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lunes 23 de junio de 2014

Desmesurada complacencia

Desmesurada complacencia

La sociedad se enfada a menudo con la política

La corrupción crónica, la impericia serial, las  permanentes contradicciones discursivas, la ausencia de  ideas para gobernar, las internas despiadadas, los reiterados  exabruptos, la abundancia de privilegios y el despilfarro  de los dineros públicos, son solo parte de una larga  nómina de detestables cualidades que molestan, con  sobrados méritos, a buena parte de la ciudadanía.

Eso no podría darse sin la complicidad de  una comunidad que se enoja, pero no lo suficiente, que se  incomoda pero no reacciona jamás. La bronca dura poco,  para luego naturalizar lo inadmisible y aceptarlo todo como  parte de una realidad que duele pero se soporta.

En algunas democracias más maduras, simples actitudes  individuales incorrectas de los líderes políticos  o meras declaraciones inapropiadas, dejan fuera de la carrera  política a cualquiera que pretenda postularse a un  cargo. En esas sociedades los niveles de exigencia son muy  elevados.

Hay que hacerse cargo de que no todo  lo que acontece es exclusiva responsabilidad de la política.  Si la sociedad tolera la corrupción, con liviandad,  no puede esperar que esta se extinga por arte de magia.  Cuando los mecanismos más básicos no funcionan  mínimamente, no es razonable creer que algo cambiará.  Eso ya no es culpa de la política, sino de la patética  conducta cívica de absoluta pasividad frente a cada  despropósito.

Es importante asumir el presente,  no solo para recriminarse la acción u omisión,  sino para intentar modificar el futuro actuando en consecuencia.  Una sociedad que no despierta, que prefiere la apatía,  que se queja sin eficacia y no utiliza las herramientas  que tiene a mano, es cómplice y no un mero observador  externo.

Los ciudadanos son participes necesarios  de mucho de lo que acaece. Los políticos de hoy no  identifican estímulos suficientes para obrar correctamente.  Cuando desvían fondos del Estado para hacer proselitismo  o para su propio patrimonio personal, lo hacen no solo por  su inmoralidad manifiesta, sino también porque no existe  sanción efectiva por cometer esos delitos. No solo  no responden ante la justicia por sus faltas, sino que tampoco  pagan costos electorales, ya que muchos de ellos permanecen  en el centro de la escena por décadas siendo nuevamente  apoyados por ciudadanos que conociendo sus atributos e historias,  los vuelven a votar.

Es posible que esta realidad  tenga que ver con la carencia de opciones. La ciudadanía  cree que todos son iguales y se siente empujada a elegir  entre dirigentes corruptos e ineptos. Todos los sistemas  que restringen la competencia promueven esta escasez de  alternativas y eso impacta sobre la cantidad y calidad de  la oferta política, debilitando el porvenir.

Para disponer de mayores alternativas resulta imprescindible  que las barreras de acceso sean las mínimas. Sin embargo,  la legislación vigente consagra con categórica  convicción el monopolio de los partidos políticos.

Esto no es casual. La corporación política  ha cerrado las puertas de modo intencional. No quieren contendientes  en su camino. Desean forzar a los ciudadanos a seleccionar  entre los que ya están en el juego, a los que diseñaron  estas reglas a su medida, justamente para que el estándar  de exigencia sea diminuto y puedan alcanzar sus propios  objetivos personales.

Las leyes imperantes establecen  múltiples restricciones para crear un nuevo partido  político, bajo la perversa visión de que es mejor  para la democracia tener pocos y fuertes, que muchos y débiles.  Las normas complican además la chance de mantener activo  un partido, dejándolos al borde de la precariedad formal,  con la indisimulable intención de eliminar alternativas  viables para los votantes.

El financiamiento  de la política es un capítulo que se agrega, ya  que más allá de lo dice la legislación, a  la hora del ejercicio cotidiano, la evidencia demuestra  que, el que controla la «caja» estatal, la usará sin  disimulo, para hacer política con absoluto descaro  e impunidad y sin rendir cuentas.

La inexistente  transparencia en el funcionamiento del sistema, favorece  a los más inescrupulosos e invita insolentemente a  ser parte de la cofradía para así acceder a los  espacios de poder. Un ciudadano cualquiera, por capaz, honesto,  e inteligente que sea, no puede postularse como candidato  a un puesto público si no pertenece a un partido político  o, al menos obtiene previamente una convocatoria y aval  de una agrupación para hacerlo.

Es paradójico  que estas formalidades se cumplan con tanta rigurosidad,  mientras no funciona del mismo modo cuando un funcionario  se apropia del dinero de los contribuyentes apelando a indisimulables  prácticas.

Lo que sucede en el presente  tiene muchas explicaciones. Pero también queda claro  que, gran parte de lo que ocurre se produce porque una ciudadanía  bastante hipócrita lo respalda con una desmesurada  complacencia.

 

www.albertomedinamendez.com.ar