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lunes 17 de junio de 2013

EE.UU.: Entre la libertad y la seguridad

EE.UU.: Entre la libertad y la seguridad

Edward Snowden, el ex empleado de la CIA y contratista de la Agencia de Seguridad Nacional, ha renovado la gran discusión sobre los límites de las libertades civiles en el contexto de la lucha contra el terrorismo.

La Tercera

Edward Snowden, el ex empleado de la CIA y contratista de la Agencia de Seguridad Nacional, ha renovado la gran discusión sobre los límites de las libertades civiles en el contexto de la lucha contra el terrorismo. Una encuestade Public Policy Polling encargada por The Guardian, diario londinense que publicó las denuncias originales de Snowden, indica que dos tercios de los estadounidenses creen que urge reformar la política de espionaje y que un 56 por ciento pide que el Congreso los someta a una vigilancia más estricta. Esto explica que varios senadores, incluyendo a dos miembros de la Comisión de Inteligencia, Mark Udall y Ron Wyden, hayan hecho algo impensable hace algún tiempo: afirmar que el espionaje estadounidense miente cuando dice que los programas de marras ayudaron a impedir ataques contra Estados Unidos.

Lo que diferencia a Estados Unidos de muchos países en relación con estos asuntos -por ejemplo el Perú, donde un escándalo de espionaje contra opositores remece al gobierno en estos días- es la solidez de las instituciones de la democracia. Las revelaciones de Snowden han activado los mecanismos democráticos de tal modo que todos los implicados están rindiendo cuentas exhaustivas, y las políticas y los programas son objeto de una discusión profunda de la que saldrán reformas.

Pero aun antes de ello la democracia había entrado en acción para defenderse de cualquier exceso gracias a la libertad de prensa. Ella también estaba presente en la formación moral de Snowden, independientemente de lo que se piense de su acto delator. Cuando se le preguntó esta semana en Hong Kong si era un héroe o un villano, respondió que era “un americano”. Lo que estaba diciendo era: soy un ciudadano formado con los valores del credo democrático de mi país, superiores al poder del Presidente y de las agencias de espionaje. Ya lo había sugerido el padre de su novia cuando, asediado por los medios, había declarado al estallar el escándalo: “El tenía ideas fuertes sobre lo que está bien y lo que está mal, así que tiene sentido”.

Conviene hacer algunas precisiones antes de continuar. Snowden no ha denunciado espionaje a adversarios del gobierno de Obama, es decir seguimientos de inteligencia relacionados con consideraciones políticas domésticas. Tampoco ha afirmado que el gobierno norteamericano escucha las conversaciones telefónicas de los ciudadanos. Lo que ha explicitado son dos cosas distintas: el acceso del gobierno al registro de llamadas de los clientes de la empresa Verizon, una de las grandes compañías telefónicas, y un programa de computadora llamado Prism mediante el cual las autoridades acceden a informaciones sobre ciudadanos extranjeros, y a sus comunicaciones, a través de compañías de tecnología informática.

En el primer caso, lo que el gobierno obtuvo de Verizon, orden judicial mediante, no es el contenido de las llamadas sino datos como los números de quien hacía la llamada y quien la recibía, la ubicación de ambas partes, la hora y la duración. En el segundo, sí accedieron a los contenidos de las comunicaciones cibernéticas -por ejemplo, los correos electrónicos- de distintas personas de origen extranjero situadas fuera del país. Una parte de este acceso lo obtuvieron sin conocimiento de las compañías de tecnología informática y otra, a partir de órdenes judiciales, con su colaboración, especialmente por parte de Microsoft, Google y Yahoo.

Snowden ha dado a entender que hay unas 61.000 operaciones de “hackeo” alrededor del mundo conducidas por el espionaje norteamericano y que, en la medida en que la mayor parte de las comunicaciones del mundo pasan por Estados Unidos por ser la infraestructura de este país la más avanzada, el acceso del gobierno a la información ha sido planetario. Su legalidad ha estado enmarcada en la Ley Patriota y la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera. Todas las operaciones han estado bajo supervisión de una corte judicial especial y el Congreso. Desde 2009, los congresistas han recibido información periódica.

Pero la legalidad de los programas y lo que indica la versión oficial de la Agencia de Seguridad Nacional y el FBI no bastan para garantizar que se hayan respetado los límites de lo establecido por la ley y la corte. Como ha sucedido en el pasado, el delator alega que se ha producido una sistemática ilegalidad. Algo similar había dicho William Binney, alto funcionario del espionaje que renunció en 2001 y acabó siendo arrestado en 2007 en relación con sus denuncias acerca de la interceptación de comunicaciones a escala masiva.

Una vez que Snowden -suponiendo que su proceder estuvo dictado por un sentido de la moral pública- llegó a la conclusión de que debía exponer las vísceras de los programas de inteligencia, la libertad de expresión cobró una importancia preponderante. Sujeto a las limitaciones legales de todo funcionario o contratista de la comunidad de inteligencia, no podía hablar sin cometer un delito. Tratar de corregir la desviación desde el interior del aparato no era una opción por obvias razones; acudir a la justicia tampoco, en vista de que una corte especial era parte del entramado. Quedaba una opción: el uso de la prensa libre. Como tantas veces en la historia de los Estados Unidos, esta institución no oficial, ajena a los poderes del Estado, resultaba determinante para este nuevo episodio de rebeldía democrática y desobediencia civil, una vieja tradición estadounidense.

El gobierno podía arrestar a Snowden e imputarlo, y por tanto hacerlo condenar a cadena perpetua. Pero no podía impedir que la prensa publicara su testimonio. El más poderoso imperio de la historia de la humanidad no podía detener un acto tan sencillo y civil como una publicación periodística contándolo todo.

Por eso Snowden no acudió a la justicia ni al Congreso, sino a la prensa. Su acto de traición al Estado sólo podía hacerse desde fuera del Estado: es decir, desde la sociedad civil, que el filósofo escocés David Hume definía como espacio formado por todo aquello que fuese ajeno al Estado. Y así lo hizo contactando a personas vinculadas a la Fundación para la Libertad de Prensa, a la que pertenecen periodistas y otros delatores célebres como Daniel Ellsberg, el que filtró los papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam en los años 70. El resultado, luego de vericuetos varios, fue la publicación de sus revelaciones en el periódico británico The Guardian y el Washington Post después de tomar la precaución de trasladarse de Hawaii, donde estaba basado su trabajo para la Agencia de Seguridad Nacional, hasta Hong Kong, donde hizo los contactos cara a cara.

El diario británico supone un elemento llamativo: la libertad de prensa de que hace uso como ciudadano estadounidense el joven Snowden abarca al mundo. Es un valor que él recoge de la democracia estadounidense pero lo ejerce desde una sociedad civil planetaria: él se sitúa en Hong Kong y apela a un diario inglés para revelar algo que apunta a remecer los cimientos del Estado norteamericano.

¿Tiene esto significación? Sí: Snowden contactó a The Guardian, según el Washington Post, una vez que este último rehusó la condición que el delator había puesto: garantizar la publicación 72 horas después de recibida la información. Snowden desconfiaba de la gran prensa estadounidense, especialmente del New York Times, a pesar de que la primera persona a la que contactó había escrito para ese diario, y no se fiaba del Post enteramente. ¿Por qué? Porque los creía vulnerables al clima en que se desarrolla la lucha contra el terrorismo, que convierte a esos sagrados espacios de sociedad civil en zonas que de tanto en tanto facilitan la invasión del poder. Si eso mismo había ocurrido en las grandes empresas de tecnología informática, podía suceder en la prensa. La garantía era acudir a un medio europeo que ya había mostrado, en el caso de los WikiLeaks, que estaba dispuesto a publicarlo todo, aun a riesgo de poner en peligro vidas humanas.

La libertad de expresión en este caso establecía una diferencia entre los diarios y las empresas de tecnología informática: las segundas están impedidas de revelar detalles de su colaboración con el espionaje por ley mientras que las primeras no tienen igual restricción puesto que no formaron parte del entramado. La colaboración entre el gran capitalismo estadounidense y la Agencia de Seguridad Nacional data de los años 70: en cambio, en esa misma década fue que la justicia norteamericana dio al New York Times y el Washington Post la victoria en su enfrentamiento legal con el poder para publicar los papeles del Pentágono.

Por tanto, el riesgo no era tanto legal (aunque los diarios tenían que hacer las inevitables consultas con sus abogados) como moral: que los editores y los directores se sintieran inhibidos de hacer la publicación para no afectar la lucha contra el terror. De allí que acudir a la libertad de prensa de otra democracia, en este caso la británica, funcionara como doble seguro para Snowden.

La reacción a su delación supone un cambio significativo en la opinión pública estadounidense. Aunque hubo desde el primer momento una corriente de opinión que se opuso a la Ley Patriota y las invasiones de la privacidad propias de la lucha contra el terrorismo, durante el primer gobierno del Presidente George W. Bush un sector muy amplio, traumatizado por el 9/11, aceptaba hacer concesiones a las exigencias de la seguridad nacional. Hacia el segundo período de Bush, una mitad del país veía ya con alarma lo que consideraba una política alejada de la gran tradición liberal. Barack Obama atacó con insistencia a Bush por la violación de las libertades civiles.

Hoy, a pesar de los atentados recientes contra la maratón de Boston, la balanza está inclinada del lado de las libertades civiles: una mayoría ha reaccionado a las revelaciones de Snowden con alarma ante los alcances del programa y temor de que se haya cruzado una grave línea ética y legal. En cambio Obama se ha desplazado hacia el otro lado. De allí que haya dicho: “No se puede tener ciento por ciento de seguridad y también tener ciento por ciento de privacidad y cero inconvenientes”.

A diferencia de otros países, donde las violaciones de la legalidad y la subordinación de las libertades civiles a las consideraciones de la seguridad nacional suelen quedar impunes o no provocar cambios, en Estados Unidos casos como el de Snowden tienen consecuencias. Como las tuvo Ellsberg o el soldado Bradley Manning, a quien recientemente se le juzgó en una corte marcial por la filtración de documentos a WikiLeaks. La primera consecuencia es la que vemos: las instituciones de la democracia haciendo su trabajo. La segunda, menos obvia, es el restablecimiento de un cierto sentido del peso relativo entre seguridad y libertad. Como ha sido siempre en este debate que no termina aquí.

Fuente: independent.typepad.com