Ecos del pasado
El análisis político y económico de Vicente Massot
No hay caso. Entre los argentinos la tentación de analizar cuestiones nuevas con arreglo a categorías viejas sigue de moda. Cuando la presidente, meses atrás, ordenó cerrar filas junto al entonces general César Milani, una legión de analistas creyó hallar en la filosa decisión de Cristina Fernández motivo suficiente para especular sobre la reaparición del poder militar. Fue un típico
caso donde la fantasía se correspondió a la perfección con el anacronismo. De resultas de lo cual el citado jefe militar pasó a ser considerado un protagonista de primer nivel en la política criolla; capaz, en una instancia límite, de sacar los tanques a la calle y convertirse en el garante del gobierno. Por supuesto, toda la especulación fue y sigue siendo una estupidez sonora, pero lo
cierto es que se abrió camino con llamativa facilidad y todavía hay quienes pierden el tiempo considerando qué tanta capacidad de acción tendría el ejército si acaso se lo requiriese en una circunstancia de carácter extraordinario.
Pues bien, la semana pasada, una comida que se desarrolló en la Dirección de Remonta y congregó a casi todos los gobernadores peronistas del país dio pie a que, otra vez, corrieran ríos de tinta respecto de la importancia de la reunión y la envergadura de los allí presentes que, según los entendidos, estarían a punto de cortarse solos y plantearle a la presidente un hecho consumado en punto a su independencia de criterio y a su estrategia de cara a 2015. Como si los aparatos políticos tuvieran la dimensión e importancia de hace veinte o treinta años, ahora se nos quiere hacer creer que el amontonamiento de Scioli, Urribarri, Gioja, Urtubey, De la Sota, Alperovich y otros de la misma estirpe —aun si admitiesen ser sumados— daría como resultado una fuerza electoral de consideración en las próximas elecciones presidenciales.
En realidad, los mandatarios que se sentaron a los manteles en esa unidad castrense no saben para qué lado tomar, tiroteados como están por su pertenencia a un peronismo siempre servil con el poderoso de turno y por la convicción de que el ciclo del kirchnerismo se ha terminado. De un lado, saben que sacar los pies del plato antes de tiempo puede ser un suicidio, en atención a la capacidad de daño que todavía conserva Cristina Fernández. Del otro, son conscientes de que si, por temor a las represalias de la Casa Rosada, no se animasen a tomar distancias pronto, podrían quedar en el bando de los perdedores y tener que volverse a su casa, dentro de año y medio, sin pena ni gloria.
Además, la gran mayoría de ellos desconfía tanto de las intenciones de Balcarce 50 como del carácter timorato de Daniel Scioli, el único que al día de hoy mide razonablemente bien en las encuestas. Ninguno, con la excepción del de Entre Ríos, se siente cómodo a esta altura del partido, al lado del kirchnerismo puro y duro. Los menos están habilitados para ser reelectos y los que pueden aspirar a un nuevo mandato no las tienen todas consigo. Más si insistiesen, a semejanza del de Buenos Aires, en pregonar un apoyo al kirchnerismo que en ellos, como en el ex–motonauta, luce postizo.
Pero el dato fundamental, que transforma la cena del último jueves en poco más que una anécdota es la escasa fuerza que, salvo en algunos casos contados, acreditan en la actualidad los que estuvieron presentes en el Comando de Remonta. Si los comicios que habrán de substanciarse en el mes de octubre de 2015 fueran pura y exclusivamente legislativos y de gobernadores, la cuestión admitiría una lectura distinta y hasta sería posible considerar que los arriba citados podrían arrastrar en sus respectivas provincias una cantidad considerable de sufragios. El problema es que la elección venidera resulta básicamente presidencial, y en un país como el nuestro —de acusada tradición caudillista— el peso de los grandes candidatos nacionales minimiza el de los jefes provinciales de una manera inmisericorde.
Los gobernadores que con tanta candidez creyeron, sólo por un momento, que iban a estar solos y podrían debatir a sus anchas, se atragantaron al ver cómo ingresaban en el comedor dos verdaderos peludos de regalo: el secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, y el jefe de gabinete, Jorge Capitanich. La presencia de ambos puso en evidencia y dejó al descubierto su impotencia. Todos tuvieron que rendirles pleitesía y aceptar que compartieran una comida a la que ciertamente nadie había deseado invitarlos.
La verdad es que —al menos de momento— los mandatarios provinciales no tienen una geografía de escape definida. Es que les resultaría imposible administrar unas cuentas públicas calamitosas sin el auxilio del Tesoro nacional. Con el unitarismo fiscal —sobre todo si es gerenciado por el kirchnerismo— no resulta conveniente jugar. Entre otras razones porque todavía faltan diecinueve meses para las elecciones; no hay una caja alternativa con la cual financiarse que no sea la que discrecionalmente maneja la presidente y, por último, entre ellos no existe unanimidad de pareceres respecto de cómo actuar delante de la viuda de Kirchner y de cómo definirse frente a las alianzas que comienzan a tejerse.
No está dicho en ningún lado que dentro de un año, poco más o menos, todos los comensales del pasado jueves en Remonta vayan a encolumnarse detrás del que gane la interna kirchnerista, sea este Daniel Scioli —como hoy todo parece indicarlo—, Sergio Urribarri, Florencio Randazzo o cualquiera de los otros con aspiraciones a sentarse en el sillón de Rivadavia.
Tendrían que ser muy ingenuos o demostrar una vocación suicida —que se les desconoce— para sumarse a un Frente sin chances de triunfar.
Eso es lo que el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota, le dijo a su par bonaerense: que si seguía, como hasta ahora, prendido de los fundillos del kirchnerismo, sus posibilidades en octubre del año que viene quedarían reducidas a cero. No se sabe qué le contestó Daniel Scioli o si le respondió. Lo más seguro es que se haya ido por las ramas. Enfrentado al dilema, todos sabemos como ha reaccionado. La comedia de errores, enredos y fugas que protagonizo delante de Sergio Massa semanas antes de las PASO del año pasado demuestra para dónde dispara cuando debe decidirse. Scioli nunca va a romper con la Casa Rosada, aunque el precio que deba pagar sea el de la sumisión pública. Si no lo hizo en el momento en que podía permitirse semejante osadía, menos lo va a hacer ahora. Ya no tiene espacio a los efectos de ensayar una pirueta de esa índole, que inmediatamente lo dejaría huérfano de fondos para enjugar un déficit provincial descomunal y sin aliados en quien recostarse.
Los mandatarios peronistas se aprovechan de ese mito —como tantos otros cultivados con fruición e ignorancia en estas playas— según el cual ellos tienen poder porque son gobernadores. Así de simple y así de falso. En rigor representan a un federalismo desde hace décadas en desbandada, y si alguien que los hubiera descubierto deseara ponerlos en ridículo, los desafiaría a tejer un plan de acción. La comida del pasado jueves tuvo tanta trascendencia como una reunión de los comandantes de cuerpo del Ejército o de los secretarios y delegados de la Unión Obrera Metalúrgica. Los tiempos en los cuales una liga del interior podía torcerle el brazo a quien ocupara el Fuerte de Buenos Aires o cuando la suma de los fierros —los de la UOM y el arma de Caballería del Ejercito— definía en un abrir y cerrar de ojos la relación de fuerzas en la Argentina —como dijo una vez el coronel Luis Prémoli— forman parte de un pasado que no volverá. Hasta la próxima semana.
Fuente: Massot/Monteverde & Asoc.