentinos. Permanentemente esperamos que las cosas las cambien los demás. Y “los demás” de los otros, somos cada uno de nosotros… Pocos países como la Argentina escriben su historia plagiando páginas de la propia.
Si vamos al ámbito judicial, recuérdese lo sucedido con el fiscal Esteban Righi, desplazado de la Procuración General por no garantizar impunidad al vicepresidente Amado Boudou. Es cierto, no hay parangón entre un desplazamiento y un “suicidado”. Pero los métodos se adecuan a los tiempos.
Antaño no te volaban la cabeza para robarte un celular o una billetera, hoy el asalto comienza con el disparo, luego lo que se llevan es otro tema. El ejemplo viene de arriba hacia abajo y la violencia es moneda corriente en el Estado.
A su vez, ha pasado como “suicidio” la muerte del brigadier Rodolfo Echegoyen, quien agonizó tras un tiro en la sien en diciembre de 1990, pocos días después de renunciar como director de la Aduana. Echegoyen estaba investigando un eventual tráfico de drogas con implicancias en el poder. En 1991 se archivó el expediente. Seis años más tarde, por presión familiar, se reabrió el caso, y nuevas pericias determinaron que la pistola que mató al funcionario fue disparada por otra persona.
Quien sabe, en el 2021, Sandra Arroyo Salgado o alguna de sus hijas logre que se vuelva sobre el “suicidio”, planteado por una Junta Médica donde, paradójicamente, los discípulos cuestionan al Maestro que les ha enseñado cómo hacer una autopsia.
Y estamos citando apenas un par o dos de asuntos aislados por cuanto, una enumeración de nuestros constantes “deja vu” demandaría una enciclopedia más que una nota periodística. En este contexto, cabría preguntarnos: “¿qué hay de nuevo en esta Argentina?”.
Todo cuanto acontece tiene antecedentes. Lo que varió, en el peor de los casos, es la desvergüenza y el tupé con que hoy se mata, se miente, se roba… Hasta hace algunos años, las conductas indecorosas estaban necesariamente acompañadas de maniobras persuasivas, tendientes a no ser descubiertas, a pasar desapercibidas.
Hoy, lo delictivo, lo inmoral, parecen ser motivo de orgullo. Se muestra el botín, se ostenta la mentira y estar procesado por la justicia ha pasado casi a ser un título nobiliario. Incluso, al criminal, cada muerto le suma prestigio entre sus pares, y la sonrisa socarrona en el delincuente es una constante. A este clima de anomia e inmoralidad nos han llevado. Es el logro por excelencia de la “década ganada” por la indecencia.
Desde la Presidente hasta el último de sus funcionarios se muestran como referentes de un éxito inexistente. A no ser que el fracaso también haya mutado, y se presente como carta de triunfo en un país donde, el Cambalache de Discépolo, es más creíble y fidedigno que el propio Himno.
Los laureles no fueron eternos, el ruido de las rotas cadenas ha cesado. La magna gesta de Mayo se limita a un circo con recitales “gratuitos”, punteros acarreando gente a micros, y una puesta en escena donde lo que menos le interesa al pueblo es saber qué está pasando. Muchos lo saben aunque no quieran. Y otros, si acaso lo descubrieran, tendrían que hacer algo. Y “hacer” está ligado inexorablemente a un concepto que han borrado de cuajo: trabajo.
Ante este desacato, las urnas se presentan como redentoras. Entonces, quienes aún sienten algún interés por el suelo que están pisando, aducen que no hay candidato capaz de ofrecer verdadero cambio. De allí que escuchemos decir que el FPV tiene chances de seguir. Quizás sea menester entender que para pasar del negro al blanco hay que transitar matices, más o menos oscuros, más o menos grises… Pero quedarse en el negro sin intentarlo es absurdo.
La operación política tendiente a instaurar que Daniel Scioli y Florencio Randazzo no son kirchneristas de verdad es de por sí, un escándalo. En ese sentido puede decirse que tampoco Cristina lo era antes del 2003. Una cortina de humo para que caigamos en la absurda esperanza de que la continuidad nos traerá la novedad. El gobernador de Buenos Aires y el ministro del Interior son parte de este engranaje de corrupción e inmoralidad.
Quedarse en la predica de “todos son iguales” es adoptar una actitud de resignación, de necedad que no aporta un ápice, y que faculta a que nos digan que los kirchneristas no son kirchneristas, sin pudor. Perdida la esperanza, la única ganancia es para el “status quo” que nos mantiene presos en una cárcel a la cual hemos entrado por voluntad propia, enceguecidos con espejitos de colores ante una mujer que hablaba sin leer y de corrido…
Cristina Kirchner se equivoca en casi todo, y valga el “casi” porque hay algo que de tan cierto quizás nos haya pasado inadvertido: “Esta Presidente lleva dos mandatos consecutivos, y ha sido votada por la mayoría del pueblo argentino”, sostuvo recientemente.
A veces parece que estamos discutiendo el cerdo, y olvidando quién lo ha estado alimentando…