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lunes 13 de abril de 2009

Cuando la ficción entraña más realismo que la mismísima realidad

En el nuevo escenario electoral, los argentinos asisten a la representación de una comedia grotesca con malos actores y peores guiones.

“Lo que hoy ha empezado como ciencia ficción,
mañana será terminado como reportaje.”
Arthur C. Clarke

El reloj apenas si marcaba las seis. Entre las rendijas de la persiana no asomaba aún ni un sólo vestigio de amanecer. Se demoraba el día, quizás como se demora todo en la Argentina. Posiblemente una esté sensibilizada en extremo y nada quede, pues, librado a la casualidad: ni este tardío otoño que se empeña todavía en quemarnos la piel en un escenario dantesco.

Lo cierto es que, en el mismísimo instante en que el reloj marcaba las 6 AM y la noche peleaba por permanecer, comenzó a sonar el teléfono insistentemente.

Generalmente, a horas poco afines con las actividades rutinarias, estos sonidos atemorizan hasta dejarnos entre la parálisis y la acción instintiva. O será que cualquier hecho capaz de alterar la monotonía de lo cotidiano puede provocar en nosotros un cúmulo de pensamientos poco claros, y es por eso que vivimos a la deriva. Desde alguna fatalidad hasta un simple llamado equivocado, todo podía ser y no ser, tal como pasa constantemente en esta geografía. Sin sorpresa casi, sin asombro diría…

Atendí tratando de forzar la voz para no delatar mi perturbación. Del otro lado, ningún titubeo. Se me increpó directa y contundentemente: “¿Es usted argentina?”, preguntaron con la certeza de saber de antemano la respuesta. Mi duda al respecto no tuvo más asidero que cierta vergüenza que provoca haber nacido en aquel “granero del mundo” que ya ni siquiera da de comer a los propios habitantes de este suelo.

Asentí. La voz ronca inquirió con algún dejo de autoritarismo: “Le solicitamos se presente en Balcarce 50, en 30 minutos”. En ese segundo se apoderó de mi una mezcla de intriga y desazón, de bronca diría; difícilmente traducible en palabras. ¿Desde cuándo una voz puede imponer la agenda de mi día así porque sí? Enseguida supe que infinitas veces sucedió y sucede de ese modo, máxime desde que los Kirchner están en el poder. ¿Cuántas veces creí que estaría en la oficina en tiempo y forma, y los piquetes impidieron que aconteciera de ese modo? Nunca hubo una autoridad, ya sea con voz ronca o aguda, actuando acorde a la letra de la Constitución, es decir, liberando el paso como derecho del ciudadano a transitar libremente por el país.

Tampoco se nos explicó jamás por qué la mentada “transversalidad” o el Partido Justicialista –que, en ese entonces, no era disidente ni se arrepentía de rendir pleitesía a cuanto capricho kirchnerista surgía– pusieron reparo a la unilateral determinación de que fuera Cristina quien se erigiera candidata por esas “fuerzas”, sin que mediaran internas ni discusiones siquiera.

Si para ninguna de esas arbitrariedades hubo jamás respuesta, ¿por qué habría de haberla a mi confusión ante el intempestivo llamado telefónico? ¿Qué querrían de mí? Sin duda, la tranquilidad de conciencia es siempre buena compañera.

Por ese haber nacido en Argentina que nos hace actuar como autómatas en vez de reaccionar como personas, en 30 minutos estaba en la explanada de la Casa Rosada sin haber, previamente, averiguado nada. No era la única. Un centenar no más de compatriotas, con la misma cara de nada pero enmudecidos cual argentinos legítimos, copaban la planicie por donde suelen entrar los funcionarios a sus despachos, aunque sea de tanto en tanto.

Nadie atinaba a dar una explicación medianamente válida al hecho de estar allí. ¿Privilegiados? ¿Predestinados? ¿Condenados como aquel personaje kafkiano que, en El Proceso, marchaba hacia su propio juicio sin saber la causa por la cual se lo acechaba?

Silencio de radio ante tanta incertidumbre, como sucede a diario. Algo nos mantiene siempre mudos ante la barbarie más grande. Por ejemplo: ¿quién se hizo o se hace responsable del avance del dengue que, según la mismísima ministra de Salud, “llegó para quedarse”? No lo preguntamos, mucho menos lo demandamos, pese a tener el derecho que da el sabernos explícitamente afectados.

Pero ahí estábamos, como cobayos prestos para un casting o para algún experimento del que nada sabíamos en concreto. Tras una larga espera sin justificación siquiera, las puertas de Balcarce 50 se abrieron prácticamente como se abrió el muro de San Isidro a los vecinos de San Fernando: todo sin lógica ni coherencia, como si el país fuese un juego para ensayar soluciones a problemas serios, en vez de paliarlos con políticas de Estado, comprobada su efectividad previamente.

El matrimonio presidencial nos observaba como quien observa el ganado en los andariveles de Liniers, prestos para elegir cuál enviar al matadero y convertirlo en oferta medianamente rentable para el mercado.

A esta altura de las circunstancias, el lector habrá adivinado qué hacíamos allí, para qué habíamos sido convocados. Los Kirchner estaban con una planilla en la mano, llenando con cruces los casilleros, la suerte era de todos o de ninguno. De esa turba de gente enmudecida y agazapada en una especie de “obediencia debida”, saldría –ni más ni menos– el candidato…

No. No nos exigían responsabilidades ni mucho menos nos cabía alguna suerte de “derechos humanos”. Apenas había un mandato oficial a cumplir; un “servicio a la Patria”, según se oyó decir, de esos que se aceptan jurando sobre una Biblia o sobre una Carta Magna, pero que nunca la ciudadanía demanda.

Se trataba de la continuidad del “modelo”, sería por eso que nos tomaban las medidas y nos hacían desfilar por una pasarela donde nos miraban fijo los bustos de tantos otros que agradecían, desde el mármol, no estar ya respirando ese ambiente asfixiado. Nadie daba al parecer con el 90-60-90, menos aún con el metro ochenta.

No era tan arduo el “trabajo” que los Kirchner “ofertaban”: la duración no excedía el marco de un día. Una vez cerradas las urnas, podríamos volver a ser lo que habíamos sido o nunca habíamos dejado de ser: una oveja más de un rebaño que acepta hasta lo inaceptable y que participa en una ficción como si la misma fuese una realidad palpable.

Obviamente estos hechos no sucedieron más que en mi sueño, fueron tal vez una zancadilla de Morfeo, pero nada diferencia esa vivencia de aquellas otras que experimentamos todos, despiertos, en vigilia, día tras día.

Las elecciones, en este contexto, bien pueden ser una oportunidad para la sociedad si ésta acepta el desvelo guardián o pueden convertirse en una pesadilla sin garantía de vencimiento. No basta con que el hartazgo sea genuino; debe ser, además, activo.

De repente, frente a los acontecimientos de coyuntura –que ni ameritan un análisis exhaustivo–, los funerales de un ex presidente que tuvieran lugar días atrás parecen haber ocurrido en épocas remotas. Es que, de lo contrario, no hay modo de justificar el olvido que parece haberse instalado ya en el conciente/inconsciente colectivo y que vacía de sentido, incluso, los mensajes contundentes que tamaña epopeya arrojó para ciudadanos y dirigentes. La casa no está en orden aunque una escenografía ficticia nos cercene la vista.

Hoy por hoy, los comicios son apenas un chiste de mal gusto, una pesadilla, un vil manoseo. Que dejen de serlo para convertirse en lo que debieran ser depende del pueblo más que de aquellos que encabecen, caprichosa o groseramente, las listas, sobre todo las “oficialistas” (valgan esta vez, más que nunca, las comillas).

Y, por las dudas, no olvidemos que Calígula nombró cónsul a un caballo, aunque hasta ese hecho haya dejado también de sorprendernos. © www.economiaparatodos.com.ar

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